miércoles, 30 de septiembre de 2009

CUENTOS - H. P. LOVECRAFT


DAGÓN
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Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.

Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!
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EL ÁRBOL DE LA COLINA
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Al sureste de Hampden, cerca de la tortuosa garganta que excava el río Salmón, se extiende una cadena de colinas escarpadas y rocosas que han desafiado cualquier intento de colonización. Los cañones son demasiado profundos, los precipicios demasiado escarpados como para que nadie, excepto el ganado trashumante, visite el lugar.
La última vez que me acerqué a Hampden la región -conocida como el infierno- formaba parte de la Reserva del Bosque de la Montaña Azul. Ninguna carretera comunica este lugar inaccesible con el mundo exterior, y los montañeses dicen que es un trozo del jardín de Su Majestad Satán transplantado a la Tierra. Una leyenda local asegura que la zona está hechizada, aunque nadie sabe exactamente el porqué. Los lugareños no se atreven a aventurarse en sus misteriosas profundidades, y dan crédito a las historias que cuentan los indios, antiguos moradores de la región desde hace incontables generaciones, acerca de unos demonios gigantes venidos del Exterior que habitaban en estos parajes.

Estas sugerentes leyendas estimularon mi curiosidad. La primera y, ¡gracias a Dios!, última vez que visité aquellas colinas tuvo lugar en el verano de 1938, cuando vivía en Hampden con Constantine Theunis. Él estaba escribiendo un tratado sobre la mitología egipcia, por lo que yo me encontraba solo la mayoría del tiempo, a pesar de que ambos compartíamos un pequeño apartamento en la Calle Beacon que miraba a la infame Casa del Pirata, construida por Exer Jones hacía sesenta años.

La mañana del 23 de junio me sorprendió caminando por aquellas siniestras y tenebrosas colinas que a aquellas horas, las siete de la mañana, parecían bastante ordinarias. Me alejé siete millas hacia el sur de Hampden y entonces ocurrió algo inesperado. Estaba escalando por una pendiente herbosa que se abría sobre un cañón particularmente profundo, cuando llegué a una zona que se hallaba totalmente desprovista de la hierba y vegetación propia de la zona. Se extendía hacia el sur, y pensé que se había producido algún incendio, pero, después de un examen más minucioso, no encontré ningún resto del posible fuego. Los acantilados y precipicios cercanos parecían horriblemente chamuscados, como si alguna gigantesca antorcha los hubiese barrido, haciendo desaparecer toda su vegetación. Y aun así seguía sin encontrar ninguna evidencia de que se hubiese producido un incendio... Caminaba sobre un suelo rocoso y sólido sobre el que nada florecía.

Mientras intentaba descubrir el núcleo central de esta zona desolada, me di cuenta de que en el lugar había un extraño silencio. No se veía ningún ave, ninguna liebre, incluso los insectos parecían rehuir la zona. Me encaramé a la cima de un pequeño montículo, intentando calibrar la extensión de aquel paraje inexplicable y triste. Entonces vi el árbol solitario.
Se hallaba en una colina un poco más alta que las circundantes, de tal forma que enseguida lo descubrí, pues contrastaba con la soledad del lugar. No había visto ningún árbol en varias millas a la redonda: algún arbusto retorcido, cargado de bayas, que crecía encaramado a la roca, pero ningún árbol. Era muy extraño descubrir uno precisamente en la cima de la colina.

Atravesé dos pequeños cañones antes de llegar al sitio; me esperaba una sorpresa. No era un pino, ni un abeto, ni un almez. Jamás había visto, en toda mi existencia, algo que se le pareciera; ¡y, gracias a Dios, jamás he vuelto a ver uno igual! Se parecía a un roble más que a cualquier otro tipo de árbol. Era enorme, con un tronco nudoso que media más de un metro de diámetro y unas inmensas ramas que sobresalían del tronco a tan sólo unos pies del suelo. Las hojas tenían forma redondeada y todas tenían un curioso parecido entre sí. Podría parecer un lienzo, pero juro que era real. Siempre supe que era, a pesar de lo que dijo Theunis después.

Recuerdo que miré la posición del sol y decidí que eran aproximadamente las diez de la mañana, a pesar de no mirar mi reloj. El día era cada vez más caluroso, por lo que me senté un rato bajo la sombra del inmenso árbol. Entonces me di cuenta de la hierba que crecía bajo las ramas. Otro fenómeno singular si tenemos en cuenta la desolada extensión de tierra que había atravesado. Una caótica formación de colinas, gargantas y barrancos me rodeaba por todos sitios, aunque la elevación donde me encontraba era la más alta en varias millas a la redonda.

Miré el horizonte hacia el este, y, asombrado, atónito, no pude evitar dar un brinco. ¡Destacándose contra el horizonte azul sobresalían las Montañas Bitterroot! No existía ninguna otra cadena de picos nevados en trescientos kilómetros a la redonda de Hampden; pero yo sabía que, a esta altitud, no debería verlas. Durante varios minutos contemplé lo imposible; después comencé a sentir una especie de modorra.

Me tumbé en la hierba que crecía bajo el árbol. Dejé mi cámara de fotos a un lado, me quité el sombrero y me relajé, mirando al cielo a través de las hojas verdes. Cerré los ojos. Entonces se produjo un fenómeno muy curioso, una especie de visión vaga y nebulosa, un sueño diurno, una ensoñación que no se asemejaba a nada familiar. Imaginé que contemplaba un gran templo sobre un mar de cieno, en el que brillaba el reflejo rojizo de tres pálidos soles. La enorme cripta, o templo, tenía un extraño color, medio violeta medio azul. Grandes bestias voladoras surcaban el nuboso cielo y yo creía sentir el aletear de sus membranosas alas. Me acerqué al templo de piedra, y un portalón enorme se dibujó delante de mí. En su interior, unas sombras escurridizas parecían precipitarse, espiarme, atraerme a las entrañas de aquella tenebrosa oscuridad. Creí ver tres ojos llameantes en las tinieblas de un corredor secundario, y grité lleno de pánico.

Sabía que en las profundidades de aquel lugar acechaba la destrucción; un infierno viviente peor que la muerte. Grité de nuevo. La visión desapareció. Vi las hojas y el cielo terrestre sobre mí. Hice un esfuerzo para levantarme. Temblaba; un sudor gélido corría por mi frente. Tuve unas ganas locas de huir; correr ciegamente alejándome de aquel tétrico árbol sobre la colina; pero deseché estos temores absurdos y me senté, tratando de tranquilizar mis sentidos. Jamás había tenido un sueño tan vívido, tan horripilante. ¿Qué había producido esta visión? Últimamente había leído varios de los libros de Theunis sobre el antiguo Egipto... Meneé la cabeza y decidí que era hora de comer algo. Sin embargo, no pude disfrutar de la comida. Entonces tuve una idea.

Saqué varias instantáneas del árbol para mostrárselas a Theunis, seguro de que las fotos lo sacarían de su habitual estado de indiferencia. A lo mejor le contaba el sueño que había tenido... Abrí el objetivo de mi cámara y tomé media docena de instantáneas del árbol. También hice otra de la cadena de picos nevados que se extendía en el horizonte. Pretendía volver y las fotos podrían servir de ayuda... Guardé la cámara y volví a sentarme sobre la suave hierba. ¿Era posible que aquel lugar bajo el árbol estuviera hechizado?

Sentía pocas ganas de irme... Miré las curiosas hojas redondeadas. Cerré los ojos. Una suave brisa meció las ramas del árbol, produciendo musicales murmullos que me arrullaban. Y, de repente vi de nuevo el pálido cielo rojizo y los tres soles. ¡Las tierras de las tres sombras! Otra vez contemplaba el enorme templo. Era como si flotase en el aire, ¡un espíritu sin cuerpo explorando las maravillas de un mundo loco y multidimensional! Las cornisas inexplicables del templo me aterrorizaban, y supe que aquel lugar no había sido jamás contemplado ni en los más locos sueños de los hombres. De nuevo aquel inmenso portalón bostezó delante de mí; y yo era atraído hacia las tinieblas del interior. Era como si mirase el espacio ilimitado. Vi el abismo, algo que no puedo describir en palabras; un pozo negro, sin fondo, lleno de seres innominables y sin forma, cosas delirantes, salvajes, tan sutiles como la bruma de Shamballah. Mi alma se encogió. Tenía un pánico devastador. Grité salvajemente, creyendo que pronto me volvería loco. Corrí, dentro del sueño corrí preso de un miedo salvaje, aunque no sabía hacia dónde iba... Salí de aquel horrible templo y de aquel abismo infernal, aunque sabía, de alguna manera, que volvería...

Por fin pude abrir los ojos. Ya no estaba bajo el árbol. Yacía, con las ropas desordenadas y sucias, en una ladera rocosa. Me sangraban las manos. Me erguí, mirando a mi alrededor. Reconocí dónde me hallaba: ¡era el mismo sitio desde donde había contemplado por primera vez toda aquella requemada región! ¡Había estado caminando varias millas inconsciente! No vi aquel árbol, lo cual me alegró... incluso las perneras del pantalón estaban vueltas, como si me hubiese estado arrastrando parte del camino... Observé la posición del sol. ¡Atardecía! ¿Dónde había estado? Miré la hora en el reloj. Se había parado a las 10:34...
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EL SER BAJO LA LUZ DE LA LUNA
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Morgan no es hombre de letras; de hecho, su inglés carece del más mínimo grado de coherencia. Por eso me tienen maravillado las palabras que escribió, aunque otros se han reído.

Estaba sólo la noche en que ocurrió. De repente lo acometieron unos deseos incontenibles de escribir, y tomando la pluma redactó lo siguiente:

«Me llamo Howard Phillips. Vivo en la Calle College, 66, Providence, Rhode Island. El 24 de noviembre de 1927 -no sé siquiera en qué año estamos- me quedé dormido y tuve un sueño; y desde entonces me ha sido imposible despertar.

»Mi sueño empezó en un paraje húmedo, pantanoso y cubierto de cañas, bajo un cielo gris y otoñal, con un abrupto acantilado de roca cubierta de líquenes, al norte. Impulsado por una vaga curiosidad, subí por una grieta o hendidura de dicho precipicio, observando entonces que a uno y otro lado de las paredes se abrían las negras bocas de numerosas madrigueras que se adentraban en las profundidades de la meseta rocosa.

»En varios lugares, el paso estaba techado por el estrechamiento de la parte superior de la angosta fisura; en dichos lugares, la oscuridad era extraordinaria, y no se distinguían las madrigueras que pudiese haber allí. En uno de esos tramos oscuros me asaltó un miedo tremendo, como si una emanación incorpórea y sutil de los abismos tomara posesión de mi espíritu; pero la negrura era demasiado densa para descubrir la fuente de mi alarma.

»Por último, salí a una meseta cubierta de roca musgosa y escasa tierra, iluminada por una débil luna que había reemplazado al agonizante orbe del día. Miré a mi alrededor y no vi a ningún ser viviente; sin embargo, percibí una agitación extraña muy por debajo de mí, entre los juncos susurrantes de la ciénaga pestilente que hacía poco había abandonado.

»Después de caminar un trecho, me topé con unas vías herrumbrosas de tranvía, y con postes carcomidos que aún sostenían el cable fláccido y combado del trole. Siguiendo por estas vías, llegué en seguida a un coche amarillo que ostentaba el número 1852, con fuelle de acoplamiento, del tipo de doble vagón, en boga entre 1900 y 1910. Estaba vacío, aunque evidentemente a punto de arrancar; tenía el trole pegado al cable y el freno de aire resoplaba de cuando en cuando bajo el piso del vagón. Me subí a él, y miré en vano a mi alrededor tratando de descubrir un interruptor de la luz..., entonces noté la ausencia de la palanca de mando, lo que indicaba que no estaba el conductor. Me senté en uno de los asientos transversales. A continuación oí crujir la yerba escasa por el lado de la izquierda, y vi las siluetas oscuras de dos hombres que se recortaban a la luz de la luna. Llevaban las gorras reglamentarias de la compañía, y comprendí que eran el cobrador y el conductor. Entonces, uno de ellos olfateó el aire aspirando con fuerza, y levantó el rostro para aullar a la luna. El otro se echó a cuatro patas dispuesto a correr hacia el coche.

»Me levanté de un salto, salí frenéticamente del coche y corrí leguas y leguas por la meseta, hasta que el cansancio me obligó a detenerme... Huí, no porque el cobrador se echara a cuatro patas, sino porque el rostro del conductor era un mero cono blanco que se estrechaba formando un tentáculo rojo como la sangre.
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»Me di cuenta de que había sido sólo un sueño; sin embargo, no por ello me resultó agradable.
»Desde esa noche espantosa lo único que pido es despertar..., ¡pero aún no ha podido ser!
»¡Al contrario, he descubierto que soy un habitante de este terrible mundo onírico! Aquella primera noche dejó paso al amanecer, y vagué sin rumbo por las solitarias tierras pantanosas. Cuando llegó la noche aún seguía vagando, esperando despertar. Pero de repente aparté la maleza y vi ante mí el viejo tranvía... ¡A su lado había un ser de rostro cónico que alzaba la cabeza y aullaba extrañamente a la luz de la luna!

»Todos los días sucede lo mismo. La noche me coge como siempre en ese lugar de horror. He intentado no moverme cuando sale la luna, pero debo caminar en mis sueños, porque despierto con el ser aterrador aullando ante mí a la pálida luna; entonces doy media vuelta, y echo a correr desenfrenadamente.

»¡Dios mío! ¿Cuándo despertaré?»

Eso es lo que Morgan escribió. Quisiera ir al 66 de la Calle College de Providence; pero tengo miedo de lo que pueda encontrar allí.
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