1ª Parte
El arte y la alquimia: un origen maldito
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Los alquimistas atribuían gustosamente a su arte un origen maldito. Ya Zósimo de Panópolis, uno de los primeros alquimistas cuya personalidad se conoce con mayor o menor precisión, escribía en su Libro dedicado a Imhotep: "Cuentan las Santas Escrituras que existe un cierto género de demonios que tienen trato con mujeres. Hermes nos habla de ellos en sus libros sobre la naturaleza. Las antiguas y santas escrituras dicen que ciertos ángeles, prendados de amor por las mujeres, descendieron sobre la Tierra y les enseñaron las obras naturales; y por ello fueron expulsados del cielo de la naturaleza y condenados a un exilio perpetuo. Del referido comercio nació la raza de los gigantes. El libro en el que se enseñaban las artes se llama Chyma, de ahí el nombre aplicado al arte por excelencia"
1.
Este texto es importante pues nos muestra que, además de la alquimia, el resto de las artes tenían también un mismo origen maldito. Esta opinión la reencontramos en el Libro de Enoch, según el cual, los ángeles caídos notaron que "las hijas del hombre eran bellas, escogiendo mujeres entre ellas" e instruyéndolas, no sólo en las ciencias ocultas, sino también en "el uso de brazaletes y ornamentos, en el de la cosmética, en el de pintarse las cejas, en el arte de emplear las piedras preciosas y toda suerte de tinturas y así fue que se corrompió el mundo"
2. La afinidad entre la alquimia y las artes se manifiesta asimismo en el reconocimiento por los alquimistas de Hermes Trismegisto como divino protector. Por otra parte, en virtud de este patronazgo, la alquimia fue calificada como ciencia hermética. Hermes, inventor de las ciencias y de las artes, fue asimilado al dios Thot por los griegos de Egipto. Estos se complacían en recordar que Hermes-Thot había inscrito los preceptos de la ciencia en las estelas conservadas en el secreto de los templos egipcios lo cual confería a la alquimia el carácter de una ciencia revelada. Sólo los sacerdotes y los reyes poseían sus claves y se transmitían sus principios. De aquí en adelante, la alquimia sería clasificada como arte real y sacro, inaccesible para los profanos que, como ocurrió con las religiones mistéricas, se oponían a su esoterismo. Su lenguaje velado y misterioso no podía comprenderse hasta finalizada una larga iniciación. Este carácter esotérico fue determinado por una Alejandría donde la alquimia se robusteció durante los primeros siglos de nuestra era. En efecto, sobre la gran ciudad de los Ptolomeos desembocó un caudal sumamente ecléctico de especulaciones filosóficas, técnicas místicas y ritos artesanales conservados por numerosos pueblos a través de los siglos. Los ritos y mitos que siempre acompañaron a las artes del fuego vinieron a conjugarse con el asombroso sincretismo filosófico y religioso que florecía por entonces. La alquimia, aún balbuciente, los asimiló con enorme prontitud. Fue fecundada por el más refinado pensamiento griego, sirviendo de intermediarios los neoplatónicos alejandrinos y las fuentes místicas orientales (caldeas o iranias), además de las gnosis cristiana y pagana como técnicas de iluminación y salvación. A tan diversas influencias se añadió finalmente la de la Cábala judía. Es en el seno de este hogar de fermentación espiritual donde la alquimia adquirió progresivamente sus características para conocer su edad de oro a partir de finales del siglo III. Aparecieron entonces geniales adeptos como Zósimo, Sinesius u Olimpiodoro que la desarrollaron en sus diversas facetas filosóficas, místicas o científico-experimentales.
Cuando comenzó la decadencia de Alejandría, los alquimistas se instalaron en Bizancio donde continuaron cultivando sus tradiciones. Parece ser que el emperador Heraclio les apoyó oficialmente. No menos apasionados por las ciencias, los árabes la asimilaron a raíz de la conquista de Egipto y de Siria. Geber, Razi o Avicena figuran entre los grandes adeptos. A continuación, los conocimientos árabes penetraron en el Occidente latino por España, Sicilia y las tierras ocupadas por los Cruzados. Esta transmisión pudo tener su origen en los comienzos del siglo XI y fue más decisiva que la tradición bizantina. El monje Gerberto, futuro papa bajo el nombre de Silvestre II, quizá haya sido el primer lector de las obras árabes. A partir de esta época empiezan a aparecer las traducciones latinas de los tratados alquímicos árabes gracias a los cuales Occidente llegó a servirse de la filosofía hermética y también a enriquecer sus conocimientos químicos. En el siglo XIII la alquimia conoció una prodigiosa expansión por Occidente. Poderosos espíritus se interesan tanto en su aspecto científico como en su carácter espiritual o en los dos simultáneamente. Alberto Magno, Roger Bacon y Arnau de Vilanova no fueron los menos importantes. Los príncipes y la Iglesia la favorecieron o persiguieron dependiendo del lugar y la época, pero jamás hubo ni condenas irrevocables ni persecuciones metódicas. Algunos adeptos justificaron ocasionalmente la desconfianza de la Iglesia al mezclar con su ciencia la magia o la brujería o adoptando posiciones totalmente incompatibles con la Fe. El poder secular, estafado muy a menudo por alquimistas que se jactaban de fabricar oro, hubo de encerrarlos en sus mazmorras o enviarles a la hoguera, pero todo ello no es sino una "pequeña historia" al margen de la filosofía hermética. El ateísmo renacentista acogió con varia fortuna a la ciencia de Hermes, pues ésta encontró en los círculos humanistas, altamente caracterizados por su gran sincretismo intelectual, fervientes partidarios pero también severos detractores. Marsilio Ficino y Pico della Mirandola redactaron tratados alquímicos. Médicos célebres como Paracelso o Van Helmont practicaron fervorosamente la alquimia. La imprenta permitió una mayor difusión de los textos clásicos, pero asimismo de nuevos escritos a través de los cuales se propagó esta ciencia y, sobre todo, se vulgarizó incitando a un número cada vez mayor de codiciosos charlatanes a deslizarse entre las huestes de los auténticos hijos de Hermes con lo que se precipitó la formación de una cofradía secreta de alquimistas, los "Hermanos de la Rosa-Cruz", análoga a la de los Francmasones, que proliferó por toda Europa desde principios del siglo XVII sosteniendo una teoría que las doctrinas de Descartes y el advenimiento progresivo de la ciencia química quebrantaban progresivamente. La alquimia engendró a la química sólo parcialmente, pues, a lo sumo, ha vinculado y desarrollado algunos de sus fermentos. Fue considerada, en efecto, por sus adeptos como una técnica de iluminación que, eventualmente, podía desdoblarse en investigaciones físicas. El contenido animista de las búsquedas alquímicas contribuyó por lo demás, a levantar un obstáculo al florecimiento de una química puramente experimental que aparecía como una liberación en el plano científico y como una regresión en el espiritual.
A partir del siglo XVIII la alquimia conoció un declive pero sin llegar nunca a desaparecer. Todavía hoy, cuenta con defensores que cuidan con fervor una de las formas más fascinantes del pensamiento humano.
Del filósofo al "soplador"
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Los alquimistas se otorgaban gustosamente el nombre de "filósofos". Profesaban un sistema sumamente ecléctico, pero organizado con una coherencia de la cual sólo señalaremos aquí sus líneas maestras. La alquimia concibe a Dios como inmanente o trascendente. Le confunde las más de las veces con el Universo designándole como una "naturaleza naturante" y ello bastante antes de Spinoza. El cosmos, que apenas se disocia de la divinidad, es concebido como un organismo vivo unitario –la unidad de las múltiples variaciones era la cualidad intrínseca de Dios. En este vasto macrocosmos animado vive en total armonía un microcosmos: el hombre. El sol es la fuente de energía del universo sideral. Aparece como el alma de Dios. Al estar asociado el oro al astro solar, el adepto que intentaba fabricarle perseguía recrear el mundo e identificarse con el demiurgo. Esta ambición correspondía a una ética: los alquimistas buscaban el perfeccionamiento del alma a través del de los metales. Sus sabias transmutaciones metálicas correspondían al progresivo mejoramiento de su ser. En las tinieblas de sus laboratorios brillaban tanto el espejismo del oro como el de la eterna felicidad. A los perfeccionamientos de la materia se aliaba la voluntad de perfeccionar al hombre. Las operaciones químicas se desdoblaban sin cesar en proyecciones espirituales aunque el alquimista no procediera a experiencias y observaciones sistemáticas sobre la materia, sino que prefería contemplar el matrimonio, la pasión, la muerte o la resurrección de unas sustancias que de esta manera identificaba con su propia vida. En este sentido el triunfo de la química supuso un paso atrás al abandonar todo lo sagrado que aureolaba la ciencia de Hermes. Las conquistas del alquimista resumen, pues, la lucha secular del hombre contra el caos y la imperfección. Por así decirlo, no pudo encontrar nada mejor que esa epopeya de la transformación de los metales innobles en oro de la que vivía cada paso, proyectando sobre la materia su deseo de salvación.
Fue Jung quien penetró con mayor perspicacia en la psique alquímica
3. Sorprendido por las analogías entre los sueños o alucinaciones de algunos de sus pacientes y el simbolismo alquímico, se aplicó al estudio de los textos herméticos. Después de quince años de estudios secretos, estableció una relación entre las etapas del proceso de individualización de la personalidad humana y las operaciones sucesivas de la opus alchimicum. Recordemos que esta opus perseguía la preparación del Elixir Vitae (elixir de larga vida o elixir por antonomasia) y de la Piedra Filosofal capaces de hacer inmortal al hombre o, al menos, de dilatar su existencia y de procurarle el oro, prenda de felicidad. Para instaurar esta era paradisíaca, el alquimista transmutaba la materia y su "yo" en espiritualidad pura. En cierta manera, pretendía integrarse a través de prácticas rituales y místicas en un universo perfeccionado cuyo símbolo era el oro. Las operaciones alquímicas nos muestran el valor de una ascesis que liberaba al individuo del caos material y le concentraba progresivamente en el centro de su ser. El símbolo del oro es la experiencia más perfecta de esta transmutación espiritual. Para ayudarse, el alquimista proyectaba sobre la materia las diversas fases de esta transmutación espiritual. En el transcurso de sus operaciones, unía los dos principios opuestos de la materia y reducía al silencio las tendencias contrarias. Después de esta unión o coniunctio, la materia moría al abandonarla su envoltura carnal. Esta muerte o putrefacción permitía la liberación de su alma, así como la sublimatio purificaba el espíritu de sustancias materiales. El alma libre podía entonces integrarse con Dios, la unidad perfecta. Por todo ello, la Piedra Filosofal, comparada a menudo al Cristo, podía aportar la salvación al mundo. Así entendida, la alquimia aparecía como la proyección de un "drama cósmico en términos de laboratorio" o la fusión constante de progresos físicos y psíquicos. En tanto que investigación y conclusión de esta búsqueda, puede ser calificada de "prospectiva". Según Jung, aquello que los alquimistas llamaban la "materia", no era sino su propia personalidad y su finalidad consistía en liberar su "espíritu" de ella. La Piedra Filosofal permitía esta liberación espiritual. Tendía más a transformar la persona humana que a transmutar los metales. Ello no impide que los trabajos de laboratorio sean uno de los aspectos de la alquimia convirtiéndola en el más asombroso diálogo que haya existido nunca entre el hombre y la materia.
Entendida como una química primitiva, llevaba dentro de sí todas las características de una edad precientífica cuya evolución en el estudio de los fenómenos fue retardada por el obstáculo animista. Así lo ha demostrado Gaston Bachelard
4. El alquimista confundía incesantemente su vida psíquica y sus experiencias físicas, su alma y los ingredientes de sus trabajos.
Creemos útil resumir aquí las teorías "científicas" de los alquimistas. Todas ellas reposan en la concepción de una materia unitaria en el seno de la cual distinguieron dos principios: el azufre y el mercurio. El azufre correspondía a los elementos activos, fijos, cálidos, secos y masculinos, mientras que el mercurio correspondía a los pasivos, volátiles, fríos, húmedos y femeninos. A estos dos elementos se añadía la sal formando así una tríada elemental que correspondía a las cualidades de la materia y no a los cuerpos químicos designados hoy por los mismos nombres.
Jean Fabre ha definido muy acertadamente estos tres principios
5. El azufre es "el fuego celeste que, introduciéndose en los gérmenes inferiores, crea y fija la forma interior de lo más profundo de la materia". El mercurio "es la sustancia húmeda primigenia nacida en la semilla de todas las cosas". La sal "es el asiento fundamental de toda naturaleza, en general y en particular... principio de corporeización que es nudo y lazo de los dos otros principios, azufre y mercurio, y que les da cuerpo". Estos tres principios forman las fuerzas constitutivas de una fuerza creadora original: prima materia elementorum. Esde este átomo energético primitivo de donde fluye el universo entero. De esta célula fundamental nace el árbol de la naturaleza que se yergue hacia el cielo de la perfección. El alquimista intentó reencontrarse con este magnum mysterium, es decir, con la fuerza creadora original y su proceso de desarrollo para poderlas acelerar. Tal era el propósito de todas sus experiencias. Se presentó como el hacedor de un universo entendido como grandiosa unidad orgánica y dinámica y en cuyo movimiento veía una ascensión hacia el Espíritu. Este progreso no se verificaba con desprecio de la Materia sino con su ayuda. El hombre, concebido como agente de este proceso era, después de Dios, punto culminante de la creación y preocupación fundamental del alquimista. La materia "una y total" conocía cuatro modalidades: los cuatro principios aristotélicos. La tierra correspondía al estado de solidez o fijación; el agua al de la liquidez; el aire a los elementos sutiles y el fuego a una sutilidad aún menos sustancial, especie de apoyatura de la luz y el calor.
Los alquimistas distinguían a continuación siete metales: dos nobles (el oro y la plata) y viles los demás (cobre, hierro, estaño, plomo y mercurio). Al lado de estos metales aparecían los más diversos productos químicos siendo todos designados por expresiones simbólicas. Cualquier producto podía ser representado por una serie de símbolos diferentes. El mercurio, por ejemplo, podía llamarse loco, serpiente, mar, linterna, peregrino, espada, armiño, ciervo o cetro. Los metales imperfectos eran los ingredientes de la obra alquímica; la Pequeña Obra pretendía transmutarles en plata y la Gran Obra en oro. Para conseguirlo, la Pequeña Obra debía producir la Piedra Blanca capaz de cambiar cualquier metal en plata mientras que la Gran Obra se completaba al obtener la Piedra Roja que transmutaba en oro los metales innobles.
La Gran Obra podía llevarse a cabo por dos vías: una seca, húmeda la otra, según las preferencias o las capacidades del alquimista. La Vía Húmeda fue la más empleada pero también la más lenta en tanto que la Vía Seca favorecía una culminación mucho más rápida de la Gran Obra. Era, sin embargo, sumamente dificultosa.
Las transmutaciones se desarrollaban en una serie de manipulaciones sobre cuyo número y orden no hubo nunca un acuerdo unánime. Entre ellas habría que mencionar las siguientes: calcinación, congelación, coagulación, disolución> digestión, destilación, sublimación, reparación, fermentación, multiplicación y proyección. Todas ellas podían ser descritas por ilustraciones más o menos complejas o definidas por símbolos precisos. Por ejemplo, el cuervo, el cráneo, el ataúd, el color negro o cualquier insignia mortuoria designaban la fase de la putrefacción. La conjunción de materias estaba simbolizada por un coito mientras que la sublimación lo era por un pájaro alejándose o por un alma abandonando un cuerpo. Un pájaro descendiendo ilustraba la precipitación.
Cuatro símbolos pueden resumir la filosofía de los hermetistas: el Sello de Salomón, la Serpiente Uroboros, el Caduceo de Hermes y el Huevo Filosófico.
El sello de Salomón aparece como un verdadero compendio del pensamiento hermético. Este diagrama con sus dos triángulos entrelazados formando una estrella de seis puntas, es el símbolo da la Piedra Filosofal, meta de la Gran Obra. Puede servir para numerosas explicaciones: por ejemplo, como símbolo del microcosmos humano comprendido en el macrocosmos universal
6 o evocar igualmente la tríada material, base del magisterio alquímico, que comporta para algunos la materia prima, el mercurio y el azufre y para otros el mercurio, el azufre y la sal. Estas materias son el objeto de tres obras distintas del magisterio, o de tres etapas en la consecución de la Gran Obra
7. Para obtener el oro filosófico, es preciso, en términos simbólicos, dar muerte a los metales imperfectos con el fin de extraerles el azufre; es decir, la exhumación del espíritu fuera del cuerpo. Esta extracción se realiza por el mercurio –disolvente universal– obtenido a partir de la materia prima
8.
El sello de Salomón consta de siete partes que corresponden a los siete metales siendo la central la del oro. Contiene, además, los cuatro elementos, la tierra , el aire , el fuego , y el agua , cuyos signos reunidos en la estrella hermética expresan la unidad cósmica. Esta concepción unitaria del universo en su estado de perfección se opone a un caos inicial puesto en orden por el Demiurgo, con el cual el alquimista ambicionaba identificarse. La unidad cósmica, base del pensamiento hermético, está simbolizada igualmente por la Serpiente Uroboros, imagen del Uno-Todo ('en to pan). Su forma circular, símbolo del mundo, es una alusión al "principio de clausura" o al secreto hermético
9. Por añadidura, enuncia la eternidad concebida como "eterno retorno". Lo que no tiene ni principio ni fin.
El caduceo es el cetro de Hermes, dios de la alquimia. Recibido de Apolo en trueque por una lira de su invención, se compone de un varilla de oro entrelazada por dos serpientes que representan para el alquimista los dos principios contrarios que han de unificarse, ya sean el azufre y el mercurio, lo fijo y lo volátil, lo húmedo y lo seco o lo cálido y lo frío. Se concilian en el oro unitario de la caña del caduceo que aparece, pues, como la expresión del dualismo fundamental que ritma todo lo puramente hermético y que debe ser reabsorbido en la unidad de la Piedra Filosofal. Esta armoniza todos los elementos contrarios. Es a la vez macho y hembra, pues puede autogenerarse y por ello fue representada a menudo con la apariencia de un Andrógino, uno de los símbolos capitales del hermetismo.
El Huevo Filosófico contiene el germen del que nacen todas las cosas. Foco universal, alberga bajo su cáscara a los elementos vitales, así como el Vaso Herméticamente Cerrado contiene el Fermento (compost) de la Obra.
El Vaso, ya fuera matraz, aludel, cucúrbita o retorta, debía ser incubado como el Huevo para que su Fermento pudiera transformarse. El calor de la incubación había de mantenerse en un Atanor u Horno Alquímico, muy a menudo representado e incluso construido en forma de torre almenada con el fin de proteger al Huevo depositado entre sus muros. El Fermento podía someterse a diversos baños de cocción (por ejemplo, el famoso "baño María", así llamado por la célebre alquimista María la judía), o ser destilado para la fabricación del Elixir Vitae o incluso sufrir la transmutación en oro o plata.
Los productos del Fermento estaban representados por animales o seres humanos frecuentemente encerrados en vasos. Por ejemplo, una reina simboliza el mercurio y un rey el azufre. Se les ve unirse a menudo pues de su cópula debe nacer el Hijo de la Filosofía, es decir, el oro. Un dragón en un vaso simboliza la materia prima de donde se extraen los dos agentes de la Obra: el ardiente azufre y el húmedo mercurio, también representados por el sol y la luna o por un hombre heliocéfalo y una mujer de cabeza lunar.
Simplemente esta enumeración de símbolos sería suficiente para convencernos de la primacía del contenido espiritual de la alquimia. Los laboratorios eran oratorios antes que cualquier otra cosa donde los alquimistas descubrieron, sin embargo, numerosos productos. Y sobre todo, desdeñaron profundamente a aquellos que ignoraron la verdadera significación de sus experiencias y su dimensión espiritual calificando con sarcasmo de "sopladores" a los que se limitaban a buscar oro o ciertos productos químicos en su vulgar materialidad. No obstante, no hay que olvidar que estos "sopladores", al rechazar el contenido animista de la alquimia favorecieron el nacimiento de la química moderna. Consagramos un estudio a las influencias de estas investigaciones empíricas sobre numerosas técnicas artísticas al apercibirnos de que la traducción de los tratados árabes y de sus recetas sobre la coloración del vidrio había desencadenado la expansión de las vidrieras a partir del siglo XII o de que Jan van Eyck había descubierto una fórmula de pintura al óleo gracias a sus conocimientos alquímicos, principalmente los referentes a la destilación. Descubrimos también el papel de los alquimistas en la fabricación de colores artificiales y reconocimos sus hallazgos en el terreno de la cerámica. Finalmente, tuvimos que rendimos a la evidencia de que su maestría en la obtención de aleaciones metálicas o en la de gemas, repercutió en la orfebrería, así como su conocimiento de las virtudes del agua fuerte influyó en el arte del grabado.
Una de las consecuencias más importantes de la alquimia fue, sin duda alguna, el perfeccionamiento o incluso hallazgo de algunas técnicas artísticas. Esperamos publicar próximamente nuestras conclusiones sobre este aspecto de las relaciones entre la alquimia y el arte.
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El "homo religiosus"
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La alquimia concebida como técnica de salvación se vincula a las místicas. Son abundantes sus préstamos de símbolos del cristianismo entre los cuales la pasión, la muerte y la resurrección del Cristo gozaron de un favor especial. El mito evangélico de la muerte del hombre-dios y de su renacimiento bajo un aspecto divino desembarazado de su ganga humana, corresponde al nacimiento de la Piedra Filosofal que, imagen del Cristo, encarna el paso de la imperfección material a la perfección espiritual. Al igual que el Cristo, el metal debe sufrir y ser torturado antes de ser depositado en el sepulcro donde se realiza su putrefacción. Sin embargo, esta muerte es sólo el preludio de una gloriosa resurrección, un peldaño hacia la inmortalidad, la felicidad suprema cuyas prendas son el oro y el Elixir Vitae.
Incluso Lutero fue seducido por el aspecto religioso de la alquimia "a causa de las magníficas comparaciones que nos ofrece con la resurrección de los muertos y el Juicio Final".
Entre las numerosas alusiones a la muerte y resurrección del Hijo de Dios, mencionaremos la del Libro de la Luz que, citando a Arnau de Vilanova, nos dice: "El Hijo del Hombre debe ascender de la tierra hacia el cielo y ascender sobre la cruz del alambique... la Piedra debe encerrarse en un recipiente como Cristo en la tumba"
10. Esta cita de Arnau de Vilanova nos recuerda que, en su tratado Los secretos de la naturaleza, narró la fabricación de la Piedra empleando los mismos términos que para la Pasión.
Por su parte, Basilio Valentín exclamaba: "Has de saber, estimado amante cristiano del arte, que la Santísima Trinidad ha creado la Piedra Filosofal de una forma brillante y maravillosa, pues Dios Padre es un espíritu aunque aparezca bajo la figura de un hombre... igualmente, debemos considerar el mercurio de los filósofos como un cuerpo espíritu ..."
Dom Pernety nos da también una interpretación hermética del mito cristiano. Señala, por ejemplo, que el Elixir es "originariamente una parte del espíritu universal del mundo, corporizado en una tierra virgen de la que debe ser extraído para superar todas las manipulaciones estipuladas antes de llegar a su fin de gloria y perfección inmutable. En la primera operación es torturado hasta derramar su sangre; muere en la putrefacción; cuando el color blanco sucede al negro, sale de las tinieblas y de la tumba y resucita glorioso; sube al cielo, pura quintaesencia; desde allí juzga a los vivos y a los muertos"
11. Si los tratados se sirven de la pasión y resurrección del Cristo como una alegoría de la Gran Obra, también toman prestado del cristianismo otras materias de fe como el dogma de la Trinidad. La tríada divina corresponde alquímicamente a la del azufre, el mercurio y la sal (los tres gérmenes de la Obra) o a la de sus análogos: el alma, el espíritu
* y el cuerpo. Para los hermetistas el hombre lleva en su alma la fuerza solar y la del oro. Su espíritu contiene en sí mismo la fuerza lunar y mercurial mientras que su cuerpo encierra la fuerza de la sal
12. Bernardo el Trevisano resume como sigue la constitución tripartita del hombre y de la Piedra: "Existe la trinidad en la unidad y la unidad en la trinidad y en ella están cuerpo, espíritu y alma. Y allí también están el azufre, el mercurio y el arsénico"
13.
Esta asimilación del dogma cristiano informó la redacción por un monje alemán a principios del siglo XV de una obra alquímica titulada Libro de la Trinidad. Este clérigo es uno de los que, por su cultura y erudición, pudieron implantar y cultivar la alquimia en Occidente. Nos permite afirmar que, para una buena parte del clero, la alquimia no estaba en contradicción con la fe cristiana, sino que la iluminaba bajo otros aspectos con expresiones diferentes. La alquimia fue adoptada como una disciplina espiritual, empleando medios diferentes pero expresando una misma mística. La práctica que tenían los monjes alquimistas en manejar textos litúrgicos hizo que los textos herméticos utilizaran muy a menudo expresiones del Evangelio modificando ligeramente su forma, tal y como puede leerse en el siguiente pasaje del Pequeño rosal: "En verdad, en verdad que muchos falsos filósofos vendrán a mí e introducirán a los humildes en el error"
15. De la misma manera la parábola del sembrador y de la semilla que debía morir en la tierra para germinar ilustra una gestación del Oro Filosófico.
Podemos rastrear esta vena religiosa a través de toda la literatura alquimista y volveremos a tropezar con abundantes símbolos cristianos, ya sean del antiguo o del Nuevo Testamento. Por ejemplo, leemos en el Libro de la Doce Puertas de Ripley que "el mundo y la Piedra han nacido de una masa informe. La caída de Lucifer, y el pecado original, simbolizan la corrupción de los metales innobles"
15.
Michael Maier recalca las relaciones entre la epopeya de Cristo y la de la Piedra tal y como la había narrado Melchor Cibinens, un alquimista húngaro autor de un rito alquímico basado en el gradual de la misa. "Melchor... hombre piadoso e iniciado en el sacerdocio, escribió y describió como un verdadero artista los arcanos de esta ciencia secretísima bajo una forma sagrada: la misa. Este hombre sabio comprendió que la Piedra Filosofal se caracterizaba por un nacimiento, una vida, una sublimación y una pasión en el fuego, después por una muerte en el color negro y tenebroso –y por último una resurrección y una vida en el color rojo, el más perfecto. A partir de ahí establece una relación entre la Piedra y la culminación de la salvación de los hombres, a saber: el nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo evocados todos ellos en la misa"
16.
Esta asimilación de la misa y de la obra alquímica expresa cabalmente los propósitos místicos de la ciencia de Hermes.
La Virgen, madre de Dios, fue también adoptada por el simbolismo hermético. A veces, se la comparó a la Piedra, principalmente por Petrus Bonus que nos dice: "Según los antiguos filósofos la Piedra se engendra ella misma tal como una Virgen que hubiera concebido sin concurso de hombre"
17. Algunos grabados nos la muestran amamantando por sí misma al Hijo, símbolo del oro, Imagen de la pureza, al igual que la Piedra, no está mancillada por la cópula. Señalemos con este motivo que la fase de la albedo o blanqueamiento de las materias era representada muy a menudo por la "Prostituta de Babilonia" devuelta al estado virginal. "El arte la purifica de toda mancha y la restituye la virginidad. Cuando se muestra en dicho estado, los filósofos la llaman la Virgen"
18.
La alquimia fue un método de perfección espiritual y de percepción de Dios. Entendiéndolo así, Georg von Welling escribía en el prólogo de su Opus mago-cabbalisticum "... no es nuestra intención enseñar cómo se fabrica el oro sino algo mucho más elevado: conocer cómo la naturaleza puede ser vista y reconocida como derivada de Dios, y Dios verse en la naturaleza"
19.
El alquimista llevaba a cabo una experiencia sagrada a la manera de los grandes místicos panteístas. Intentaba desembarazarse de su condición enturbiada de bajezas, ayudándose en la materia y principalmente en los metales que, como él mismo, debían morir antes de ser transmutados en oro, imagen de perfección. Para ello seguía el ejemplo del Hijo de Dios y de su pasión. La experiencia mística de los alquimistas nos aparece como una triple pasión y resurrección: las de la materia, el hombre y Dios. Otorga al sufrimiento redentor una mayor dimensión al asociar la materia al drama humano, mientras que, hasta entonces, no había sido sino un obstáculo. El alquimista se libera con y para la materia. En cierta forma, perfecciona el cristianismo.
Antología
1Cfr. M. Berthelot, Les origines de l'Alchimie, París, 1885, p. 10. [Hay ed. castellana en Mra, Los Orígenes de la Alquimia, Barcelona 2001.]
2Migne, Dictionnaire des apocryphes, T. I., p. 395.
3El texto de su primera conferencia, pronunciada en 1935, sobre el simbolismo alquímico de los sueños, Traum Symbole des Individuations-prozesses, apareció en 1936 en el vol. III del Eranos-Jahrbuch. En 1936 dio una segunda conferencia sobre los símbolos capitales de la alquimia, cuyo texto apareció en 1937 en el vol. IV del Eranos-Jahrbuch bajo el título Die Erlosungvorstellungen in der Alchemie. Estas conferencias se vieron acompañadas de penetrantes estudios: "Die Visionen des Zosimos", en el Eranos-Jahrbuch, V, 1937; "Paracelsus als geistige Erscheínung", en Paracelsica, Zurich, 1942; Von der Wurzeln des Bewussteins, Zurich, 1954; Die Psychologie der Uebertraugung, Zurich, 1946, y el desconcertante Mysterium Coniunctionis, aparecido en la misma ciudad en 1955. Jung reunió sus opiniones sobre la alquimia en un libro fundamental: Psychologie und Alchemie, aparecido en Zurich en 1944 (trad. por R. F. Hull, Psycbology and Alchemy, Londres, 1953). [en castellano: Psicología y Alquimia, Ed. Santiago Rueda, Buenos Aires 1987.] Antes de que Jung comenzara sus investigaciones alquímicas existía una sola obra de envergadura sobre el tema, la del discípulo de Freud, Herbert Silberer: Probleme der Mystik und ihre Symbolik, Viena, 1914 (trad. por S. E. Jeliffe, Problems of Mysticism and its Symbolism, Nueva York, 1917). Los psicólogos y los historiadores de las religiones han acogido favorablemente las tesis de Jung. M. Eliade, en Disque Vert, 1955, página 97-109, y en Forgerons et Alchimistes, París, 1956, pp. 201 y ss. (Hay trad. española, Herreros y alquimistas, Taurus. Madrid, 1959.) W. Pagel, "Jung's Views on Alchemy", en Isis, XXXIX, 1948, y G. Heym, en Ambix, 111, 1948. Para un estudio general de la obra de Jung, véase J. Jacobi, Die Psychologie von C. G. Jung, Zurich, 1940 (trad. por K. W. Bash, The Psychology of C. G. Jung, Londres, 1951; trad. francesa, La Psychologie de Jung, Ginebra, 1950).
4Cfr. G. Bachelard, La formation de l’esprit scientifique, París, 1947.
5J. Fabre, L’Abrégé des secrets chimiques, París, 1936.
6S. Hutin, L'Alchimie, París, 1961, p. 63.
7R. Alleau, Aspects de l'Alchimie traditionnelle, París, 1953, p. 119.
8Ibid., p.135.
9T. H., P. 33. Para una interpretación tradicional del Uroboros: Preisendanz, Aus der geschichte des Uroboros-Brauch und Sinnbild, y W. Deonna, "Ouroboros", en Artibus Asiae, XV, 1952.
10A. M. A., p. 197.
11D. M., art. "elixir".
*[Téngase en cuenta que aquí spiritus está utilizado en el sentido de animus o alma, es decir ‘lo que anima’, como es propio de la lexicografía teológica.]
12T. H., p. 55.
13En La Parole délaissée (T. H., p. 56).
14Correspondiente a Mateo, 24, 4: "Mirad que no os engañe nadie. 5. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: 'Yo soy el Cristo'."
15Citado por W. Ganzenmuller, A. M. A., 195.
16M. Maier, Symbola aureae mensae duodecim nationum .... Frankfurt, 1617, p. 509.
17A. M, A., p. 196.
18D. M., p. 408
19F. A., p. 171.
J. van Lennep es el autor de Alchimie, publicada por el Crédit Communal de Belgique con ocasión de la exposición del mismo título realizada en Bruselas (1984-85) [reeditada en 1991 por Dervy Livres]; entonces era agregado a los Musées Royaux des Beaux-Arts de Bélgica, y profesor de la Académie Royale des Beaux Arts de aquella ciudad. Este texto pertenece a su obra Arte y Alquimia publicada por Editora Nacional, Madrid 1978, agotada hace muchos años.