jueves, 5 de abril de 2012

Carlos Mondaca - Poesía




EL RELOJ

Corazón del tiempo. Víctima que cuenta
sus penas, y tiene la voz de una gota,
monótana y fría, monótona y lenta:
vida que fluyera de una arteria rota...

Corazón-misterio. Como el alma nuestra.
Como nuestra vida. Corazón-misterio...
Pupila insondable, pálida y siniestra.
Claror de luna sobre un cementerio...

Corazón-misterio. Golpea, resuena
sordamente, como la caja postrera
con la mano trémula, como la cadena
de un desesperado que se enloqueciera...

Latido, sollozo, queja de la hora.
Rabia de la ola que se yergue y muere.
Lamento de un río que la mar devora.
Puñal implacable que en el alma hiera.

Pájaro fatídico de rígidas alas.
Fantasma de brazos grotescos e inertes.
Sombría sibila que muda señala
todos los caminos que van a la muerte.


LOS RECUERDOS

Son aves que se alejan en un vuelo
sin vuelta, los recuerdos... Y un momento,
queda en el corazón, como un lamento,
su aleteo de seda por el cielo.

Cuando tiende la noche el primer velo,
un recuerdo se va, pálido y lento...
-Hay aroma de flores en el viento.-
Y lo vemos partir sin desconsuelo.

Alguna vez se piensa en los ausentes:
y una vaga inquietud llora su queja,
y hay un leve temblor sobre la fuente.

Y apagado el temblor nada se siente:
pero en cada recuerdo que se aleja
vamos agonizando lentamente.


LAS CANTINAS

Me causan las cantinas una extraña impresión.
Pesan enormemente sobre mi corazón.

Yo no sé lo que siento. -Atracción; repugnancia.-
No lo sé; pero siento que se llena de un ansia
grande mi corazón.

-Yo vine a la cantina,
como han venido todos: porque una voz divina,
como una mar profunda, promete paz y olvido!

Yo tengo el alma triste porque me la han herido;
los ojos, dolorosos y oscuros, porque en ellos
se han reflejado todos los lívidos destellos
de la Ciudad.-Soy triste porque aquel viento amable,
que surgió del Oriente, me bañó en su incurable
tristeza, y desde entonces no supe amar la Vida!-

Y porque está la Vida despreciada y herida,
proque nosotros todos, los hijos de la tierra,
como hijos descastados, noa alzamos en guerra:
por eso la alegría se sumergió en su ocaso,
y en ansia la buscamos en el fondo del vaso!

Porque es nuestro verdugo mortal el pensamiento!
Porue tiene caricias de garra el sentimiento!
La vida está preñada de dolor: y por eso
nos hieren nuestras madres con su leche y su beso!
Llevamos el estigma de hielo en las arterias,
y en nuestra pobre carne se encarnan las miserias
de cien generaciones!

Por eso a la cantina
vamos buscando el fuego remoto en la divina
sangre de la vid; vamos buscando la energía
para ahogar la hidra de la melancolía!

Porque el hogar es triste, y en el hogar hay frío!
Porque anidó en las almas el reptil del hastío!
Y porque en la conquista del pan hemos vertido
lo mejor de nosotros: por eso hemos venido!...

Ya sé que en esos ojos, donde una llama brilla,
pondrá después su hielo de muerte la cuchilla;
pero sé que en la espuma que tiembla sobre el vaso
flota una augusta célula, y están en ella acaso
los gérmenes de un alma que brotará de un beso!

¿A qué venís a hablarme de crímenes y excesos?
¿A qué venís a hablarme de muertes y dolores,
si yo sé que, lo mismo que en la lluvia las flores,
en esa copa laten el héroe y el bandido?

¿A qué venís a hablarme de echarlas al olvido,
si son la nota blanca que alegra nuestro luto?
¿A qué venía a hablarme de echarlas al olvido,
si son la nota blanca que alegra nuestro luto?
¿A que atacáis el fruto,
si no arrancáis el árbol?

¡Haced la vida buena!

Y pueda ser que un día se rompa la cadena...
Se anunciará en oriente su claridad difusa;
será una luz muy blanca, blanca como una musa.
Y cuando al fin estalle con explosión de aurora,
y el sol germine nuevas vidas sobre el planeta,
ya no darán su sombra los árboles de ahora!

Y en el fondo del vaso lo contempló el poeta...


LA MUERTE DE D. QUIJOTE

A Enrique Álvarez A.

Se moría el heroico caballero;
le abrasaba la fiebre las entrañas:
volcán en que fundieran las montañas
la vida secular del ventisquero.

Rocinante soñaba con los viajes,
cuando al claror del sol o las estrellas,
fulguraba la gloria de sus huellas,
bajo la santidad de los ultrajes.

Y Rucio era feliz... Tranquilo y grave
bajo el inmenso dombo de los cielos,
pacía sin visiones, sin anhelos,
como el que todo ha visto y todo sabe...

Todos eran felices... Solamente
Don Quijote en su cruel melancolía,
más implacable cada vez sentía
la corona de angustia de su frente.

Y vió las grandes aspas del molino,
estremecidas en su alegre giro,
bajo un gran viento, como un gran suspiro,
por todas las crueldades del destino.

Sintió todo el dolor de las pedradas,
que lloviera sobre él el galeote,
el infame librado del garrote
con esfuerzos del alma y de la espada.

Y anegado en un piélago de pena,
comprendió que hasta Sancho lo engañaba,
que hasta esa alma sencilla era una esclava
de la humana maldad en la cadena.

Y entonces solamente brotó un largo
arroyo de sus ojos ya vidriosos,
un infinito llanto silencioso,
cuanto más silencioso más amargo.

Y al frío de la alcoba solitaria,
en el tedio infinito de sus horas,
ante la santa imagen seductora
arrodilló la mente visionaria.

Y en el silencio augusto de la noche,
vió sus dos ojos, como dos estrellas
y oyó la dulce voz de la doncella

con las melancolías del reproche.
Y fué un licor celeste su amargura,
y se olvidaron todos sus agravios;
y una santa sonrisa entre los labios,
entregó al Caballero su alma pura.

Pero no... Tú no has muerto, ¡oh Don Quijote!
Tú no puedes morir!... Es necesario
que otra vez ensagrientes tu calvario,
que otra vez te apedree el galeote.

Tú no puedes morir!... Ciñe tu espada,
cabalga el Rocinante de tu idea;
y otra vez a luchar por Dulcinea,
de cobardes y viles ultrajada.

Vuelve otra vez al mundo, ¡Caballero!
Llénanos con tu espíritu las almas,
y haz perecer las miserables calmas,
al homérico golpe de tu acero.

Dale a mi corazón tu santo ensueño,
tu infinita pasión, tu fe creadora,
tu sublime locura redentora...
¡Oh Don Quijote, venga a nos tu reino!


LA CIUDAD DE LA LUJURIA

Desde lejos la ví, como si ardiera
la Gran Ciudad en una inmensa hoguera.

Y oí tronar entre el incendio un canto,
que estremeció mi corazón de espanto,

que agudo y loco, en espantoso grito,
llenaba con sus ansias lo infinito;

y agonizaba el lúgubre alarido,
como el aullido de un león herido.

Atrajo la Ciudad mi tardo paso,
bajo el dolor sangriento del ocaso.

Entonces se abrasaron mis arterias
y me helaron los huesos sus miserias.

Y en el cielo, en la tierra, en toda cosa,
sentí la fiebre de una sed rabiosa;

Y una llama violenta en las entrañas
de las mujeres al amor extrañas.

Florecían sus senos como rosas,
de sutiles esencias venenosas,

E hinchábanse en estéril primavera,
como frutos maduros sus caderas.

El deseo en sus carnes opulentas,
como una garra de pantera hambrienta,

Yo las ví retorcerse como furias
bajo el beso mortal de la lujuria;

Y abrasadas de un vértigo implacable,
morir en un espasmo inacabable!...

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