Los dioses que pueblan diversos panteones son también personificaciones simbólicas que permiten aprehender de algún modo la inmensidad inabarcable del cosmos. Del "pluribus" desgajamos un "unum", con el cual creemos entendernos algo más cercanamente. Y esos fragmentos, que dan forma a las pulsiones imprecisables de la mente, se erigen en dioses.
Formados en la tradición del cristianismo, "los dioses" por antonomasia siguen siendo, en buena medida, los del Olimpo grecorromano, aquellos que fueron aventados por la Cruz, a los que ya no reconocemos divinidad, que están oficialmente muertos y, sin embargo, prueban una bimilenaria capacidad de pervivencia.
Entre los doce olímpicos, el dios Mercurio es, tal vez, el de más vasta y multifacética simbología. Sus abundantísimas representaciones a lo largo de los siglos y hasta nuestros días, son fácilmente reconocibles por sus atributos principales: gorro y sandalias aladas, que aluden a la celeridad con que -en mente y cuerpo- se desplaza el mensajero de los dioses; y una vara de oro en torno a la cual se enroscan, en sentido inverso y en forma de ocho, dos serpientes: el caduceo.
Este último es, pro sí mismo, un símbolo más antiguo que el propio dios, y se lo ha encontrado en tablillas de Lagash, Mesopotamia, 2.600 años antes de Cristo. La sierpe es un símbolo ambiguo, con un aspecto benéfico y otro maligno. Es el animal opuesto al hombre, su rival y complemento, y de allí que ocupe un lugar protagónico en todas las mitologías. Jung ve en ella al animal que encarna la psique inferior, no racional ni voluntaria, el psiquismo oscuro, incomprensible, misterioso; pero es de esa fuente que surgen las inspiraciones inexplicables, los destellos intuitivos que iluminan repentinamente aquello a lo que no alcanza el solo raciocinio.
El caduceo integra las fuerzas contrarias, es el equilibrio dinámico de los dos aspectos de todo, la derecha y la izquierda, lo diurno y lo nocturno, la polaridad universal. La doble espiral de las serpientes figura esa dualidad de las corrientes cósmicas y remite al caos primordial, en el que se baten dos serpientes, como las ondas del agua y del fuego. Mercurio las separa y dispone en torno al eje del mundo, lo que hace al caduceo un símbolo de paz. Es asimismo, un símbolo de fecundidad, que se remonta a remotos orígenes indoeuropeos; su áurea vara central es la de los hechiceros y emblema del poder que da la riqueza y la prosperidad, y también el bastón de los heraldos -que anuncian- y báculo de los caminantes que recorren el mundo. Todavía más, es una figuración espiritualizada, tanto fálica como del árbol de la vida: es la penetración de los conocido en lo desconocido, en busca de una sabiduría de liberación y curación. De allí que el caduceo sea, también emblema universal de la ciencia médica: las sierpes -fuerzas vitales erráticas- transforman su veneno en remedio, cuando se ordenan en torno a la vía recta del justo medio, de la armonización de los deseos contrapuestos.
Con tan formidable arsenal, Mercurio está preparado para grandes tareas. Es un dios que evoluciona, a diferencia de otros, como Marte y Vulcano, por ejemplo, cuyas leyendas no sólo son magras en episodios, sino que muestran escaso desarrollo caracterológico. La historia de Mercurio, en cambio, abunda en episodios: apenas nacido de los amores de Zeus y Maya, la diosa portadora de las nubes de lluvia, engaña a su hermano Apolo, dios de la luz, el intelecto y las artes, robándole cincuenta bueyes que le estaban consagrados; pero llevado a juicio ante su padre, seduce a los olímpicos con el tañido de la lira que acaba de inventar -y, con ella, la música- tensando las tripas de una de sus víctimas sobre el caparazón de una tortuga. El padre Zeuz, deleitado por su ingenio, lo designa mensajero de los olímpicos y su acompañante en aventura y viajes. Apolo, aplacado, le perdona los bueyes a cambio de la lira -que en adelante sería su propio emblema- y aun le obsequia la vara de oro con la que dispensaba felicidad y bendiciones a quien quería favorecer, y con la que Mercurio fabrica el caduceo.
Ese episodio infantil lo erige, inicialmente, en dios de la sagacidad, la astucia, la versatilidad, el comercio. Mientras Apolo auspicia las más altas facultades del espíritu, Mercurio patrocina la sabiduría práctica y mundana. Pero, significativamente, una y otra se necesitan con reciprocidad -de allí el trueque de la lira y los bueyes-, y a eso alude el nombre mismo del dios, derivado de "mercari" -comerciar- o de "merx curare" -cuidar de las mercancías-. Tan importante es esa sabiduría, que le sa conmemora un día cada semana, el miércoles ("Mercurii dies").
Como hijo de la diosa de las nubes, es el dios de la lluvia fertilizante. Y así como con ésta fomenta la fecundidad de pastos y rebaños, la vara dispensadora de bendiciones que Mercurio recibe lo constituye en distribuidor de todos los bienes en las diferentes situaciones de la vida humana. COn ella hace prosperar las empresas de los hombres, en especial las del comercio. Su inventiva lo lleva a crear los signos para escribir, los guarismos para las matemáticas y también la astronomía. Su agilidad lo hace fundador de gimnasios y palestras, donde es modelo para la juventud. Y, dado que tanto viaja con mensajes, es también patrón de los viajeros, y guarda las rutas. Es el dios de los caminos, esto es, de las posibilidades. Por eso, en su honor, en esquinas y encrucijadas, calles y puertas, erigieron los griegos los "hermes", postes o pilares coronados por su efigie y dotados de poderosos atributos viriles. Tales hermes protegían los caminos, señalaban los límites y las direcciones, marcaban la propiedad, invocaban la fecundidad y la prosperidad.
La mutilación sacrílega de cientos de estos hermes en el verano de 415 a.C. causó un terremoto político en Atenas y estimó augurio funesto para la expedición ateniense a Sicilia, durante la guerra del Peloponeso, que, efectivamente, probó ser desastrosa. Una académica norteamericana, Eva Keuls, ha profundizado con severidad -en un tratado quizá involuntariamente ameno- en torno a este episodio del culto a Hermes, en el que reconoce, con entusiasmo, la primera revolución feminista de que haya registro. Omite ella mencionar que fue Hermes-Mercurio, dios de la elocuencia -a quien en los sacrificios se ofrendaba la lengua de la víctima- quien dotó a la primera mujer, Pandora, del don de mentir.
Pero Mercurio no sólo aborda asuntos más o menos prácticos, de ejecución de las políticas de los dioses, tales como transmitir a la ninfa Calipso la orden de que deje partir a Ulises (en la Odisea), o advertir a Eneas que debe dejar Cartago sin dilación (en la Eneida). Sus posibilidades van mucho más allá. Homero describe en la Ilíada (XXIV, 343, 344) cómo la vara de Mercurio "adormece los ojos de cuantos quiere, o despierta a aquellos que duermen". Por eso se le ofrece la última libación, antes de dormir, solicitándole buenos sueños. Y, en cuanto el sueño y la muerte son hermanos, es natural que Mercurio sea quien, caduceo en mano, acompaña a las almas de los muertos en su viajae al más allá. Así, "psicopompo" -conductor de almas- y mensajero a la vez, es la única divinidad que puede mediar entre los mundos de los dioses, de los hombres y de las sombras. Olimpo, Mundo, Hades, nada le es ajeno. "Hermes" significa, precisamente, mediador, intérprete.
Quien interpreta, debe hablar o escribir. Siendo así, Hermes-Mercurio representa el poder de lal palabra, en sus dos aspectos opuestros: lo que se guarda en secreto para los iniciados, y lo que se proclama para que nadie lo ignore.
Así, es al mismo tiempo, el dios del hermetismo y el de la hemenéutica -ambos términos derivan de su nombre-, el dios del misterio y del arte de descifrar. No casualmente, pues, lo han elegido para su nombre numerosos periódicos, desde el siglo XVIII hasta nuestros días.
El Egipto de los Ptolomeos, que fundió las civilizaciones faraónica y helénica, el de la biblioteca de Alejandría, dio la mayor importancia al "Hermes Trimegisto", esto es, el "tres veces más grande", inventor de todas las ciencias, quien guardaba celosamente sus secretos en libros misteriosos, fragmentos de los cuales han llegado hasta nosotros. En ellos, Hermes ha evolucionado hasta identificarse con el Verbo, el "logos spermatikos" de los gnósticos, esparcido por todo el universo. Sin duda, un notable desenvolvimiento desde el robo de los bueyes...
Una heredera del saber hermético, la alquimia medieval, identificó a Mercurio con la idea de la fluencia y la transformación, el devenir que tiene un objetivo superior, a cuyo descubrimiento los sabios dedican su vida. La alta especulación alquímica relacionó al dios mediador con el extraño metal líquido, de ilimitada capacidad de transformación y penetración, e hizo de éste el símbolo del anhelo esencial del alquimista, de transmutar la materia y el espíritu, llevándolos de lo inferior a lo superior, de lo mutable a lo estable. El eterno saber secreto -afirma GeBmann, un experto germano- simbolizó en Mercurio el eterno principio del espirítu en el hombre y en la naturaleza, esto es, el principio de pensamiento y la quintaesencia espiritual de todo cuando existe. Así, en Mercurio, el mediador universal, los opuestos se unen en una síntesis superior.
Hermético, sin duda. Pero, en cuanto a riqueza simbólica, es difícil ir más lejos. Un patrono auspicioso, como bien lo habían anticipado el propio Homero, quien dice de Mercurio que es el dios al cual le "es grato ayudar a los hombres como amigo" (Ilíada, XXIV, 335), y Aristófanes, según el cual "es el más humanitario" de los dioses (La paz, 394).
Extraído del libro "Sobre símbolos" de Francisco José Folch
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