miércoles, 18 de noviembre de 2009

CUENTOS - Guy de Maupassant


CARTA DE UN LOCO
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Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.
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Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso.

Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.»

He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad.

En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.

Inseguros, porque únicamente son las propiedades de nuestros órganos las que determinan para nosotros las propiedades aparentes de la materia.

Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidos más que cinco, el campo de sus investigaciones y la naturaleza de sus revelaciones se hallan necesariamente muy restringidos.
Me explico: la vista nos indica las dimensiones, las formas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos.
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No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seres de dimensión media, proporcionados a la estatura humana, lo cual nos lleva a aplicar la palabra grande a determinadas cosas y la palabra pequeño a otras, sólo porque su debilidad no le permite conocer lo que es demasiado vasto o demasiado menudo para él. De ahí resulta que no se sabe ni se ve casi nada, que el universo casi entero le queda oculto, la estrella que habita el espacio y el animálculo que habita la gota de agua.
Incluso aunque tuviera cien millones de veces su potencia normal, aunque viese en el aire que respiramos todas las especies de seres invisibles, así como los habitantes de los planetas próximos, todavía quedarían numerosos infinitos de especies de animales más pequeños y mundos tan lejanos que jamás alcanzaría.

Así pues, todas nuestras ideas de proporción son falsas porque no hay límite posible en la magnitud ni en la pequeñez.

Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las formas no tiene ningún absoluto al venir determinada únicamente por la potencia de un órgano y por una comparación constante con nosotros mismos.

Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz de ver lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña. Lo confunde con el aire que tampoco ve.

Pasemos al color.

El color existe porque nuestra vista está hecha de modo que transmite al cerebro, en forma de color, las diversas formas en que los cuerpos absorben y descomponen, siguiendo su constitución química, los rayos luminosos que dan en ellos.

Todas las proporciones de esa absorción y de esa descomposición constituyen matices.
Así pues, este órgano impone a la inteligencia su modo de ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar las dimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y la materia.

Analicemos el oído.

Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso de la vista, de ese órgano fantasioso.
Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración de la atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nuestra oreja cierta pielecilla que trueca inmediatamente en ruido lo que en realidad no es otra cosa que una vibración.

La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la propiedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos, y de sentidos diferentes según el número de vibraciones, todos los estremecimientos de las ondas invisibles del espacio.
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Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo en el breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitido crear un arte extraño, la música, la más poética y precisa de las artes, vaga como un sueño y exacta como el álgebra.

¿Qué decir del gusto y del olfato? ¿Conoceríamos los perfumes y la calidad de los alimentos sin las propiedades peregrinas de nuestra nariz y nuestro paladar?
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Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído, sin gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción del ruido, del sabor y del olor.
Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos, desconoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos algunos más, descubriríamos a nuestro alrededor una infinidad de otras cosas que nunca supondremos por falta de medio para constatarlas.

Por lo tanto, nos equivocamos cuando juzgamos lo Conocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplorado.

Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de diferentes maneras.

Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.

Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo proverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado.»

Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al lado.

Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.

Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.

Después de haberme convencido de que todo lo que me revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me rodea.

¿Me he vuelto loco?
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Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.» He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?

Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanece velado para nosotros.
Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo.
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He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles percibir por momentos lo invisible.

Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en el aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?»

¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.

Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto -he visto un ser invisible- hasta donde puede verse a esos seres.

Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de esencia imponderable, incognoscible.

Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espaldas. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví. No vi nada. Y no volví a pensar en ello.

Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro, completamente seguro de que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin embargo. El aire estaba límpido y transparente en todas partes. Mis dos lámparas iluminaban todos los rincones.

El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco; sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo.

Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscando la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que me visitaba.

Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.

Había encendido todas las bujías de mi chimenea y de mi lustro. La habitación estaba iluminada como para una fiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas.

Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la puerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.

Luego me senté como todos los días.

La víspera y la antevíspera el ruido se había producido a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó el momento preciso, percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un fluido irresistible hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumiendo mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.
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Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin embargo me hallaba enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él, sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible, y que me tapaba.
¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo envuelto en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a través del agua; y me parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndome más preciso segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.

Y finalmente pude verme con claridad, como hago todos los días cuando me miro.

¡Lo había visto!

Y no he vuelto a verlo.

Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se extravía en esa espera.

Permanezco horas, noches, días y semanas delante del espejo esperándolo. ¡Ya no viene!
Ha comprendido que yo lo había visto. Mas yo sé que lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sin descanso, delante de ese espejo, como un cazador al acecho.

Y en ese espejo empiezo a ver imágenes locas, monstruos, cadáveres horribles, toda clase de bestias espantosas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles que deben acosar la mente de los locos.

Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debo hacer.
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LO HORRIBLE
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La tibia noche descendía lentamente.

Las mujeres se habían quedado en el salón de la quinta. Los hombres, sentados o a horcajadas en las sillas del jardín, fumaban, ante la puerta, en círculo en torno a una mesa redonda llena de tazas y de copas.

Sus cigarros brillaban como ojos en la sombra cada vez más espesa. Acababan de contar un espantoso accidente ocurrido la víspera: dos hombres y tres mujeres ahogados ante los ojos de los invitados, frente a la casa, en el río.

El general de G... pronunció:
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-Sí, esas cosas son conmovedoras, pero no son horribles.

Lo horrible, esa vieja palabra, significa algo más que terrible. Un espantoso accidente como ése conmueve, trastorna, asusta: pero no enloquece. Para experimentar horror se necesita algo más que la emoción del alma y algo más que el espectáculo de una muerte espantosa, se necesita, bien un estremecimiento de misterio, bien una sensación de espanto anormal, fuera de lo natural. Un hombre que muere, aunque sea en las condiciones más dramáticas, no inspira horror; un campo de batalla no es horrible; la sangre no es horrible; los crímenes más viles son raramente horribles.

Miren, aquí tienen dos ejemplos personales que me han hecho comprender lo que se puede entender por Horror.

Era durante la guerra de 1870. Nos retirábamos hacia Pont-Audemer, tras haber cruzado Ruán. El ejército, unos veinte mil hombres, veinte mil hombres en desorden, desbandados, desmoralizados, agotados, iba a reconstruirse en El Havre.

La tierra estaba cubierta de nieve. Caía la noche. No habíamos comido nada desde la víspera. Huíamos a toda prisa, pues los prusianos no estaban lejos.

Todo el campo normando, lívido, manchado por las sombras de los árboles que rodeaban las granjas, se extendía bajo un cielo negro, pesado y siniestro.

No se oía otra cosa en el resplandor apagado del crepúsculo que un ruido confuso, tenue y sin embargo desmesurado, de rebaño en marcha, un pisoteo infinito, mezclado con un vago golpeteo de escudillas o de sables. Los hombres, inclinados, encorvados, sucios, a menudo incluso andrajosos, se arrastraban, se apresuraban en la nieve, a largos pasos derrengados.

La piel de las manos se pegaba al acero de las culatas, pues helaba espantosamente esa noche. A menudo yo veía a un joven voluntario quitarse los zapatos para marchar descalzo, de tanto como le dolía ir calzado; y dejaba en cada huella un rastro de sangre. Después, al cabo de cierto tiempo, se sentaba en un campo para descansar unos minutos, y no volvía a levantarse. Cada hombre sentado era un hombre muerto.

¡Cuántos de esos pobres soldados agotados, que contaban con proseguir en seguida, en cuanto hubieran dado un poco de descanso a sus piernas rígidas, dejamos a nuestras espaldas! Ahora bien, apenas cesaban de moverse, de hacer circular, por su carne helada, una sangre casi inerte, un invencible embotamiento los petrificaba, los clavaba al suelo, cerraba sus ojos, paralizaba en un segundo aquel agotado mecanismo humano. Y se doblaban un poco, con la frente apoyada en las rodillas, aunque sin caer del todo, pues sus riñones y sus miembros se tornaban inmóviles, duros como la piedra, imposibles de doblegar ni de enderezar.

Y nosotros, los más robustos, seguíamos avanzando, helados hasta la médula, marchando gracias a una fuerza mecánica, en aquella noche, en aquella nieve, en aquella campiña fría y mortal, aplastados por la pena, por la derrota, por la desesperación, y sobre todo oprimidos por la abominable sensación del abandono, del final, de la muerte, de la nada.

Divisé a dos gendarmes que sujetaban por los brazos a un hombrecillo singular, viejo, sin barba, de aspecto verdaderamente sorprendente.

Buscaban un oficial, creyendo haber cogido a un espía. La palabra «espía» corrió en seguida entre los rezagados y se formó un círculo en torno al prisionero. Una voz gritó: «¡Hay que fusilarlo!» Y todos aquellos soldados que se caían de agotamiento, y que sólo se tenían en pie porque se apoyaban en sus fósiles, sintieron de pronto ese temblor de cólera furiosa y brutal que empuja a las multitudes a la matanza.

Quise hablar; yo era entonces el jefe del batallón; pero ya nadie reconocía a los jefes, me habrían fusilado también a mí.
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Uno de los gendarmes me dijo:
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«Hace tres días que nos sigue. Pide a todo el mundo informes sobre la artillería.»

Traté de interrogar a aquel ser:

«¿Qué hace usted? ¿Qué quiere? ¿Por qué acompaña al ejército?»

Farfulló unas palabras en un dialecto ininteligible. Era realmente un extraño personaje, de hombros estrechos, de mirada solapada, y estaba tan turbado en mi presencia que verdaderamente no dudé de que fuese un espía. Parecía de mucha edad y muy débil. Me miraba de soslayo, con un aire humilde, estúpido y malicioso. Los hombres que nos rodeaban gritaban:
«¡Al paredón! ¡Al paredón!» Le dije a los gendarmes:

«¿Me responden ustedes del prisionero?...»

Aún no había acabado de hablar cuando un empujón terrible me derribó, y vi, en un segundo, como los soldados furiosos cogían al hombre, lo tiraban al suelo, le pegaban, lo arrastraban al borde del camino y lo arrojaban contra un árbol. Cayó ya casi muerto, sobre la nieve.

Lo fusilaron al punto. Los soldados disparaban sobre él, cargaban sus armas, volvían a disparar con una saña brutal. Se peleaban por coger el turno, desfilaban ante el cadáver y seguían disparando sobre él, como quien desfila ante un ataúd para rociarlo con agua bendita. Pero de repente corrió un grito: «¡Los prusianos! ¡Los prusianos!»

Y oí, en todo el horizonte, el rumor inmenso del ejército que corría enloquecido.

El pánico, nacido de aquellos tiros sobre el vagabundo, había asustado a los propios ejecutores que, sin comprender que el espanto provenía de ellos mismos, escaparon y desaparecieron en las sombras.

Me quedé solo ante el cuerpo con los dos gendarmes, a quienes su deber retenía a mi lado.

Alzaron aquella carne magullada, molida, sangrante. «Hay que registrarlo», les dije.

Y les tendí una caja de cerillas que llevaba en el bolsillo. Uno de los soldados alumbraba al otro. Yo estaba de pie entre los dos.

El gendarme que manejaba el cuerpo declaró: «Vestido con una blusa azul, una camisa blanca, un pantalón y un par de zapatos.»

La primera cerilla se apagó; encendieron la segunda. El hombre prosiguió, volviendo los bolsillos.
«Un cuchillo de asta, un pañuelo de cuadros, una petaca, un trozo de bramante, un pedazo de pan.»

La segunda cerilla se apagó. Encendieron la tercera. El gendarme, tras haber palpado un buen rato el cadáver, declaró:

«Nada más.» Yo dije:
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«Desnúdenlo. Quizá encontremos algo junto a la piel. »

Y, para que los dos soldados pudieran actuar al mismo tiempo, me puse yo mismo a alumbrarles. Los veía al resplandor rápido y pronto extinguido de la cerilla quitar las ropas una a una, dejar al descubierto aquel sangriento paquete de carne aún caliente y muerta.

De pronto uno de ellos balbució: «¡Caray! Mi comandante, ¡es una mujer!»

No podría decirles qué extraña y punzante sensación de angustia me invadió el corazón. No podía creerlo, y me arrodillé en la nieve, ante aquella papilla informe, para ver: ¡era una mujer!

Los dos gendarmes, confundidos y desmoralizados, esperaban que yo emitiese una opinión.

Pero yo no sabía qué pensar, qué suponer. Entonces el sargento pronunció lentamente:
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«A lo mejor venía buscando a su hijo que era soldado de artillería y del cual no tenía noticias.»
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Y el otro respondió:

«A lo mejor, sí, puede ser.»
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Y yo, que había visto cosas muy terribles, me eché a llorar. Y sentí, ante aquella muerte, en aquella noche helada, en medio de aquella llanura negra, ante aquel misterio, delante de aquella desconocida asesinada, lo que significa la palabra «Horror».
Ahora bien, he tenido la misma sensación, el pasado año, al interrogar a uno de los supervivientes de la misión Flatters, un tirador argelino.

Conocen ustedes los detalles de ese drama atroz. Hay uno, empero, que quizás ignoren.
El coronel iba al Sudán por el desierto y cruzaba el inmenso territorio de los tuareg, que son, en ese océano de arena que va del Atlántico a Egipto y del Sudán a Argelia, una raza de piratas comparable a los que antaño asolaban los mares.

Los guías que conducían la columna pertenecían a la tribu de los chambaa, de Uargla.

Ahora bien, un día montaron el campamento en pleno desierto, y los árabes declararon que, como el manantial estaba aún un poco más lejos, irían a buscar agua con todos los camellos.

Un solo hombre previno al coronel de que lo traicionaban; Flartters no lo creyó y acompañó al convoy con los ingenieros, los médicos, y casi todos sus oficiales.
Fueron asesinados junto al manantial, y todos los camellos, capturados.

El capitán del puesto árabe de Uargla, que se había quedado en el campamento, tomó el mando de los supervivientes, espahís y tiradores, e iniciaron la retirada, abandonando bagajes y víveres, por falta de camellos para llevarlos.

Iniciaron, pues, la marcha por aquella soledad sin sombras y sin fin, bajo un sol devorador que los abrasaba de la mañana a la noche.

Una tribu acudió a someterse y trajo dátiles. Estaban envenenados. Casi todos los franceses murieron y, entre ellos, el último oficial.

Sólo quedaban unos cuantos espahís, como el sargento Pobéguin, a más de los tiradores indígenas de la tribu chambaa. Tenían aún dos camellos, pero desaparecieron una noche con dos árabes.
Entonces los supervivientes comprendieron que iban a tener que devorarse entre sí y, en cuanto descubrieron la huida de los dos hombres con los dos animales, los que quedaban se separaron y echaron a andar uno a uno por la blanda arena, bajo la cruel llama del sol, a mayor distancia que la de un tiro de fusil.

Caminaban así todo el día, levantando en cada lugar, en la extensión quemada y llana, esas columnitas de polvo que señalan desde lejos a quienes marchan por el desierto.

Pero una mañana uno de los viajeros se desvió bruscamente, acercándose a su vecino. Y todos se detuvieron a mirar.

El hombre hacia el cual marchaba el soldado hambriento no huyó, sino que se tumbó en el suelo, y apuntó hacia el que llegaba. Cuando lo creyó a buena distancia, disparó. No le dio al otro, que siguió avanzando y después, encarando a su vez, mató a su camarada.

Entonces los demás acudieron de todo el horizonte a buscar su parte. Y el que había matado, descuartizando al muerto, lo distribuyó.

Se espaciaron de nuevo aquellos aliados irreconciliables, hasta que el próximo asesinato los aproximara. Durante dos días vivieron de la carne humana repartida. Después reapareció de nuevo el hambre, y el primero que había matado mató otra vez. Y otra vez, como un carnicero, cortó el cadáver y lo ofreció a sus compañeros, quedándose sólo con su ración.
Y así continuó esta retirada de antropófagos.

El último francés, Pobéguin, murió asesinado a orillas de un pozo, la víspera del día que llegaron los auxilios. ¿Comprenden ustedes ahora qué es lo que yo entiendo por Horrible?
Esto es lo que nos contó, la otra noche, el general de G...

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