Cada siglo, cada nación, cada país tiene sus prevenciones, sus enfermedades, sus modas, sus inclinaciones que los caracterizan, y que pasan y se suceden las unas a las otras; a menudo lo que ha parecido admirable en un tiempo, se convierte en lamentable y ridículo en otro. Se han visto siglos en los que todo giraba en torno de ciertas devociones, ciertos géneros de estudios, ciertos ejercicios. Se sabe que durante más de un siglo el gusto dominante en Europa era el viaje a Jerusalén. Reyes, príncipes, señores, obispos, eclesiásticos, religiosos, todos en masa allí acudían. Los peregrinajes a Roma han sido muy frecuentes y muy famosos en otro tiempo. Todo esto ha pasado. Se han visto provincias inundadas de flagelantes, y de ello no han sobrevivido más que las cofradías de penitentes que subsisten en algunos lugares.
Nosotros hemos visto en estas regiones saltarines y danzantes, que a cada instante saltaban y danzaban en las calles, en las plazas y hasta en las iglesias. Los convulsionarios de nuestros días parecen haberlos hecho revivir: la posteridad se sorprenderá, como nosotros nos burlamos hoy. Al fin del siglo XVI y al comienzo del XVII no se hablaba en Lorena más que de brujos y de brujas. Desde hace mucho tiempo ya no se hace cuestión de ello. Cuando la filosofía del señor Descartes apareció, ¿qué boga no tuvo? Se despreciaba la antigua filosofía; no se hablaba más que de experiencias físicas, de nuevos sistemas, de nuevos descubrimientos. Acaba de aparecer el señor Newton: todos los espíritus se han vuelto de su lado. El sistema del señor Law, los billetes de banco, los furores de la calle Quinquampoix, ¿qué movimiento no han causado en el reino? Una especie de convulsión se había apoderado de los franceses.
En este siglo, desde hace alrededor de unos sesenta años, una nueva escena se ofrece a nuestra vida en Hungría, Moravia, Silesia, Polonia: se ve, dicen, a hombres muertos desde hacia varios meses, que vuelven, hablan, marchan, infestan los pueblos, maltratan a los hombres y los animales, chupan la sangre de sus prójimos, los enferman, y, en fin, les causan la muerte: de suerte que no se pueden librar de sus peligrosas visitas y de sus infestaciones, más que exhumándolos, empalándolos, cortándoles la cabeza, arrancándoles el corazón o quemándolos. Se da a estos revinientes el nombre de upiros o vampiros, es decir, sanguijuelas, y se cuentan de particularidades tan singulares, tan detalladas y revestidas de circunstancias tan probables, y de informaciones tan jurídicas, que uno no puede casi rehusarse a la creencias que tienen en esos países, de que los revinientes parecen realmente salir de sus tumbas y producir los efectos que se les atribuyen.
La antigüedad ciertamente no ha visto ni conocido nada semejante. Pro mucho que se recorran las historias de los hebreos, egipcios, griegos y latinos, no se encontrará en ellas nada que se le aproxime.
En cierto que se observa en la historia, aunque raramente, que algunas personas, después de haber estado durante algún tiempo en la tumba y tenidas por muertas, han vuelto a la vida. Se verá, incluso, que los antiguos han creído que la magia podía dar la muerte y evocar las almas de los difuntos. Se citan algunos pasajes que prueban que en algunos tiempos se ha imaginado que los brujos chupaban la sangre de los hombres y de los niños, haciéndolos morir. Se ve también en el siglo XII en Inglaterra y en Dinamarca algunos revinientes semejantes a los de Hungría. pero en ninguna historia se lee mada tan común ni tan marcado como lo que se nos cuenta de los vampiros de Polonia, de Hungría y de Moravia.
La antigüedad cristiana suministra algunos ejemplos de personas excomulgadas, que han salido manifiestamente y a la vista de todo el mundo de sus tumbas y de las iglesias, cuando el diácono ordenaba retirarse a los excomulgados y a los que no comulgaban con los santos misterios. Desde hace varios siglos no se ha vuelto a ver nada semajante, aunque no se ignora que los cuerpos de algunos excomulgados, muertos en la excomunión y en las censuras, están inhumados en las iglesias.
La creencia de los nuevos griegos, que pretenden que los cuerpos de los excomulgados no se pudran en las tumbas, es una opinión que no tiene ningún fundamento, ni en la antigüedad, ni en la buena teología, ni ingluso en la historia. Esta convicción parece no haber sido inventada por los nuevos griegos cismáticos, ma´s que para autorizarse y afirmarse en su separación de la Iglesia Romana. La antigüedad cristiana creía, por el contrario, que la incorruptibilidad de un cuerpo era más bien una marca probable de la santidad de la persona, y una prueba de la protección particular de Dios sobre un cuerpo que ha sido durante su vida el templo del Espíritu Santo, y sobre una persona que ha conservado en la justicia y la inocencia el carácter del cristianismo.
Los brucolacos de Grecia y del archipiélago son ún revivientes de una nueva especie. Apenas se persuade uno que una nación tan espiritual como Grecia haya podido dar con una idea tan extraordinaria como ésta. Es preciso que la ignorancia o la prevención sean extremas entre ellos, proque no ha habido ni esclesiástico ni ningún otro escritor, que se haya propuesto engañarlos en esta mataeria.
La imaginación de los que creen que los muertos mastican en la tumba, y hacen un ruido más o m enos semejante al que los cerdos hacen al comer, es tan ridícula que no merece ser seriamente refutada.
Me propongo tratar aquí el asunto de los revinientes o vampiros de Hungría, Moravia, Silesia y Polonia, aun con riesgo de ser criticado sea cual sea la manera en que yo me comporte: los que los creen verdaderos me acusarán de temeridad y de presunción, por haberlos puesto en duda, o incluso haber negado su existencia y su realidad; los otros me echarán en cara haber empleado el tiempo el tiempo en tratar esta materia, que pasa por frívola e inútil en el espíritu de muchas gentes de buen sentido. De cualquier manera que se piense, yo me sentiré satisfecho de haber profundizado una cuestión que me ha parecido importante para la religión: pues si el retorno de los vampiros es real, importa defenderlo y probarlo; y si es ilusorio, es por tanto de interés de la religión desengañar a los que los creen verdaderos, y destruir un error que puede tener muy peligrosas consecuencias.
Agustin Calmet
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