viernes, 20 de noviembre de 2009

miércoles, 18 de noviembre de 2009

CUENTOS - Guy de Maupassant


CARTA DE UN LOCO
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Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.
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Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso.

Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.»

He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad.

En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.

Inseguros, porque únicamente son las propiedades de nuestros órganos las que determinan para nosotros las propiedades aparentes de la materia.

Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidos más que cinco, el campo de sus investigaciones y la naturaleza de sus revelaciones se hallan necesariamente muy restringidos.
Me explico: la vista nos indica las dimensiones, las formas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos.
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No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seres de dimensión media, proporcionados a la estatura humana, lo cual nos lleva a aplicar la palabra grande a determinadas cosas y la palabra pequeño a otras, sólo porque su debilidad no le permite conocer lo que es demasiado vasto o demasiado menudo para él. De ahí resulta que no se sabe ni se ve casi nada, que el universo casi entero le queda oculto, la estrella que habita el espacio y el animálculo que habita la gota de agua.
Incluso aunque tuviera cien millones de veces su potencia normal, aunque viese en el aire que respiramos todas las especies de seres invisibles, así como los habitantes de los planetas próximos, todavía quedarían numerosos infinitos de especies de animales más pequeños y mundos tan lejanos que jamás alcanzaría.

Así pues, todas nuestras ideas de proporción son falsas porque no hay límite posible en la magnitud ni en la pequeñez.

Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las formas no tiene ningún absoluto al venir determinada únicamente por la potencia de un órgano y por una comparación constante con nosotros mismos.

Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz de ver lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña. Lo confunde con el aire que tampoco ve.

Pasemos al color.

El color existe porque nuestra vista está hecha de modo que transmite al cerebro, en forma de color, las diversas formas en que los cuerpos absorben y descomponen, siguiendo su constitución química, los rayos luminosos que dan en ellos.

Todas las proporciones de esa absorción y de esa descomposición constituyen matices.
Así pues, este órgano impone a la inteligencia su modo de ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar las dimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y la materia.

Analicemos el oído.

Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso de la vista, de ese órgano fantasioso.
Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración de la atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nuestra oreja cierta pielecilla que trueca inmediatamente en ruido lo que en realidad no es otra cosa que una vibración.

La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la propiedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos, y de sentidos diferentes según el número de vibraciones, todos los estremecimientos de las ondas invisibles del espacio.
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Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo en el breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitido crear un arte extraño, la música, la más poética y precisa de las artes, vaga como un sueño y exacta como el álgebra.

¿Qué decir del gusto y del olfato? ¿Conoceríamos los perfumes y la calidad de los alimentos sin las propiedades peregrinas de nuestra nariz y nuestro paladar?
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Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído, sin gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción del ruido, del sabor y del olor.
Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos, desconoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos algunos más, descubriríamos a nuestro alrededor una infinidad de otras cosas que nunca supondremos por falta de medio para constatarlas.

Por lo tanto, nos equivocamos cuando juzgamos lo Conocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplorado.

Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de diferentes maneras.

Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.

Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo proverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado.»

Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al lado.

Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.

Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.

Después de haberme convencido de que todo lo que me revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me rodea.

¿Me he vuelto loco?
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Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.» He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?

Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanece velado para nosotros.
Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo.
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He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles percibir por momentos lo invisible.

Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en el aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?»

¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.

Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto -he visto un ser invisible- hasta donde puede verse a esos seres.

Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de esencia imponderable, incognoscible.

Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espaldas. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví. No vi nada. Y no volví a pensar en ello.

Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro, completamente seguro de que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin embargo. El aire estaba límpido y transparente en todas partes. Mis dos lámparas iluminaban todos los rincones.

El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco; sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo.

Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscando la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que me visitaba.

Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.

Había encendido todas las bujías de mi chimenea y de mi lustro. La habitación estaba iluminada como para una fiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas.

Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la puerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.

Luego me senté como todos los días.

La víspera y la antevíspera el ruido se había producido a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó el momento preciso, percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un fluido irresistible hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumiendo mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.
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Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin embargo me hallaba enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él, sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible, y que me tapaba.
¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo envuelto en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a través del agua; y me parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndome más preciso segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.

Y finalmente pude verme con claridad, como hago todos los días cuando me miro.

¡Lo había visto!

Y no he vuelto a verlo.

Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se extravía en esa espera.

Permanezco horas, noches, días y semanas delante del espejo esperándolo. ¡Ya no viene!
Ha comprendido que yo lo había visto. Mas yo sé que lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sin descanso, delante de ese espejo, como un cazador al acecho.

Y en ese espejo empiezo a ver imágenes locas, monstruos, cadáveres horribles, toda clase de bestias espantosas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles que deben acosar la mente de los locos.

Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debo hacer.
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LO HORRIBLE
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La tibia noche descendía lentamente.

Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados o a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas.

Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río.

El general de G... pronunció:
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-Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles.

Lo horrible, esa vieja palabra, significa algo más que terrible. Un espantoso accidente como ése conmueve, trastorna, asusta: pero no enloquece. Para experimentar horror se necesita algo más que la emoción del alma y algo más que el espectáculo de una muerte espantosa, se necesita, bien un estremecimiento de misterio, bien una sensación de espanto anormal, fuera de lo natural. Un hombre que muere, aunque sea en las condiciones más dramáticas, no inspira horror; un campo de batalla no es horrible; la sangre no es horrible; los crímenes más viles son raramente horribles.

Miren, aquí tienen dos ejemplos personales que me han hecho comprender lo que se puede entender por Horror.

Era durante la guerra de 1870. Nos retirábamos hacia Pont-Audemer, tras haber cruzado Ruán. El ejército, unos veinte mil hombres, veinte mil hombres en desorden, desbandados, desmoralizados, agotados, iba a reconstruirse en El Havre.

La tierra estaba cubierta de nieve. Caía la noche. No habíamos comido nada desde la víspera. Huíamos a toda prisa, pues los prusianos no estaban lejos.

Todo el campo normando, lívido, manchado por las sombras de los árboles que rodeaban las granjas, se extendía bajo un cielo negro, pesado y siniestro.

No se oía otra cosa en el resplandor apagado del crepúsculo que un ruido confuso, tenue y sin embargo desmesurado, de rebaño en marcha, un pisoteo infinito, mezclado con un vago golpeteo de escudillas o de sables. Los hombres, inclinados, encorvados, sucios, a menudo incluso andrajosos, se arrastraban, se apresuraban en la nieve, a largos pasos derrengados.

La piel de las manos se pegaba al acero de las culatas, pues helaba espantosamente esa noche. A menudo yo veía a un joven voluntario quitarse los zapatos para marchar descalzo, de tanto como le dolía ir calzado; y dejaba en cada huella un rastro de sangre. Después, al cabo de cierto tiempo, se sentaba en un campo para descansar unos minutos, y no volvía a levantarse. Cada hombre sentado era un hombre muerto.

¡Cuántos de esos pobres soldados agotados, que contaban con proseguir en seguida, en cuanto hubieran dado un poco de descanso a sus piernas rígidas, dejamos a nuestras espaldas! Ahora bien, apenas cesaban de moverse, de hacer circular, por su carne helada, una sangre casi inerte, un invencible embotamiento los petrificaba, los clavaba al suelo, cerraba sus ojos, paralizaba en un segundo aquel agotado mecanismo humano. Y se doblaban un poco, con la frente apoyada en las rodillas, aunque sin caer del todo, pues sus riñones y sus miembros se tornaban inmóviles, duros como la piedra, imposibles de doblegar ni de enderezar.

Y nosotros, los más robustos, seguíamos avanzando, helados hasta la médula, marchando gracias a una fuerza mecánica, en aquella noche, en aquella nieve, en aquella campiña fría y mortal, aplastados por la pena, por la derrota, por la desesperación, y sobre todo oprimidos por la abominable sensación del abandono, del final, de la muerte, de la nada.

Divisé a dos gendarmes que sujetaban por los brazos a un hombrecillo singular, viejo, sin barba, de aspecto verdaderamente sorprendente.

Buscaban un oficial, creyendo haber cogido a un espía. La palabra «espía» corrió en seguida entre los rezagados y se formó un círculo en torno al prisionero. Una voz gritó: «¡Hay que fusilarlo!» Y todos aquellos soldados que se caían de agotamiento, y que sólo se tenían en pie porque se apoyaban en sus fósiles, sintieron de pronto ese temblor de cólera furiosa y brutal que empuja a las multitudes a la matanza.

Quise hablar; yo era entonces el jefe del batallón; pero ya nadie reconocía a los jefes, me habrían fusilado también a mí.
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Uno de los gendarmes me dijo:
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«Hace tres días que nos sigue. Pide a todo el mundo informes sobre la artillería.»

Traté de interrogar a aquel ser:

«¿Qué hace usted? ¿Qué quiere? ¿Por qué acompaña al ejército?»

Farfulló unas palabras en un dialecto ininteligible. Era realmente un extraño personaje, de hombros estrechos, de mirada solapada, y estaba tan turbado en mi presencia que verdaderamente no dudé de que fuese un espía. Parecía de mucha edad y muy débil. Me miraba de soslayo, con un aire humilde, estúpido y malicioso. Los hombres que nos rodeaban gritaban:
«¡Al paredón! ¡Al paredón!» Le dije a los gendarmes:

«¿Me responden ustedes del prisionero?...»

Aún no había acabado de hablar cuando un empujón terrible me derribó, y vi, en un segundo, como los soldados furiosos cogían al hombre, lo tiraban al suelo, le pegaban, lo arrastraban al borde del camino y lo arrojaban contra un árbol. Cayó ya casi muerto, sobre la nieve.

Lo fusilaron al punto. Los soldados disparaban sobre él, cargaban sus armas, volvían a disparar con una saña brutal. Se peleaban por coger el turno, desfilaban ante el cadáver y seguían disparando sobre él, como quien desfila ante un ataúd para rociarlo con agua bendita. Pero de repente corrió un grito: «¡Los prusianos! ¡Los prusianos!»

Y oí, en todo el horizonte, el rumor inmenso del ejército que corría enloquecido.

El pánico, nacido de aquellos tiros sobre el vagabundo, había asustado a los propios ejecutores que, sin comprender que el espanto provenía de ellos mismos, escaparon y desaparecieron en las sombras.

Me quedé solo ante el cuerpo con los dos gendarmes, a quienes su deber retenía a mi lado.

Alzaron aquella carne magullada, molida, sangrante. «Hay que registrarlo», les dije.

Y les tendí una caja de cerillas que llevaba en el bolsillo. Uno de los soldados alumbraba al otro. Yo estaba de pie entre los dos.

El gendarme que manejaba el cuerpo declaró: «Vestido con una blusa azul, una camisa blanca, un pantalón y un par de zapatos.»

La primera cerilla se apagó; encendieron la segunda. El hombre prosiguió, volviendo los bolsillos.
«Un cuchillo de asta, un pañuelo de cuadros, una petaca, un trozo de bramante, un pedazo de pan.»

La segunda cerilla se apagó. Encendieron la tercera. El gendarme, tras haber palpado un buen rato el cadáver, declaró:

«Nada más.» Yo dije:
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«Desnúdenlo. Quizá encontremos algo junto a la piel. »

Y, para que los dos soldados pudieran actuar al mismo tiempo, me puse yo mismo a alumbrarles. Los veía al resplandor rápido y pronto extinguido de la cerilla quitar las ropas una a una, dejar al descubierto aquel sangriento paquete de carne aún caliente y muerta.

De pronto uno de ellos balbució: «¡Caray! Mi comandante, ¡es una mujer!»

No podría decirles qué extraña y punzante sensación de angustia me invadió el corazón. No podía creerlo, y me arrodillé en la nieve, ante aquella papilla informe, para ver: ¡era una mujer!

Los dos gendarmes, confundidos y desmoralizados, esperaban que yo emitiese una opinión.

Pero yo no sabía qué pensar, qué suponer. Entonces el sargento pronunció lentamente:
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«A lo mejor venía buscando a su hijo que era soldado de artillería y del cual no tenía noticias.»
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Y el otro respondió:

«A lo mejor, sí, puede ser.»
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Y yo, que había visto cosas muy terribles, me eché a llorar. Y sentí, ante aquella muerte, en aquella noche helada, en medio de aquella llanura negra, ante aquel misterio, delante de aquella desconocida asesinada, lo que significa la palabra «Horror».
Ahora bien, he tenido la misma sensación, el pasado año, al interrogar a uno de los supervivientes de la misión Flatters, un tirador argelino.

Conocen ustedes los detalles de ese drama atroz. Hay uno, empero, que quizás ignoren.
El coronel iba al Sudán por el desierto y cruzaba el inmenso territorio de los tuareg, que son, en ese océano de arena que va del Atlántico a Egipto y del Sudán a Argelia, una raza de piratas comparable a los que antaño asolaban los mares.

Los guías que conducían la columna pertenecían a la tribu de los chambaa, de Uargla.

Ahora bien, un día montaron el campamento en pleno desierto, y los árabes declararon que, como el manantial estaba aún un poco más lejos, irían a buscar agua con todos los camellos.

Un solo hombre previno al coronel de que lo traicionaban; Flartters no lo creyó y acompañó al convoy con los ingenieros, los médicos, y casi todos sus oficiales.
Fueron asesinados junto al manantial, y todos los camellos, capturados.

El capitán del puesto árabe de Uargla, que se había quedado en el campamento, tomó el mando de los supervivientes, espahís y tiradores, e iniciaron la retirada, abandonando bagajes y víveres, por falta de camellos para llevarlos.

Iniciaron, pues, la marcha por aquella soledad sin sombras y sin fin, bajo un sol devorador que los abrasaba de la mañana a la noche.

Una tribu acudió a someterse y trajo dátiles. Estaban envenenados. Casi todos los franceses murieron y, entre ellos, el último oficial.

Sólo quedaban unos cuantos espahís, como el sargento Pobéguin, a más de los tiradores indígenas de la tribu chambaa. Tenían aún dos camellos, pero desaparecieron una noche con dos árabes.
Entonces los supervivientes comprendieron que iban a tener que devorarse entre sí y, en cuanto descubrieron la huida de los dos hombres con los dos animales, los que quedaban se separaron y echaron a andar uno a uno por la blanda arena, bajo la cruel llama del sol, a mayor distancia que la de un tiro de fusil.

Caminaban así todo el día, levantando en cada lugar, en la extensión quemada y llana, esas columnitas de polvo que señalan desde lejos a quienes marchan por el desierto.

Pero una mañana uno de los viajeros se desvió bruscamente, acercándose a su vecino. Y todos se detuvieron a mirar.

El hombre hacia el cual marchaba el soldado hambriento no huyó, sino que se tumbó en el suelo, y apuntó hacia el que llegaba. Cuando lo creyó a buena distancia, disparó. No le dio al otro, que siguió avanzando y después, encarando a su vez, mató a su camarada.

Entonces los demás acudieron de todo el horizonte a buscar su parte. Y el que había matado, descuartizando al muerto, lo distribuyó.

Se espaciaron de nuevo aquellos aliados irreconciliables, hasta que el próximo asesinato los aproximara. Durante dos días vivieron de la carne humana repartida. Después reapareció de nuevo el hambre, y el primero que había matado mató otra vez. Y otra vez, como un carnicero, cortó el cadáver y lo ofreció a sus compañeros, quedándose sólo con su ración.
Y así continuó esta retirada de antropófagos.

El último francés, Pobéguin, murió asesinado a orillas de un pozo, la víspera del día que llegaron los auxilios. ¿Comprenden ustedes ahora qué es lo que yo entiendo por Horrible?
Esto es lo que nos contó, la otra noche, el general de G...

domingo, 15 de noviembre de 2009

Ryleh

Director: Mikael Genachte-Le Bail, Gaetan Boutet
Música: Cédric Genachte-Le Bail
Francia 2003

"Ryan" (Pt.1) - Chris Landreth (2004) - Subtitulos Español

"Ryan". Chris Landreth protagoniza un corto en el que entrevista a Ryan Larkin uno de sus héroes y pionero en la animacion que luego se vuelve alcohólico.

"Ryan" (Pt.2) - Chris Landreth (2004) - Subtitulos Español

sábado, 14 de noviembre de 2009

CUENTOS - Augusto Monterroso



EL ECLIPSE

Cuando Fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en España distante, en el convento de Los Abrojos, donde Carlos V condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo de su labor redentora.
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Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible, que se disponian a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
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Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
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Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
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-Si me matáis-les dijo-, puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
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Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
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Dos horas después el corazón de Fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre una piedra de los sacrificios (brillante bajo la luz opaca de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
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EL ESPEJO QUE NO PODÍA DORMIR
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Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.
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EPITAFIO ENCONTRADO EN EL CEMENTERIO MONTE PARNASO DE SAN BLAS, S.B.

Escribió un drama: dijeron que se creía Shakespeare;

Escribió una novela: dijeron que se creía Proust;

Escribió un cuento: dijeron que se creía Chejov;

Escribió una carta: dijeron que se creía Lord Chesterfield;

Escribió un diario: dijeron que se creía Pavese;

Escribió una despedida: dijeron que se creía Cervantes;

Dejo de escribir: dijeron que se creía Rimbaud;

Escribió un epitafio: dijeron que se creía difunto.


LA TELA DE PENÉLOPE O QUIÉN ENGAÑA A QUIÉN

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.

Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.

De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.
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PIGMALIÓN
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En la antigua Grecia existió hace mucho tiempo un poeta llamado Pigmalión que se dedicaba a construir estatuas tan perfectas que sólo les faltaba hablar.

Una vez terminadas, él les enseñaba muchas de las cosas que sabía: literatura en general, poesía en particular, un poco de política, otro poco de música y, en fin, algo de hacer bromas y chistes y salir adelante en cualquier conversación.
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Cuando el poeta juzgaba que ya estaban preparadas, las contemplaba satisfecho durante unos minutos y como quien no quiere la cosa, sin ordenárselo ni nada, las hacía hablar.

Desde ese instante las estatuas se vestían y se iban a la calle y en la calle o en la casa hablaban sin parar de cuanto hay.

El poeta se complacía en su obra y las dejaba hacer, y cuando venían visitas se callaba discretamente (lo cual le servía de alivio) mientras su estatua entretenía a todos, a veces a costa del poeta mismo, con las anécdotas más graciosas.

Lo bueno era que llegaba un momento en que las estatuas, como suele suceder, se creían mejores que su creador, y comenzaban a maldecir de él.

Discurrían que si ya sabían hablar, ahora sólo les faltaba volar, y empezaban a hacer ensayos con toda clase de alas, inclusive las de cera, desprestigiadas hacía poco en una aventura infortunada.
En ocasiones realizaban un verdadero esfuerzo, se ponían rojas, y lograban elevarse dos o tres centímetros, altura que, por supuesto, las mareaba, pues no estaban hechas para ella.

Algunas, arrepentidas, desistían de esto y volvían a conformarse con poder hablar y marear a los demás.

Otras, tercas, persistían en su afán, y los griegos que pasaban por allí las imaginaban locas al verlas dar continuamente aquellos saltitos que ellas consideraban vuelo.

Otras más concluían que el poeta era el causante de todos sus males, saltaran o simplemente hablaran, y trataban de sacarle los ojos.

A veces el poeta se cansaba, les daba una patada en el culo, y ellas caían en forma de pequeños trozos de mármol.
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SINFONÍA CONCLUÍDA
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-Yo podría contar -terció el gordo atropelladamente- que hace tres años en Guatemala un viejito organista de una iglesia de barrio me refirió que por 1929 cuando le encargaron clasificar los papeles de música de La Merced se encontró de pronto unas hojas raras que intrigado se puso a estudiar con el cariño de siempre y que como las acotaciones estuvieran escritas en alemán le costó bastante darse cuenta de que se trataba de los dos movimientos finales de la Sinfonía inconclusa así que ya podía yo imaginar su emoción al ver bien clara la firma de Schubert y que cuando muy agitado salió corriendo a la calle a comunicar a los demás su descubrimiento todos dijeron riéndose que se había vuelto loco y que si quería tomarles el pelo pero que como él dominaba su arte y sabía con certeza que los dos movimientos eran tan excelentes como los primeros no se arredró y antes bien juró consagrar el resto de su vida a obligarlos a confesar la validez del hallazgo por lo que de ahí en adelante se dedicó a ver metódicamente a cuanto músico existía en Guatemala con tan mal resultado que después de pelearse con la mayoría de ellos sin decir nada a nadie y mucho menos a su mujer vendió su casa para trasladarse a Europa y que una vez en Viena pues peor porque no iba a ir decían un Leiermann* guatemalteco a enseñarles a localizar obras perdidas y mucho menos de Schubert cuyos especialistas llenaban la ciudad y que qué tenían que haber ido a hacer esos papeles tan lejos hasta que estando ya casi desesperado y sólo con el dinero del pasaje de regreso conoció a una familia de viejitos judíos que habían vivido en Buenos Aires y hablaban español los que lo atendieron muy bien y se pusieron nerviosísimos cuando tocaron como Dios les dio a entender en su piano en su viola y en su violín los dos movimientos y quienes finalmente cansados de examinar los papeles por todos lados y de olerlos y de mirarlos al trasluz por una ventana se vieron obligados a admitir primero en voz baja y después a gritos ¡son de Schubert son de Schubert! y se echaron a llorar con desconsuelo cada uno sobre el hombro del otro como si en lugar de haberlos recuperado los papeles se hubieran perdido en ese momento y que yo me asombrara de que todavía llorando si bien ya más calmados y luego de hablar aparte entre sí y en su idioma trataron de convencerlo frotándose las manos de que los movimientos a pesar de ser tan buenos no añadían nada al mérito de la sinfonía tal como ésta se hallaba y por el contrario podía decirse que se lo quitaban pues la gente se había acostumbrado a la leyenda de que Schubert los rompió o no los intentó siquiera seguro de que jamás lograría superar o igualar la calidad de los dos primeros y que la gracia consistía en pensar si así son el allegro y el andante cómo serán el scherzo y el allegro ma non troppo y que si él respetaba y amaba de veras la memoria de Schubert lo más inteligente era que les permitiera guardar aquella música porque además de que se iba a entablar una polémica interminable el único que saldría perdiendo sería Schubert y que entonces convencido de que nunca conseguiría nada entre los filisteos ni menos aún con los admiradores de Schubert que eran peores se embarcó de vuelta a Guatemala y que durante la travesía una noche en tanto la luz de la luna daba de lleno sobre el espumoso costado del barco con la más profunda melancolía y harto de luchar con los malos y con los buenos tomó los manuscritos y los desgarró uno a uno y tiró los pedazos por la borda hasta no estar bien cierto de que ya nunca nadie los encontraría de nuevo al mismo tiempo -finalizó el gordo con cierto tono de afectada tristeza- que gruesas lágrimas quemaban sus mejillas y mientras pensaba con amargura que ni él ni su patria podrían reclamar la gloria de haber devuelto al mundo unas páginas que el mundo hubiera recibido con tanta alegría pero que el mundo con tanto sentido común rechazaba.
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miércoles, 11 de noviembre de 2009

BORRAR LIBROS = QUEMAR LIBROS


Docente denunciado por la Cámara Argentina del Libro

El abogado Raúl Alejandro Ochoa, apoderado de la Cámara Argentina del Libro, inició una causa criminal contra el profesor de filosofía Horacio Potel por infracción a la ley 11.723 de propiedad intelctual. Potel es el creador de los sitios Nietzsche en Castellano (www.nietzscheana.com.ar), Heidegger en Castellano (www.heideggeriana.com.ar) y Derrida en Castellano (www.jacquesderrida.com.ar).
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Estos sitios ofrecían una completa relación de los textos, vida y obra de los tres filósofos, además de fotos, biografías, comentarios y enlaces. El más antiguo es el de Nietzsche, que cuenta desde su inicio y hasta hoy con más de cuatro millones de visitas. El buscador Google sitúa a los tres sitios entre las primeras respuestas a las búsquedas por nombre de los autores.
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Potel tomó conocimiento de la denuncia en su contra gracias a la vista de un agente de policía encargado de establecer su domicilo, en el barrio porteño de Montserrat. "Usted sabrá en qué anda" respondió el agente cuande se le preguntó cuál era el motivo de la averiguación.
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La causa lleva el número 57.627 y actúan el juzgado en lo criminal de instrucción Nº 37 y la Fiscalía 49. Los imputados son los sitios sobre Heidegger y Derrida, ya que la investigación preliminar realizada por la Unidad Fiscal de investigación de Delitos Tributarios y Contrabando (UFITCO) estableció -gracias a la lectura de la página web denunciada- que el fallecimiento de Friedrich Whilem Nietzsche ocurrió en el año 1900, superando los 70 años establecidos por la ley para la conservación de los derechos de autor.
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Potel enfrenta hoy la posibilidad de sufrir la intervención de su teléfono, sus casillas de correo electrónico (obtenidas por UFITCO gracias a los servicios de la empresa Telexplorer, según consta en el expediente) y el allanamiento de su domicilio. Esto último, con el fundamento de "establecer el lugar físico donde se origina el hecho".
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Las páginas Derrida en Castellano y Heidegger en castellano fueron vaciadas de sus contenidos por el propio Potel. Los enlaces que iban a los textos hoy muestran la leyenda "Este sitio ha sido desactivado debido a una acción judicial iniciada por la CÁMARA ARGENTINA DEL LIBRO"
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A partir de la publicación de esa leyenda y de una nota informativa en la red social Facebook, la Red empezó a reaccionar. Potel recibe diariamente mensajes de solidaridad de académicos, estudiantes y autores tanto de Argentina como de varios países como Chile, Ecuador, México y España. La mayoría de estos mensajes hacen referencia a la imprescindibilidad de las páginas para el estudio, la investigación y la difusión de las obras de Derrida y Heidegger en países en los que el costo de los libros hace prácticamente imposible su adquisición para miles de estudiantes, además de no estar algunos de ellos disponibles en librerías.
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Potel entiende a los sitios como "Bibliotecas públicas on line". "Nunca lucré ni tuve la intención de lucrar con la publicación de las páginas. En 1999 (cuando empecé con el sitio Nietzsche en Castellano) estaba fascinado por las infinitas posibilidades que la red ofrece para el intercambio de conocimientos.Estos sitios son mi mejor obra, y para mí es trágico haber tenido que removerlos. Son el fruto de muchísimo trabajo y fueron totalmente financiados por mí. No entiendo por qué tanta necesidad punitiva por parte de una corporación (se refiere a la CAL) que dice defender la lectura, la educación y la cultura".
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La Cámara Argentina del Libro cuenta con el cuestionable antecedente de haber hecho allanar la sede de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA e incluso logró condenar a algunos docentes por hacer que los alumnos fotocopien material bibliográfico. La escena de la policía entrando a Puán es recordada con estupor por muchos miembros de esa comunidad académica.
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Más información:
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martes, 10 de noviembre de 2009

Peter Marcek


PENSAMIENTOS CON"EL SEGUNDO SEXO"


Dra. Begoña Siles Ojeda
Profesora de Narrativa Audiovisual
Dpto. de Comunicación Audiovisual
Ciencias de la Información CEU
San Pablo de Valencia


De alguna manera se podría decir que "El segundo sexo" de Simone de Beauvoir es un libro "no-pensado". No pensado premeditada ni precipitadamente. Este ensayo que vio la luz hace cincuenta años, exactamente el 24 de mayo de 1949, se gestó cuando Simone de Beauvoir estaba decidida a escribir su autobiografía. Hablar de sí misma supuso para esta autora plantearse una cuestión previa: ¿qué había supuesto para ella el hecho de ser mujer?
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"Tal pregunta - pensaba- no me ha ocasionado problemas, nunca me he sentido inferior por ser mujer; la feminidad no ha sido una traba para mí." "Sin embargo - le hizo notar Sartre- no has sido educada de la misma manera que un chico. Convendría que reflexionases sobre ello." (1)

Sin poder elidir esa pregunta, Simone de Beauvoir se desvió de su idea de contar un relato sobre ella misma, para adentrarse en la reflexión sobre LA MUJER y LA FEMINIDAD.
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Así pues, a causa de esa pregunta imprevista y azarosa que se interpuso entre el proyecto previsto, la autobiografía, y el "ser pensado" de Simone de Beauvoir, surgió uno de los textos más subversivos escritos en esta segunda mitad del siglo XX: "El segundo sexo".
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La duda que incita a iniciar el recorrido de la reflexión ya estaba planteada. "¿La mujer?" es la interrogación con la que se inicia la primera parte, "Destino", del primer tomo titulado "Los hechos y los mitos"; el segundo tomo, "La experiencia vivida", comienza con la frase más emblemática y transgresora de esta obra, "no se nace mujer: se llega a serlo". Y dando sentido a estas dos citas, aquí descontextualizadas, todo un ensayo acerca de ese "segundo sexo" llamado MUJER - tal y como la denomina el discurso patriarcal-.


LA MUJER COMO EL "OTRO"

Simone de Beauvoir analiza la condición de la mujer en las sociedades occidentales desde la perspectiva de la filosofía existencialista. De este modo, en la primera parte de su ensayo, "Los hechos y los mitos" , investiga cómo y por qué los fundamentos de la biología, el psicoanálisis, el materialismo histórico y la mitología han configurado a la mujer a través de sus discursos como el "Otro". Una categoría, la de la alteridad, que aparece como un a priori de la especie humana: "la categoría de otro es tan originaria como la conciencia misma" (2). Para esta autora, siguiendo los pasos establecidos por Lévi-Strauss en Las estructuras elementales del parentesco, todos los discursos generados por las sociedades se han estructurado bajo los parámetros de dualidad y alteridad: lo Mismo y lo Otro. Pero De Beauvoir observa que en toda estructura dual los términos que la componen mantienen una relación de reciprocidad y relatividad entre ellos, menos en el caso del hombre y la mujer. Hecho éste que le lleva a preguntarse: "¿Cómo es posible entonces que entre los sexos esta reciprocidad no se haya planteado, que uno de los términos se haya afirmado como el único esencial, negando toda relatividad con respecto a su correlato, definiéndolo como la alteridad pura? ¿Por qué las mujeres no cuestionan la soberanía masculina? Ningún sujeto se enuncia, de entrada y espontáneamente, como inesencial; lo otro, al definirse como Otro, no define lo Uno: pasa a ser lo Otro, cuando lo Uno se posiciona como Uno. Sin embargo, cuando no se opera esta inversión de Otro en Uno, será porque existe un sometimiento a este punto de vista ajeno. ¿De dónde viene en la mujer esta sumisión?".(3)

Por lo tanto, esta carencia de reciprocidad sólo se puede contestar si se piensa las relaciones entre hombre/mujer como simétricas a las de amo/esclavo de la dialéctica hegeliana de la autoconciencia. En esta dialéctica la conciencia masculina es independiente porque asume el papel de lo esencial, mientras la conciencia femenina es dependiente porque encuentra su razón de ser en la conciencia libre del hombre.

De este modo, se configura a la mujer en la categoría del "otro", como no-sujeto, objeto intrascendente opuesto al hombre que se constituye como el sujeto trascendente.
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Si en el primer tomo Simone de Beauvoir desconstruye los grandes discursos occidentales para analizar qué es la mujer, en el segundo tomo, "La experiencia vivida", hace una reconstrucción de cómo viven las mujeres su condición - de oprimidas-.

"La experiencia vivida" se elabora con diferentes materiales de mujeres, tales como diarios, testimonios directos, historiales clínicos... Y con todo ello, Simone De Beauvior reconstruye la "experiencia vivida" de las mujeres.

Para recrear la realidad concreta de las mujeres, en esta segunda parte de su obra, la autora analiza cómo se ha estructurado social y culturalmente la situación de opresión que viven las mujeres reales y concretas de la sociedad. Un trayecto que atraviesa varios entramados: uno de ellos denominado "Formación" , en el cual trata el estudio de la infancia, la adolescencia, la juventud y la iniciación sexual; el segundo llamado "Situación" donde se analizan varios aspectos de la figura adulta femenina, como la mujer casada, la madre, la vida social, la prostitución, la madurez y la vejez.

Y para finalizar indica las diferentes vías que tienen las mujeres para salir de esta situación de alienación. Así pues, por una parte, expone los modos a través de los cuales se tipifica a la mujer dentro de los estereotipos de narcisista, mística y/o enamorada. Formas, todas ellas, consideradas por esta autora como "salidas ilegítimas", al no afirmar a la mujer como un sujeto trascendente. Y, por otra, en la cuarta y última parte de su obra, titulada "Hacia la liberación", especifica las dos únicas "salidas" consideradas válidas. Una salida basada fundamentalmente en la independencia económica como condición de posibilidad de toda independencia legal, social, cultural. Y una segunda salida que debe ir unida a la lucha colectiva, es decir, el grupo de mujeres ha de tomar conciencia de su opresión como única posibilidad para la emancipación individual.
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Probablemente, "El segundo sexo" es la obra sobre la condición de la mujer que más impacto ha tenido en esta segunda mitad del siglo XX. Y, además, el ensayo que más ha influido tanto a mujeres individuales, generación tras generación desde su publicación hace ahora cincuenta años, como a la reactivación y al auge de la segunda ola del movimiento feminista, el neo-feminismo, surgido a finales de los años sesenta y principios de los setenta.

Simone de Beauvoir creó, más allá de su intención consciente y su condición feminista -en 1970 fue cuando declaró: "Soy feminista"-, uno de los libros más transgresores con respecto al pensamiento patriarcal y occidental de este siglo. "El segundo sexo" al recorrer diferentes metarrelatos patriarcales -el científico, en sus vertientes médica, biológica y psicoanalítica; el filosófico, en autores como Hegel, Kant y Heiddegger; el histórico, en su corriente materialista, y, por último, el mitológico- desconstruye una de las normas sobre la que se asientan los discursos de dichos relatos: la construcción de la mujer y de lo femenino como el "otro" (objeto, naturaleza, sede de la sexualidad), y, por tanto, como esencia eterna. Esta obra transgrede dicha norma para proclamar en una frase el fundamento de la transgresión: "No se nace mujer: se llega a serlo". Con esta frase negó la existencia de un destino biológico para la mujer. "Ser mujer no es esencia ni destino" es, ante todo, una construcción cultural, histórica y social.


CINCUENTA AÑOS DESPUES

No cabe duda, cincuenta años después de su publicación "El segundo sexo" mantiene su fuerza: todas las cuestiones planteadas por Simone de Beauvoir siguen vigentes, aunque con otros tintes, dentro del debate del movimiento feminista.

Porque el movimiento feminista sigue demandando que la mujer acceda a la condición de sujeto. Una condición negada por el sistema patriarcal al construir a la mujer dentro de sus discursos como el "Otro". ("Ahora bien, lo que define de forma singular la situación de la mujer es que, siendo como todo ser humano una libertad autónoma, se descubre y se elige en un mundo en el que los hombres le imponen que se asuma como Alteridad; se pretende petrificarla como objeto, condenarla a la inmanencia, ya que su trascendencia será permanentemente trascendida por otra conciencia esencial y soberana")(4).

Sólo sintiendo y viendo a la mujer como el "otro" se puede entender la anulación tanto a nivel de palabra como a nivel corporal en el que viven la mayoría de las mujeres de todo el mundo. Son muchos los hechos que hablan de este silencio al que es reducido el discurso de las mujeres. Hechos tales como: la violencia física y psíquica que queda materializada en las violaciones, en los malos tratos, y el acoso sexual; o también, la "agresión quirúrgica" de la ablación a la que están sometidas muchas niñas africanas con el consentimiento de las mujeres adultas (sus madres, sus abuelas...), las cuales siguen consensuando este rito simbólico de su cultura; o, cómo no, la invisibilidad cubierta bajo los chador de las mujeres árabes, las cuales a través de las finísimas rejillas ven cómo son anuladas por gobiernos conservadores y dictatoriales subyugados por un fundamentalismo mulsulmán, o viceversa; o, la explotación laboral a la que está sometido el grupo de mujeres (entre otros) de los países llamados del "tercer mundo". Una realidad que no podemos obviar al estar diariamente reflejándose en los Medios de Comunicación.
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Y a pesar de este panorama, teñido de un color negro, no nos podemos olvidar que los derechos por la igualdad conseguidos por la mujer desde el pasado fin de siglo hasta los últimos años del presente han sido sorprendentes. Además, el acontecimiento principal de los últimos cincuenta años ha sido la visibilidad de las mujeres en el espacio público.

No obstante, conviene evitar la autocomplacencia y el estancamiento, sobre todo cuando se advierten síntomas de regresión. Una regresión que se trasluce en el sistema socio-político de los estados occidentales. Estos son algunos ejemplos de la situación actual: por una parte, unos programas políticos, los de los gobiernos occidentales, cada vez más conservadores, y que se materializan en la privatización de instituciones públicas como hospitales, centros de enseñanza..., instituciones inherentes al sistema de bienestar social; por otra, una tasa de paro muy alta que afecta principalmente a la población activa femenina; la proclamación de unos discursos a favor de la maternidad, debido a la baja tasa de natalidad, que recorre occidente sin que los gobiernos estén planteándose una reforma a todos los niveles para que la maternidad no sea una carga "suplementaria", como son las labores del hogar, tal y como decía Simone de Beauvoir. Y, claro está, que esta corriente reaccionaria del sistema sociopolítico en occidente a quien más afecta es a las mujeres.

Por eso, el movimiento feminista todavía tiene mucho que decir, a pesar de estar en estos momentos en un estado de silencio, si lo comparamos con la fuerza y la creatividad de los años setenta. Sí, el movimiento feminista actual parece estar sumergido en un silencio, al estar interiorizado por las políticas democráticas de los países occidentales: se ha transformado en la actualidad en un conjunto de políticas de gestión a través de los institutos de mujeres, está instalado académicamente, muchas feministas están dentro de los partidos políticos, algunos de ellos de ideología reaccionaria, y las asociaciones feministas están sumidas en un silencio disgregador.

Aún así, la incorporación de las mujeres al trabajo y a la vida pública es un hecho fehaciente. La idea de Simone de Beauvoir que la liberación de la mujer sólo se conseguiría a través de la independencia económica parece que se ha realizado, por lo menos entre las mujeres blancas de los países occidentales.

Pero, sin quitar importancia a la presencia de las mujeres en los espacios públicos y a su "casi total" inserción laboral, esencial para la igualdad, lo más importante para las mujeres en el fin de siglo y en la época que se avecina es algo más amplio. Su voz en los espacios públicos no sólo debe ser generalizada y activa, sino que debe ser una voz que esté cuestionando y subvirtiendo los sistemas de poder, sus reglas, sus estrategias, sus jerarquías. Del mismo modo que decía Simone de Beauvoir "( ...) no habría que creer que la mera yuxtaposición del derecho a votar y de una profesión sea una liberación perfecta: el trabajo en la actualidad no es libertad." (5)

En las sociedades, digamos avanzadas, donde las mujeres luchan por la paridad política, la igualdad laboral y el dominio del propio cuerpo, dichas mujeres, muchas de ellas asentadas en los puestos de decisión y de poder, deben rizar los parámetros de su lucha. Ante la constante crítica surgida en las sociedades occidentales contemporáneas acerca de que el espacio público se está atrofiando, erosionando, el movimiento de mujeres debe revitalizar y reconstruir ese espacio público a través de la constante subversión y cuestionamiento del modelo de poder que estructura los espacios sociales, políticos, laborales... actuales. Las mujeres blancas occidentales están en el espacio público, en el foro público, sus voces tienen posibilidades de ser escuchadas, ya no pueden seguir siendo víctimas del sistema capitalista patriarcal, sino que deben crear un discurso subversivo donde las normas de dicho sistema se vean y se oigan no como normales sino como anormales. El movimiento de mujeres debe plantear otras reglas de juego para la sociedad.

Una crítica y una subversión al sistema sociopolítico y laboral del modelo capitalista y democrático, no por el hecho innato y esencial de ser mujeres, como el feminismo de la diferencia y el posmodernismo piensan, sino por el hecho de ser sujetos, iguales, para pensar nuevos modelos de convivencia dentro del espacio público y privado.

Un pensamiento que surge, como todo pensamiento, desde la falta, en este caso desde una carencia discriminatoria que el capitalismo de consumo y de produccción está originando entre los denominados los "otros": mujeres, emigrantes, parados...

Y para ello la mujeres deben pactar entre ellas y con los hombres, en los foros actuales de los espacios públicos (sindicatos, asociaciones, medios de comunicación, partidos políticos...) y/o creando otros que puedan estar más acorde con la nueva actitud crítica.

Simone de Beauvoir decía en el suplemento literario Village Voice, en mayo, de 1984: "Desde mi punto de vista la tarea real del feminismo sólo puede ser la transformación de la sociedad a partir de la transformación del sitio de la mujer en ella".

Igual el llamado posfeminismo de final del milenio, en los países occidentales, debe reinterpretar la frase: "Desde mi punto de vista la tarea real del feminismo sólo puede ser la transformación de la sociedad a partir del pensamiento subversivo de la mujer con respecto a la estructura social, política, cultural y laboral generada por el sistema patriarcal de corte capitalista y democrático."
 
Notas

1. Simone de Beauvoir, El segundo sexo, Volumen I, Los hechos y los mitos, Madrid, Cátedra, Feminismos, 1999, pág.8.La editorial Cátedra, Feminismos, ha reeditado este emblemático ensayo sobre la mujer, para conmemorar los cincuenta años de su publicación.
El segundo sexo
de Beauvoir, SimoneAsociado a: Algunas Voces No Escuchadas
2. Ibid., pág.51.
3. Ibid., pág. 52.
4. Ibid., pág. 63.
5. Ibid., pág. 494.
© Begoña Siles Ojeda 1999Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero12/2sexo.html

viernes, 6 de noviembre de 2009

jueves, 5 de noviembre de 2009

LA PERLA - Yukio Mishima



El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.

Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.

Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.

Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.

Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.

El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.

Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.

Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.

La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.

En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.

Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.

La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.

-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.

Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.

La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.

La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:

-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.

Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.

-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!

En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.

Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:

-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.

Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.

-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!

-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.

La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.

Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.

Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.

La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.

Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.

Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.

La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables para ella.

Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.

Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más ambigua.
Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.

La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.

Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.

En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.

Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.

Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.

En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.

No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.

Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.

Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.

El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.

La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"

Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.

Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.

En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente demostrada.

Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.

La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.

Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?

Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.

La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.

Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.

La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.
Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.

En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.

La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.

Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.

Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.

Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.

Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?

En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.

Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.
Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.

Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.

-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora Matsumura.

-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.

La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.

Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.

-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.

-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas...

-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?

-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...

-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?

-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...

-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.

-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!
Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.

-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.

La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.

-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.

Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.

-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán... -sollozó.

Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.

Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.

-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.

Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.

Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.

Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.

Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.

-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.

Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.

La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.

Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.

Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.

-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.

Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.

Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.

Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.

Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de siempre.