sábado, 25 de agosto de 2007

Nietzsche Friedrich

Las cosas mismas en cuya solidez y fijeza cree la
cabeza estrecha del hombre o del animal no tie-
nen existencia propia alguna. Son los destellos y
los relámpagos de las espadas blandidas, el ful-
gor de la victoria en el combate de cualidades
opuestas... La consumación total en el fuego es
saciedad... La saciedad engendra el crimen (la
hybris)...¿Toda la historia del mundo sería acaso
el castigo de la hybris? ¿Lo múltiple, el resulta-
do de un crimen?... El fuego... juega... transfor-
mándose en agua y en tierra..., construye como
un niño castillos de arena..., los edifica, los des-
truye y... recomienza el juego desde el principio.
Un instante de saciedad. Luego, la necesidad lo
toma de nuevo... No es el instinto del crimen, es
el gusto del juego, depertado siempre de nuevo,
el que convoca nuevos mundos a la vida...
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La filosofía en la época trágica de los griegos
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HERÁCLITO
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Era orgulloso Heráclito; y cuando el orgullo anida en una filósofo, es un orgullo de grandes dimensiones. Su acción jamás lo condujo a buscar un "público", el aplaudo de las masas o el coro adulador de sus contemporáneos. Pertenecía a la naturaleza del filósofo recorrer las calles solitario. Sus dones están entre los más raros, son en cierto sentido contra natura, exclusivos y hostiles incluso a la mirada de dones semejantes. El muro de su suficiencia debía ser diamantino para no romperse o quebrarse, porque todo se movía en su contra. Su viaje hacia la inmortalidad estaba sembrado de más obstáculos que ningún otro, y sin embargo nadie puede creer con más seguridad que el filósofo que podrá alcanzar la inmortalidad a través de este camino. No sabía de dónde asirse si no era de las alas desplegadas de todos los tiempos, puesto que el desprecio de las cosas presentes e instantáneas compone la esencia de la gran naturaleza filosófica. Posee la verdad, y aunque el libertad de la rueda del tiempo el girar en uno o en otro sentido, nunca escapará a la verdad. Es importante saber que hombres como éstos vivieron una sola vez. Nunca osaremos imaginar el orgullo de Heráclito como una posibilidad ociosa. Todo esfuerzo hacia el conocimiento parece, por su naturaleza, eternamente insatisfecho e insatisfactorio. Por eso nadie, si no está informado por la historia, querrá creer en la realidad de una valoración de sí tan majestuosa como la que confiere la convicción de ser el único y dichoso pretendiente de la Verdad. Hombres como ésos viven en su propio sistema solar: y es allí donde hay que ir a buscarlos. Un Pitágoras, un Empédocles, trataban su propia persona con una estima más que humana, con un temor casi religioso; pero el lazo de la compasión, ligado a la profunda creencia en la transmigración de las almas y en la unidad de todo lo vivo, los conducía hacia los demás hombres para la salud de estos últimos. En cuanto al setimiento de soledad del que estaba penetrado el eremita efesio del templo de Artemisa, sólo podría experimentarse en medio de los sitios alpinos más desolados. Ningún sentimiento de piedad todopoderosa emana de él, ningún deseo de acudir en ayuda de otro, de curar o de salvar. Es un astro sin atmósfera. Su ojo, cuyo ardor se dirige totalmente al interior, no tieme más que una mirada extinta, glacial, como de puara apariencia hacia afuera. Alrededor de él las olas de la locura y de la perversidad golpean la fortaleza de su orgullo: él se vuelve con asco. Pero también los hombres de corazón evitan una máscara semejante, como fundida en bronce; en un santuario retirado, entre las imágenes de los dioses, a la sombra de una arquitectura fría, calma e inefable, todavía puede concebirse la existencia de tal ser. Entre los hombres, Heráclito, en tanto que hombre, era inconcebible; y si es cierto que contemplaba atentamente los juegos de los niños bulliciosos, es cierto también que al hacerlo soñaba con algo con lo que ningún hombre sueña en igual ocasion: con el juego del niño universal, Zeus. No tenía en lo más mínimo necesidad de los otros hombres, ni siquiera para su conocimiento; no se dedicaba a plantearles todas las preguntas que se les puede plantear, ni las que los sabios se habían esforzado en plantear antes que él. Hablaba con desprecio de esos hombres "históricos". "Yo me busco y me exploro a mí mismo", decía valiéndose de un término con el que se definía la profundización de un oráculo, como si fuera él el verdadero y único ejecutor de la sentencia délfica "conócete a ti mismo".
En cuanto a los que escuchaba en este oráculo, lo tenía por sabiduría inmortal y digno de interpretación eterna, de efecto ilimitado en el porvenir lejano, a semejanza de los discursos proféticos de la Sibila. Hay suficiente para la humanidad que habría de llegar más tarde, en tanto que quiera solamente interpretar, como sentencia oracular, lo que él, como el dios de Delfos, "ni expresó no calló". Y aunque su sentencia sea anunciada "sin sonrisa, sin ornamento ni perfume", sino más bien "como una boca espumante", es preciso que se perpetúe en los milenios del porvenir. Porque el mundo tiene eternamente necesidad de la verdad, tiene eternamente necesidad de Heráclito, aunque Heráclito no tenga en lo más mínimo necesidad él mismo. ¿Qué le importa a él su gloria?
La gloria en "¡los mortales en devenir perpetuo!", exclamaba con ironía. Su gloria concierne sin duda a los humanos, no le interesa a él mismo: la inmortalidad de los humanos tiene necesidad de él, y no él mismo de la inmortalidad del hombre Heráclito. Lo que supo ver, la doctrina de la ley en el devenir y del juego en la necesidad, debe desde entonces ser visto eternamente: ha levantado el telón del mayor entre todos los espectáculos.

miércoles, 1 de agosto de 2007


Violeta Parra

SOLITARIO SOLO
El sol me mezquina las horas del día
la noche me puebla todas mis orillas
así voy rodando como el ave herida,
me levanto, caigo, me paro enseguida.
Así voy rodando como el ave herida,
el viento me enreda en sus cuerdas frías.
El viento me arrastra con fuerza maligna,
si quiere quedarse mi cuerpo allá arriba,
se llenan mis huesos de llamas altivas,
el viento me viste, me baja enseguida.
Se llenan mis huesos de llamas altivas,
el viento me cubre su larga camisa.
La luz de los montes todo me encandila,
igual que la mano de terca nodriza las
nubes me entregan su llanto de arriba,
con la luz y el viento, me alargan la esquina.
Las nubes me entregan su llanto de arriba,
con la luz y el viento me paro enseguida.
Solitario solo como luna esquiva,
pa'escupir mis penas me falta saliva
la reseca el viento que siempre vigila,
para sepultarme en su negra brisa.
La reseca el viento que siempre vigila,
para sepultarme en frías cenizas.

Julio Cortázar

CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.