Nicolas Poussin
Tiresias, famosísimo en todas las ciudades de Aonia, daba
respuestas irreprochables a la gente que iba a consultarle.
Quien primero puso a prueba la credibilidad y veracidad
de sus oráculos fue la azulada Liríope; a ésta el Cefiso
la envolvió un día con su sinuosa corriente y, cautiva
en sus aguas, la violó. De su abultado vientre la bellísima ninfa
parió un niño que ya entonces hubiera podido ser amado,
y le llamó Narciso. Consultado acerca del mismo, si llegaría
a ver los largos días de una vejez avanzada, respondió
el profético adivino: "Si no llega a conocerse". Durante años
el oráculo del agorero pareció vano, pero lo probaron
el desenlace de los acontecimientos, el tipo de muerte
y lo inaudito de la locura. En efecto, había ya añadido el hijo
del Cefiso un año a los quince y podía parecer lo mismo que un niño
que un joven; muchos jóvenes, muchas muchachas lo desearon,
pero -tan dura soberbia había en aquella tierna belleza-
ningún muchacho, ninguna joven le tocó el corazón.
Cuando ojeaba hacia las redes a unos espantados ciervos,
vióle una ninfa vocinglera que ni sabe callar cuando le hablan
ni hablar ella misma la primera, la resonante Eco.
Aún tenía cuerpo Eco, no sólo voz; así y todo, la charlatana
no tenía un uso de su boca distinto al que ahora tiene, de suerte
que podía repetir, de entre muchas palabras, sólo las últimas.
Había hecho esto Juno, porque, pudiendo muchas veces
sorprender a las ninfas yaciendo en el monte con su Júpiter,
Eco la retenía deliberadamente con su verborrea,
hasta que las ninfas huyeran. Cuando la Saturnia se percató,
le dijo: "Puesto que me has engañado con la lengua, se te reducirá
la facultad de hablar y abreviará al máximo el uso de la voz".
Y con el hecho confirma sus amenazas; ella, con todo, repite
el final de las frases y devuelve las palabras que ha oído.
Pues bien, luego que vio a Narciso vagando por las apartadas
campiñas y se enamoró de él, sigue sus pasos a escondidas,
y cuanto más le sigue, más cerca está la llama en que se abrasa;
no de otro modo que cuando el azufre vivo untado
al extremo de las teas se inflama al contacto de la llama.
¡Cuántas veces quiso acercársele con palabras zalameras
y dirigirle cariñosas súplicas! Su naturaleza se lo impide
y no le permite empezar; pero -eso sí le permite- está presta
para esperar sonidos a los que devolver sus palabras.
Quiso el azar que el zagal, alejado del grupo de sus fieles
compañeros,
gritara: "¿Hay alguien?" y "¡alguien!" respondiera Eco.
Se queda atónito, y, tras dirigir la mirada a todas partes,
grita con voz potente: "¡Ven!"; llama ella a quien la llama.
Se vuelve él a mirar y como nadie venía dijo: "¿Por qué huyes
de mí?", y escuchó tantas palabras como él había pronunciado.
Se detuvo, y engañado por la ilusión de una voz que contesta,
exclama: "¡Aquí, reunámonos!", y Eco, que jamás respondería
con más gusto a ningún otro sonido, "¡unámonos!" repitió;
y secundando sus propias palabras salió de la espesura
y se encaminaba a echar sus brazos al cuello anhelado.
Huye él y mientras huy, "¡quita esas manos, no me abraces!
¡Antes morir -dice- que puedas tu tenerme!"
Ella no repitió más que "¡puedas tu tenerme!" Desdeñada,
se esconde en la espesura y, llena de vergüenza, se cubre
el rostro de ramas y desde entonces vive en cuevas solitarias.
Y aun así pervive el amor y hasta crece con el dolor del rechazo;
el insomnio y la pena adelgazan el cuerpo de la desdichada,
la demacración arruga su piel y todo el humor corporal se
evapora
por los aires. Sólo su voz y sus huesos quedan; su voz perdura;
los huesos, dicen, adoptaron forma de una piedra.
Desde entonces se oculta en la selva y no se la ve por los montes;
todo el mundo la oye; un sonido es lo que sobrevive de ella.
Así éste la había burlado, así antes a otras ninfas nacidas
en las aguas o en los montes, así la compañía masculina.
Entonces uno de los despreciados, levantando las manos al cielo,
"así ame él, ojalá; así no consiga al objeto de sus deseos",
dijo, y asintió la Ramnusia a la justa súplica.
Había una fuente nada cenagosa, de claras y plateadas aguas,
que ni los pastores ni las cabras que pastan en el monte
habían tocado, ni otro ganado alguno, y que ningún pájaro
ni fiera había enturbiado, ni rama caída de un árbol.
Crecía alrededor la hierba, alimentada por la humedad cercana,
y una espesura que jamás permitirá que aquel paraje se entibie
con el sol.
Aquí vino a tumbarse el zagal, fatigado por la pasión de la caza
y el calor, buscando tanto la belleza del lugar como de la fuente.
Y mientras ansía calmar la sed, nació otra sed; y mientras
bebe, cautivado por el reflejo de la belleza que está viendo,
ama una esperanza sin cuerpo; cree que es cuerpo lo que es agua.
Se extasía ante sí mismo y sin moverse ni mudar el semblante
permanece rígido como una estatua tallada en mármol de Paros.
Apoyado en tierra contempla sus ojos, estrellas gemelas,
sus cabellos, dignos de Baco y dignos de Apolo,
sus mejillas lampiñas, su cuello de marfil, la gracia
de su boca, y el rubor mezclado con nívea blancura,
y admira todo aquello que le hace admirable.
Se desea a sí mismo sin saberlo, elogiando se elogia,
cortejando se corteja, y a la vez que enciende, arde.
¡Cuántas veces dio vanos besos a la fuente engañadora!
¡Cuántas veces sumergió sus brazos para agarrar el cuello
que veía en medio de las aguas y no consiguió cogerse en ellas!
No sabe qué es lo que ve, pero lo que ve le quema,
y la misma ilusión que engaña sus ojos, los excita. Crédulo,
¿para qué intentas en vano atrapar fugitivas imágenes?
Lo que buscas, no existe; lo que amas, apártate y lo perderás.
Esa sombra que estás viendo es el reflejo de tu imagen.
No tiene entidad propia; contigo vino y contigo permanece;
y contigo se alejaría, si tú pudieras alejarte.
Ni la idea de Ceres ni la del sueño pueden arrancarlo
de allí; al contrario, tendido sobre la sombreada hierba,
contempla con ojos insaciables la engañosa imagen,
y se muere por sus propios ojos; e incorporándose un poco,
tendiendo sus brazos a las selvas que le rodean, dice:
"¿Acaso alguien, selvas, amó con mayor sufrimiento? Sin duda
lo sabéis, pues fuisteis para muchos escondrijo oportuno.
¿Acaso, puesto que habéis vivido tantos siglos, recordáis
en todo ese largo tiempo a alguien que se haya consumido así?
Me gusta y lo veo; pero lo que veo y me gusta,
no consigo encontrarlo: tan gran confusión encierra mi amor.
Y para mayor sufrimiento, ni nos separa el ancho mar
ni un largo camino ni montes ni muros con sus puertas cerradas.
Un poco de agua se interpone. Él ansía mi abrazo; porque
cuantas beses alargo besos a las cristalinas aguas, otras tantas
se esfuerza él por juntar sus labios. Creerías que es posible
el contacto; es muy pequeño el obstáculo a nuestro amor.
Quienquiera que seas, sal aquí; ¿por qué, muchacho sin par, me
eludes?
¿Adónde escapas cuando te cortejo? Ni mi porte ni mi edad son
como para que me rehúyas, pues hasta las ninfas me han amado.
Cierta esperanza me prometes con tu semblante amistoso,
y cuando yo te alargo los brazos, tú los alargas también;
cuando te he sonreído, me sonríes; muchas veces he notado
lágrimas en ti, cuando lloro; con tus señas de cabeza respondes
a las mías; y, según puedo conjeturar por el movimiento
de tus hermosos labios, contestas palabras que no llegan
a mis oídos. ¡Ése soy yo! me he dado cuenta; mi reflejo
no me engaña más; ardo en amores de mí mismo; yo provoco
las llamas que sufro. ¿Qué hago? ¿De cortejado o de cortejador?
¿Y cómo voy a cortejar? Lo que ansío está en mí; la riqueza
me ha hecho pobre. ¡Ojalá pudiera separarme de mi cuerpo!
Deseo inaudito en un enamorado, quisiera que lo que amo
estuviera lejos. Pero ya el dolor me quita fuerzas, no me queda
largo tiempo de vida, y en mi primavera muero. Y no es dura
la muerte para mí, pues la muerte aliviará mis penas; éste
al que adoro es quien quisiera que viviera más. Pero ahora
los dos, unidos de corazón, moriremos en un solo aliento."
Dijo, y en su locura tornó a contemplarse la cara,
y con sus lágrimas enturbió la fuente, y al removerse el agua
la imagen se desvaneció. Al verla borrarse, "¿adónde huyes?
Espera, no me abandones, cruel, que yo te amo", gritó,
"que yo al menos pueda contemplar lo queno me es posible
tocar, y dar así pábulo a mi desdichada locura". Y mientras
así se lamenta, rasgó el vestido desde el borde superior,
y se golpeó con sus marmóreas manos el pecho desnudo.
El pecho con los golpes cobró un rubor sonrosado,
tal como suelen las manzanas, que blancas por una parte,
rojean por otra, o como suele la uva aún no madura
tomar un color purpúreo en sus racimos multicolores.
Apenas vio esto en el agua, de nuevo cristalina,
no lo soportó más, sino que, como suele fundirse
la rubia cera a fuego lento, o la escarcha de la mañana
al sol naciente, así se deshace él, consumido por el amor,
y va siendo devorado poco a poco por aquel oculto fuego.
Y ni existe ya aquel color mezcla de blancura y rubor
ni aquel vigor, aquella lozanía, aquellos encantos que poco
antes
le gustaba ver, ni subsiste aquel cuerpo que un día amara Eco.
Con todo, cuando ella lo vio, aunque irritada y resentida,
se compadeció, y cuantas veces el desdichado muchacho decía
¡ay!, ella repetía con sus voces resonadoras ¡ay!, y cuando
aquél se golpeaba los brazos con las manos, también ella
devolvía idéntico sonido de golpes. Sus últimas palabras
al contemplarse una vez más en las aguas fueron éstas:
"¡Ay, muchacho amado en vano!", y otras tantas respondió
el paraje, y al decir adiós, "¡adiós!" dijo también Eco.
Extenuado, dejó caer su cabeza sobre la verde hierba; la muerte
cerró aquellos ojos que admiraban la belleza de su dueño.
Aun entonces, tras ser recibido en la mansión infernal,
seguía contemplándose en la Estige. Le lloraron sus hermanas
las Náyades y ofrendaron a su hermano sus cabellos cortados;
le lloraron las Dríades; a sus lantos responde Eco.
Y ya preparaban la pira, el blandir de antorchas y las andas;
pero el cuerpo no aparecía; en vez de su cuerpo encuentran
una flor amarilla con pétalos blancos alrededor de su cáliz.
* "Metamorfosis", Ovidio