martes, 27 de noviembre de 2012

Sylvia Plath lee ''Daddy'' (subtítulos en español)


Gagaku


Yasunari Kawabata - Cuento



UN PUEBLO LLAMADO YUMIURA 

 Su hija Tagi vino a avisar que había llegado de visita una mujer que decía haberlo conocido treinta años antes en el pueblo de Yumiura, en Kyushu. Kozumi Shozuke lo pensó un momento y decidió hacerla pasar a la sala. Kozumi era escritor. Las visitas sin cita previa y a cualquier hora eran asunto de todos los días. Justo en ese momento había tres visitantes en la sala. Aunque los tres habían llegado por separado, los tres estaban conversando juntos. Eran las dos de una tarde en la que, a pesar de ser principios de diciembre, hacía calor. La cuarta visitante se arrodilló en el corredor de afuera y dejó la puerta corrediza abierta. Parecía avergonzada con los otros visitantes. -Por favor, pase usted -le dijo Kozumi. -En realidad, de hecho... -dijo la mujer con voz temblorosa-. Llevamos tanto tiempo sin vernos. Ahora mi apellido es Murano. Pero cuando nos conocimos era Tai. ¿No lo recuerda? Kozumi miró la cara de la mujer. Estaba entrando en los cincuenta pero se veía joven para su edad. Sus blancas mejillas tenían un suave tinte rojo. Sus ojos se veían aún grandes, tal vez porque no tenía la contextura gruesa propia de la edad madura. -¡Justo lo que pensaba! No hay duda de que usted es el Kozumi que conocí -dijo la mujer. Al mirarlo los ojos le brillaban de alegría. Su entusiasmo contrastaba con la seriedad de Kozumi, que la miraba intentando recordarla-. No ha cambiado usted en nada. La forma del perfil desde el oído a la barbilla. ¡Sí!, y también la parte alrededor de las cejas. ¡Está idéntico! Y así siguió, señalando rasgo por rasgo como si se tratara de una encuesta. A todo esto Kozumi se mostraba confundido pero también preocupado por su falta de memoria. La mujer vestía un haori negro bordado con el emblema de la familia. El gusto que denotaban su quimono y su obi era discreto. Sus ropas estaban usadas pero no hacían pensar en una familia venida a menos. Era pequeña de cuerpo y de cara. No llevaba anillos en sus cortos dedos. -Hace cerca de treinta años estuvo en el pueblo de Yumiura, ¿recuerda? Y tuvo entonces la gentileza de venir a mi habitación. ¿Ya se ha olvidado usted de eso? Fue el día del Festival del Puerto, hacia el atardecer... -¿Ah... ? Cuando Kozumi oyó que había ido a la habitación de una muchacha que sin duda había sido bonita hizo un esfuerzo aún mayor para recordar. Si eso había ocurrido treinta años atrás, tenía entonces veinticuatro o veinticinco años. Todavía no estaba casado. -Usted estaba con los profesores Kida Hiroshi y Akiyama Hisaro, e iban de viaje por Kyushu. Se quedaron en Nagasaki debido a una invitación que les hicimos para asistir al lanzamiento de un pequeño periódico de Yumiura. Kida Hiroshi y Akiyama Hisaro ya estaban muertos. Ambos novelistas, diez años mayores que Kozumi, lo habían alentado afectuosamente desde que tenía veintidós o veintitrés años. Hacía treinta años ya eran novelistas de primera línea. Era cierto que ellos dos habían estado de paseo por Nagasaki. Kozumi recordaba los diarios de ese viaje y las anécdotas que habían contado sobre él. Tanto los diarios como las anécdotas eran de sobra conocidos por el público literario. Por aquella época Kozumi comenzaba su carrera. Pero no estaba seguro de que hubiese sido invitado por dos escritores mayores que él a acompañarlos en un viaje a Nagasaki. Al revolver sin descanso su memoria, evocó nítidamente los rostros benévolos de Kida y Akiyama, y recordó los innumerables favores que le hicieron. Kozumi fue cayendo en un estado psicológico de dulces y suaves reminiscencias. Su expresión debió de haber cambiado porque la mujer le dijo: -Se está acordando, ¿verdad? -la voz de la mujer también cambió-. Yo acababa de hacerme cortar el pelo. Sentía frío desde las orejas hasta la nuca. ¿Recuerda que le dije que me sentía avergonzada? El otoño ya había terminado... Iba a salir el nuevo periódico en el pueblo y decidí dejarme el pelo corto para volverme reportera. Recuerdo muy bien que cuando sus ojos se fijaban en mi cuello yo me volvía como si me estuvieran tocando. De regreso usted me acompañó a mi habitación. Entonces abrí presurosa una caja de cintas del pelo y se las mostré. Creo que quería darle una evidencia de mi pelo largo, mostrándole las cintas con que lo había atado. Usted se sorprendió y me dijo que eran muchas. Es porque las cintas me gustaron desde niña. Los otros tres visitantes estaban callados. Una vez terminada la consulta de sus asuntos se habían quedado sentados, charlando entre ellos, hasta que llegó la mujer. Era natural que ahora dejaran hablar a Kozumi con la recién llegada. Pero había algo en la compostura de la mujer que los obligaba a permanecer en silencio. Los tres visitantes escuchaban la conversación con aire de no estar oyendo y sin mirar la cara ni de la mujer ni de Kozumi. -Cuando terminó la ceremonia de inauguración del periódico bajamos por la calle del pueblo que lleva hacia el mar. Había un atardecer arrebolado que parecía que iba a ocasionar un incendio en cualquier momento. Un color rojo cobrizo cubría los tejados. No olvido que usted me dijo que hasta mi cuello parecía de cobre. Yo le contesté que Yumiura era un sitio famoso por sus atardeceres. Y, es cierto, aún no he podido olvidar los atardeceres de Yumiura. El día en que nos conocimos hubo un lindo crepúsculo. Yumiura se llama así probablemente por su forma, pues es un pequeño puerto como un arco que hubiesen tajado a lo largo de la línea de la costa, siguiendo el contorno de la montaña. Los colores del atardecer se recogen en ese cuenco. Aquel día la bóveda del cielo con las nubes revueltas se veía más baja de lo que suele verse en otros lugares. La línea del horizonte parecía sorprendentemente cercana. Era como una bandada negra de aves migratorias que no pudiera traspasar la barrera de las nubes. No era que el color del cielo se reflejara en el mar; era como si el rojo encendido del cielo se hubiera fundido y mezclado totalmente con el agua en ese puerto pequeño. Había allí un barquito del festival adornado con una bandera, del que salía una música de flauta y tambores. Y había un niño en el bote. Usted comentó que si se hubiese raspado un fósforo al lado del quimono del niño, mar y cielo hubieran estallado en un instante como una llamarada. ¿Tiene algún recuerdo de eso ? -¡Pueees ... ! -Desde que mi esposo y yo nos casamos mi memoria parece haberse deteriorado lamentablemente. Tal vez no exista una felicidad tal que nos lleve a decidir no olvidar. Las personas que además de felices están ocupadas, como usted, no tienen tiempo libre para ponerse a recordar tonterías del pasado. Tal vez no lo necesitan... Pero para mí Yumiura ha sido toda mi vida un pueblo especial. -¿Estuvo mucho tiempo en Yumiura? -preguntó Kozumi. -No. Casi medio año después de haberlo conocido a usted fui a Numazu a casarme. De mis hijos, el mayor terminó la universidad y ahora está trabajando; la menor ya tiene edad suficiente para buscar marido. Yo nací en Shizuoka pero como no me entendía con mi madrastra me mandaron a Yumiura por un tiempo a casa de unos parientes. Por llevar la contraria, entré a trabajar en el periódico. Cuando mis padres se enteraron, me mandaron llamar y me forzaron a casarme. Así que sólo estuve siete meses en Yumiura. -Y, ¿su esposo es...? -Es sacerdote shintoísta en un santuario de Numazu. Al oír mencionar una profesión tan inesperada Kozumi miró la cara de la visitante. Existe una palabra que tal vez ahora no se use y me temo que produzca una impresión desfavorable sobre un peinado, pero la visitante tenía un corte de cabello al estilo Fuji, y fue esto lo que atrajo la mirada de Kozumi. -Antes se podía vivir muy bien como sacerdote shintoísta. Después de la guerra, sin embargo, día a día le es más difícil conseguir dinero. Tanto mi hijo como mi hija me apoyan, pero pelean con su padre por cualquier cosa. Kozumi sintió la zozobra del hogar de la mujer. -El santuario de Numazu es tan grande que no puede compararse con el templete donde se celebraba el festival de Yumiura, pero cuanto más grandes son, más complicados de manejar. Mi marido está en problemas por haber vendido sin consultar diez cedros que había en la parte de atrás del templo. Me vine a Tokio huyendo de eso. -... -Los recuerdos son algo por lo que deberíamos estar agradecidos ¿verdad? No importa en qué situación se meta el ser humano, los recuerdos del pasado son sin duda un don de los dioses. En el templete del camino que bajaba la ladera de Yumiura había muchos niños y usted sugirió que siguiésemos adelante sin detenernos. Sin embargo, alcanzamos a ver que había dos o tres flores de finos pétalos dobles en un pequeño arbusto de camelias, al lado de los baños. Yo todavía recuerdo esas camelias y pienso en quién pudo haber sido la persona de corazón tierno que plantó ese arbusto. Era claro que Kozumi se encontraba entre los personajes que aparecían en algún escenario de los recuerdos de la visitante. También Kozumi, seducido por sus palabras, sintió como si las imágenes de esa camelia y del atardecer en el puerto de Yumiura le llegaran flotando. Sin embargo, lo irritaba no poder entrar con la mujer en la misma región del mundo de sus reminiscencias. Estaban tan separados como están los vivos y los muertos en aquel país. La capacidad de memoria de Kozumi se había reducido en comparación con la de muchas personas de su edad. Le era usual sostener una larga conversación con alguien cuya cara le resultaba familiar sin recordar su nombre. A la ansiedad de esos momentos se venía a sumar el miedo. Ahora mismo, mientras intentaba inútilmente despertar sus propios recuerdos con la visitante, empezó a sentir que la cabeza le dolía. -Cuando me detengo a pensar en la persona que plantó aquella camelia se me ocurre que debería haber tenido más arreglada mi habitación en Yumiura. Usted sólo pasó por allí una vez y desde entonces han transcurrido más de treinta años sin vernos. Aunque, ¿no es verdad que entonces la había adornado un poco y que se veía como la habitación de una muchacha joven? Kozumi frunció el ceño y su expresión pareció tornarse más rígida. No podía recordar nada de esa habitación. -Le pido excusas por haberlo visitado tan de improviso, fue quizás grosero de mi parte... -dijo la mujer a modo de despedida-. Durante largo tiempo deseé verlo. Nada podía hacerme más feliz. Me pregunto si me permitiría visitarlo de nuevo. Hay muchas cosas que me gustaría conversar con usted. -Sí. Había algo que la mujer temía decir frente a los otros visitantes. El tono de su voz indicaba que no podía hacerlo. Kuzumi salió al corredor para despedirla. Al correr el panel de la puerta tras de sí casi no cree a sus propios ojos. La mujer había relajado la postura del cuerpo. Tenía la actitud corporal de una mujer que está frente a un hombre que la ha tenido en sus brazos. -¿La niña que salió a recibirme era su hija? -Así es. -Siento no haber visto a su esposa... Kozumi sin responder se adelantó hasta el umbral de la entrada. Desde allí le dijo a la mujer, que estaba de espaldas poniéndose los zori: -¿Así que fui a su habitación en un pueblo llamado Yumiura? -Sí -contestó ella, y lo miró por encima del hombro-. Me pidió que me casara con usted. En mi propio cuarto. -¿Sí...? -En aquella época yo ya estaba comprometida con mi actual esposo. Eso le dije. Me negué. Pero... Kozumi sintió un golpe en el pecho. Por más que tuviera pésima memoria, pensar que hubiera olvidado por completo una propuesta de matrimonio y que él mismo no fuera capaz de recordar a la muchacha, más que sorprendente le resultó ridículo. Nunca había sido el tipo de persona capaz de proponer matrimonio precipitadamente. -Usted fue muy amable y comprendió las circunstancias de mi negativa -dijo la mujer mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Después, con sus dedos cortos, sacó temblando una fotografía del bolso. -Estos son mis hijos. Ella es ahora mucho más alta que yo. Pero se parece mucho a mí cuando era joven. La muchacha se veía pequeña en la fotografía pero sus ojos estaban llenos de vida y la forma de la cara era hermosa. Kozumi fijó la mirada en la muchacha de la fotografía. ¿Sería posible que hace treinta años se hubiera visto con ella durante un viaje y le hubiera propuesto matrimonio? -Algún día le voy a traer a mi hija y si gusta podrá ver cómo era yo en aquel tiempo -dijo con lágrimas mezcladas en la voz-. Les he contado los detalles de lo que pasó con usted. Lo saben todo. Hablan de usted como si se tratara de algún ser querido. En ambos embarazos tuve unas náuseas terribles y me iba volviendo un poco loca. Después las náuseas se calmaban y cuando el niño comenzaba a moverse me daba por cavilar si no sería suyo. De vez en cuando me ponía a afilar un cuchillo en la cocina... Esto también se lo he contado a mis hijos. -Eso... No puede hacer eso. Kozumi no articuló más palabras. De todas maneras parecía que la mujer había sido extremadamente desgraciada a causa de Kozumi. También su familia lo había sido... O al contrario. Tal vez con el recuerdo de Kozumi pudo suavizar una vida extremadamente desgraciada. Y su familia había participado de eso en cierto modo... Pero ese pasado, el encuentro imprevisto con Kozumi en un pueblo llamado Yumiura, parecía vivir con intensidad en aquella mujer. En Kozumi, que de alguna manera había cometido una falta, ese mismo pasado se había perdido completamente y estaba muerto. -¿Quiere que le deje la fotografía? -preguntó ella. A lo cual Kozumi meneando la cabeza respondió que no. La figura pequeña de la mujer, caminando con pasos cortos, desapareció tras la puerta de entrada. Kozumi tomó del estante de libros un mapa detallado del Japón y un diccionario de nombres de ciudades y regresó a la salita. Los tres visitantes le ayudaron a buscar, pero en ningún lugar de Kyushu encontraron un pueblo llamado Yumiura. -¡Qué extraño! -dijo Kozumi. Levantó la cabeza, cerró los ojos y se puso a pensar-. No recuerdo siquiera haber estado en Kyushu antes de la guerra. Estoy seguro de que no. ¡Ya! La primera vez que estuve en Kyushu fui en avión, como corresponsal de la armada, a la base de las fuerzas especiales en Shikaya durante la batalla de Okinawa. La segunda fue una visita que hice a Nagasaki después de la explosión de la bomba atómica. Y fue en Nagasaki donde oí la historia de la visita de Kida y de Akiyama a la región, que había tenido lugar treinta años antes. Los tres visitantes expusieron por turnos su opinión sobre las ilusiones o fantasías de la mujer y se echaron a reír. Concluyeron que evidentemente estaba loca. Kozumi, sin embargo, pensaba que él también debía de estar loco. Había estado oyéndole la historia a la mujer, buscando en sus recuerdos mientras la escuchaba. En este caso, no había existido un pueblo llamado Yumiura, pero cuánto de su pasado, un pasado que él había olvidado y que para él ya no existía, podía ser recordado por otros. Después de su muerte, la visitante de hoy iba a pensar que Kozumi le había propuesto matrimonio en Yumiura. Para él no había diferencia entre uno y otro caso.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Bukowski: Born Into This [Subtítulos Español]


(El despertar) ALEJANDRA PIZARNIK


Alejandra Pizarnik - Poemas



A LA ESPERA DE LA OSCURIDAD

Ese instante que no se olvida,
Tan vacío devuelto por las sombras,
Tan vacío rechazado por los relojes,
Ese pobre instante adoptado por mi ternura,
Desnudo desnudo de sangre de alas,
Sin ojos para recordar angustias de antaño,
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
perdidas en el canto de los helados campanarios.

Ampáralo niña ciega de alma,
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego;
Abrázalo pequeña estatua de terror.
Señálale el mundo convulsionado a tus pies,
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro.
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.

Pero ese instante sudoroso de nada,
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca,
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos.


CAMINOS DEL ESPEJO

Sería inútil afirmar la realidad de los espejos, así como es vano pensar que sos real sólo porque esas ventanas a la nada devuelven tu reflejo. Pero hay un lenguaje, quizá secreto, un idioma hecho de ausencias. Tu desprecio se ve mejor en las sombras, y tus te amo se convierten en la intriga dudosa, (en una penosa sospecha) de que tu amor existe sólo en las letras.

El amor nunca muere, y si muere, no merece que ser recordado. Decir yo amé, es decir que nunca has amado.

Si en tus sueños sólo soy un fantasma, no evoques mi sombra ni conjures mis caricias. Jamás pienses en mis te amo pues no son para vos, sino para quien eras. No te engañes, un espejo en la oscuridad refleja la penumbra, y aunque no conozcas el idioma, existe un lenguaje secreto, atravesado por un sólo camino, y todos los espejos.


MÁS ALLÁ DE OLVIDO

alguna vez de un costado de la luna
verás caer los besos que brillan en mí
las sombras sonreirán altivas
luciendo el secreto que gime vagando
vendrán las hojas impávidas que
algún día fueron lo que mis ojos
vendrán las mustias fragancias que
innatas descendieron del alado son
vendrán las rojas alegrías que
burbujean intensas en el sol que
redondea las armonías equidistantes en
el humo danzante de la pipa de mi amor.


EL DESPERTAR

a León Ostrov

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
y sonríe detrás del viento
a mis delirios

Qué haré con el miedo
Qué haré con el miedo

Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos

Señor
El aire me castiga el ser
Detrás del aire hay monstruos
que beben de mi sangre

Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada.

Señor
Tengo veinte años
También mis ojos tienen veinte años
y sin embargo no dicen nada

Señor
He consumado mi vida en un instante
La última inocencia estalló
Ahora es nunca o jamás
o simplemente fue

¿Cómo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?

¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?

El principio ha dado a luz el final
Todo continuará igual
Las sonrisas gastadas
El interés interesado
Las preguntas de piedra en piedra
Las gesticulaciones que remedan amor
Todo continuará igual

Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde

Señor
Arroja los féretros de mi sangre

Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría
les destruía el corazón

Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo.


LA ENAMORADA 

Esta lúgubre manía de vivir,
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra Alejandra no lo niegues.

Hoy te miraste en el espejo
y te fue triste estabas sola
la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió.

Enviarás mensajes, sonreirás,
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado.

Oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú
te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!

domingo, 4 de noviembre de 2012

Haruki Murakami - Cuento



EL ESPEJO

Desde hace un rato os oigo hablar de experiencias que habéis vivido y, no sé, a mí me da la impresión de que este tipo de relatos puede dividirse en ciertas categorías. En la primera categoría se encuentran aquellas historias donde el mundo de los vivos está en esta orilla y el de los muertos en la opuesta, pero existen unas fuerzas que hacen que, bajo determinadas circunstancias, pueda cruzarse de una orilla a la otra. Son las historias de fantasmas, por ejemplo. Otras historias se basan en la existencia de ciertos fenómenos o de ciertas facultades que trascienden el común conocimiento tridimensional del hombre. Me refiero a la videncia o a los presentimientos. Creo que, grosso modo, podríamos dividirlas en estos dos grupos. Pues bien, según he podido constatar, las experiencias de la gente, pertenezcan a una u otra categoría, se limitan a un solo ámbito. Es decir, las personas que ven fantasmas los ven con frecuencia, pero no tienen presentimientos, y las personas que sí tienen presentimientos no suelen ver fantasmas. Desconozco la razón de que esto sea así, pero es evidente que existen ciertas disposiciones personales al respecto. Vamos, al menos ésa es mi impresión. Luego, por supuesto, están los que no se encuadran en ninguna de ambas categorías. Yo, por ejemplo. Llevo viviendo más de treinta años, pero jamás he visto una aparición. Sueños premonitorios o presentimientos jamás los he tenido. Me ha sucedido que, encontrándome con dos amigos en el mismo ascensor, ellos han visto un fantasma y a mí se me ha pasado por alto. Mientras ellos dos veían a una mujer vestida con un traje chaqueta gris, de pie a mi lado, yo habría jurado que allí, mujer, no había ninguna. Que estábamos los tres solos. No miento. Y ellos no son de los que van tomándole el pelo a los amigos. En fin, ésta es una experiencia muy siniestra, pero no altera el hecho de que yo no haya visto jamás un fantasma. Ni se me ha parecido nunca un espíritu, ni tengo poder paranormal alguno. Vamos, que mi vida debe de ser terriblemente prosaica. Sin embargo, una vez, una sola vez, me sentí tan aterrado que se me pusieron los pelos de punta. Hace ya más de diez años que pasó aquello, pero aún no se lo he contado a nadie. Incluso hablar de ello me causa terror. Me da la impresión de que, si lo menciono, volverá a ocurrir. Por eso me he callado hasta hoy. Pero esta noche todos habéis ido contando, por turno, experiencias aterradoras que habéis vivido y yo, como anfitrión, no puedo dar por finalizada la velada sin relataros, a mi vez, mi historia. Así que voy a atreverme a hablar de ello. ¡No, por favor! Ahorraos los aplausos. No creo que mi historia los merezca. Tal como he dicho antes, ni he visto fantasmas ni tengo ningún poder paranormal. Así que es posible que mi historia os parezca poco terrorífica y que os decepcione. En fin, si es así, que así sea. Aquí la tenéis. Acabé el instituto a finales de la década de los sesenta, unos años turbulentos, ya lo sabéis; era, de pleno, la época de las luchas estudiantiles contra el sistema. También yo me vi arrastrado por aquella oleada, así que rehusé ingresar en la universidad y decidí vagar unos cuantos años por Japón, trabajando con mis propias manos. Creía que ése era el modo de vida correcto. En fin, cosas de la juventud. Ahora, cuando pienso en aquellos días, me parecen muy felices. Dejando aparte la cuestión de si aquél era el modo de vida correcto o equivocado, si volviera a nacer, posiblemente volvería a hacer lo mismo. Durante el otoño de mi segundo año errático trabajé un par de meses como vigilante nocturno en una escuela. En un instituto de una pequeña población de Niigata. Durante todo el verano había trabajado muy duro y me apetecía tomarme un respiro. Y hacer de vigilante nocturno no era un trabajo que deslomara a nadie. Durante el día me dejaban dormir en las dependencias de los bedeles y, por la noche, sólo tenía que dar dos rondas por el recinto de la escuela. En las horas que me quedaban libres escuchaba discos en la sala de música, leía en la biblioteca o jugaba al baloncesto en el gimnasio. Allí solo, por la noche, se estaba muy bien. ¿Que si tenía miedo? No, no. ¡Qué va! A los dieciocho o diecinueve años se desconoce el miedo. Seguro que no habéis trabajado nunca de vigilante nocturno, así que, antes que nada, voy a explicaros un poco qué es lo que hay que hacer. Hay dos rondas de inspección, la primera a las nueve de la noche y la segunda a las tres de la madrugada. Así está establecido. La escuela era un edificio bastante nuevo, de hormigón, de tres plantas, y el número de aulas estaba sobre las dieciocho o veinte. No era muy grande. También estaban la sala de música, el aula de labores del ho-gar, el aula de dibujo y, además, la sala de profesores y el despacho del director. Aparte de las dependencias de la escuela estaban el comedor, la piscina, el gimnasio y el salón de actos. Y yo sólo tenía que darme una vuelta por allí. Eran veinte los puntos que tenía que inspeccionar, y yo iba de una dependencia a otra, echaba una ojeada y ponía con el bolígrafo «OK» en el papel. Sala de profesores: OK; Laboratorio: OK... Claro que habría podido quedarme tumbado en la habitación de los bedeles y haber ido marcando OK, OK en todas las casillas. Pero nunca descuidé mi trabajo hasta ese punto. En primer lugar, no requería un gran esfuerzo y, además, de haberse colado algún tipejo dentro, al primero a quien hubiera sorprendido durmiendo habría sido a mí. Así que, a las nueve de la noche y a las tres de la mañana, me hacía con una linterna grande y una espada de madera y recorría la escuela de una punta a la otra. Con la linterna en la mano izquierda y la espada en la derecha. En el instituto había practicado kendo y tenía gran confianza en mi habilidad. Mientras mi contrincante no fuera un profesional, no me daba miedo aunque llevase una auténtica espada japonesa. Hablo de aquella época, claro. Hoy, saldría corriendo. Era una noche ventosa de principios de octubre. No hacía frío. Más bien hacía calor. Desde el anochecer pululaban los mosquitos. A pesar de estar en otoño, recuerdo que había tenido que encender dos barritas de incienso para ahuyentar los mosquitos. El viento ululaba. Justo aquel día, la puerta de la piscina se había roto y golpeaba con furia agitada por el viento. Se me pasó por la cabeza arreglarla, pero estaba demasiado oscuro. Y la puerta estuvo toda la noche abriéndose y cerrándose con estrépito. En la ronda de las nueve no descubrí nada anormal. OK en los veinte puntos. Las puertas estaban cerradas con llave, todo estaba donde tenía que estar. Ninguna novedad. Volví a las dependencias de los bedeles, puse el despertador a las tres y me dormí. Cuando el despertador sonó a las tres de la madrugada, me asaltó una extraña e indefinible sensación. No puedo explicarlo bien, pero me sentía raro. En concreto, no me apetecía levantarme. Era como si hubiera algo que estuviese anulando mi voluntad de incorporarme. A mí nunca me había costado levantarme de la cama, así que aquello me resultaba inconcebible. Con gran esfuerzo logré ponerme en pie y me dispuse a hacer la ronda. La puerta seguía golpeando con estrépito. No obstante me dio la sensación de que el sonido era distinto. Podían ser simples impresiones, ya lo sé, pero me sentía extraño en mi propia piel. «¡Qué raro! No me apetece nada hacer la ronda», pensé. Pero fui, claro está. Porque ya se sabe. En cuanto haces trampas una vez, ya no hay quien lo pare. Así que agarré la linterna y la espada de madera y salí de las dependencias de los bedeles. Era una noche odiosa. El viento soplaba cada vez más fuerte, el aire era más y más húmedo. La piel me picaba, no lograba concentrarme. En primer lugar, miré el gimnasio y el salón de actos. OK en ambos. La puerta seguía abriéndose y cerrándose con estrépito, parecía la cabeza de un demente haciendo gestos afirmativos y negativos. Sin regularidad alguna. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Ya sé que es una comparación extraña, pero a mí me dio esa sensación. De verdad. En el interior de la escuela tampoco hallé ninguna anomalía. Todo estaba como siempre. Di una vuelta rápida y marqué OK en todas las casillas. Después de todo, no había ocurrido nada. Aliviado, me dispuse a volver a las dependencias de los bedeles. El último punto que había que inspeccionar era el cuarto de las calderas, en el extremo este del edificio. Las dependencias de los bedeles estaban en el extremo oeste. Por lo tanto, yo tenía que cruzar un largo pasillo de la planta baja para volver a mi habitación. Un pasillo negro como el carbón. Si había luna, estaba iluminado por su pálida luz, pero si no, no se veía nada en absoluto. Yo avanzaba dirigiendo el haz de luz de la linterna hacia delante. Aquella noche se aproximaba un tifón y no había luna. Muy de cuando en cuando se abría un jirón entre las nubes, pero la noche volvía a ser pronto tan oscura como boca de lobo. Avanzaba a un paso más rápido de lo habitual. Las suelas de goma de las zapatillas de baloncesto producían pequeños chirridos al pisar el pavimento de linóleo. El pavimento era de color verde. De un verde oscuro como el musgo. Aún lo recuerdo. A medio pasillo se encontraba el vestíbulo. Me disponía a dejarlo atrás cuando: «¡Oh!», tuve un sobresalto. Me había parecido ver una figura en la oscuridad. Un sudor frío manó de mis axilas. Agarré con fuerza la espada de madera, me volví en aquella dirección. Apunté hacia allí el haz de luz de la linterna. Era por la zona donde estaba el mueble zapatero. Y era yo. Es decir, un espejo. Ni más ni menos. Era mi figura reflejada en un espejo. La noche anterior no había ninguno, seguro que acababan de colocarlo allí. ¡Vaya susto! Era un espejo grande, de cuerpo entero. Al tiempo que me tranquilizaba, me iba sintiendo ridículo. «¡Seré imbécil!», pensé. Plantado ante el espejo dirigí hacia abajo el haz de luz de la linterna, me saqué un cigarrillo del bolsillo y lo encendí. Di una calada contemplando mi imagen reflejada en el espejo. La tenue luz de las farolas penetraba por las ventanas y llegaba hasta el espejo. A mis espaldas, la puerta de la piscina seguía dando golpes impulsada por el viento. A la tercera calada me asaltó, de pronto, una sensación muy extraña. La imagen del espejo no era la mía. De hecho, sí, su aspecto exterior era idéntico al mío. No cabía la menor duda. Pero no acababa de ser yo. Lo supe instintivamente. No. No es exacto. Hablando con precisión, sí era yo. Pero era otro yo. Un yo que jamás debería haber tomado forma. No me lo explico, me entendéis, ¿verdad? Es que ésa es una sensación terriblemente difícil de traducir en palabras. Sin embargo, lo único que comprendí entonces era que él me odiaba con todas sus fuerzas. Con un odio parecido a un poderoso iceberg que flota en un mar oscuro. Con un odio que no podrá ser jamás aliviado por nadie. Eso es lo único que comprendí. Me quedé plantado ante el espejo, atónito. El cigarrillo se me escapó por entre los dedos y cayó al suelo. El cigarrillo del espejo también cayó al suelo. Nos contemplábamos el uno al otro. No podía moverme, como si estuviera atado de pies y manos. Poco después, él movió una mano. Se acarició el mentón con las yemas de los dedos de la mano derecha y, luego, muy despacio, fue deslizando los dedos hacia arriba, como un insecto que le reptara por el rostro. Me di cuenta de que yo estaba imitando sus gestos. Como si fuera yo la imagen del espejo. O sea, que era él quien estaba intentando controlarme a mí. Mueble donde, en este caso, los niños dejan los zapatos tras quitárselos antes de entrar en la escuela. (N. de la T) En aquel momento hice acopio de las fuerzas que me quedaban y solté un alarido. Exclamé «¡Uoo!» o «¡Uaa!», o algo así. Entonces, las ataduras se aflojaron un poco y arrojé con todas mis fuerzas la espada de madera contra el espejo. Se oyó un ruido de cristales rotos. Eché a correr hacia mi habitación sin volverme una sola vez, cerré la puerta con llave y me cubrí con la manta. Me preocupaba el cigarrillo que había dejado caer en el pasillo. Pero fui incapaz de volver. El viento siguió soplando. La puerta de la piscina continuó golpeando con estrépito hasta poco antes del amanecer. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Supongo que adivinaréis cómo termina la historia. Eso es, el espejo no había existido jamás. Cuando el sol ascendió por el horizonte, el tifón ya se había alejado. El viento amainó y el sol continuó arrojando sus rayos cálidos y claros. Me acerqué al vestíbulo. Había una colilla en el suelo. Había una espada de madera en el suelo. Pero no había ningún espejo. Nunca lo hubo. Nadie había emplazado jamás un espejo al lado del mueble zapatero. Ésta es la historia. Así que no vi ningún fantasma. Lo único que yo vi fue... a mí mismo. Pero aún no he podido olvidar el terror que experimenté aquella noche. Y siempre pienso lo siguiente: «El hombre únicamente se teme a sí mismo». ¿Qué opináis vosotros? Por cierto, posiblemente os hayáis dado cuenta de que en esta casa no hay ningún espejo. Y, ¿sabéis?, se tarda bastante tiempo en aprender a afeitarse sin mirarse al espejo. De verdad.