Willian Blake
EL ASCENSO DE PROMETEO
Los fundamentos de la poesía romántica
Por Harold Bloom
Libro: William Blake de Harold Bloom
Adriana Hidalgo editora
272 páginas; 1999; argentina
El fundamento político de la poesía romántica inglesa se halla oscurecido por la revolución europea y la reacción inglesa contra tal revolución. La Inglaterra en la que se criaron Blake y Wordsworth era un país alejado ya en años de su única gran revolución: el movimiento puritano. El acontecimiento político más relevante en los primeros años del siglo XIX en Inglaterra fue precisamente el que nunca llegó a ocurrir: la repetición entre los londinenses de la revolución llevada a cabo por los parisinos. Más allá del germen que fracasó en el intento de producir una renovación nacional, se produjo en su lugar la mayor contribución inglesa a la literatura universal desde el Renacimiento, el pasmoso fenómeno de la aparición de seis grandes poetas en apenas dos generaciones.
Ningún crítico marxista inteligente y esmerado ha estudiado aún en detalle toda la literatura del Romanticismo inglés, y me estremezco al imaginar una lectura de la épica de Blake o del Don Juan de Byron meramente a la luz del determinismo económico. Con todo, un estudio de tales características revelaría muchas cosas que son por ahora sólo materia de especulación, pues la era romántica vio el final de una Inglaterra antigua y pastoral y el comienzo de la Inglaterra que tal vez agoniza en este momento. Cuando nació Blake, en 1757, e incluso hasta 1770, cuando nació Wordsworth, Inglaterra era todavía una sociedad fundamentalmente agrícola. Cuando Blake murió, en 1827, Inglaterra era ya una nación resueltamente industrial, y hacia 1850, cuando Wordsworth murió, Inglaterra era desde todo punto de vista el objeto más adecuado para el análisis económico marxista tal como se plasmó en El Capital. El poder de Inglaterra había pasado de manos de una aristocracia establecida, poseedora de inmensos latifundios, y una clase media alta de comerciantes de Londres, a un agrupamiento mucho más amorfo que combinaba a dichos sectores con una nueva clase de empresarios industriales. Y el pueblo de Inglaterra ya no era sólo campesinado y artesanos urbanos sino que ahora se componía también de una ingente y torturada clase trabajadora industrial. Durante el último cuarto del siglo XVIII, esa clase emergente se vio perturbada por dos revoluciones extranjeras, distintas a cualquier otra conocida anteriormente en la Europa moderna. La Revolución Norteamericana nos parece hoy bastante moderada, pero para Blake fue la primera voz de la mañana y adquirió en su Simbolismo una importancia incluso mayor que la atribuida a la Revolución Francesa. La Revolución Francesa, el cataclismo social moderno más genuino, constituye el factor externo más importante que ha condicionado la poesía romántica, como puede advertirse en El matrimonio del cielo y el infierno de Blake, El Preludio de Wordsworth, y Prometeo desencadenado de Shelley.
El gobierno inglés bajo el que vivieron Blake y Wordsworth estuvo comprometido durante la mayor parte de sus vidas en guerras continentales, en reprimir la disidencia interna, o en ambas cosas a la vez. El Londres de la última década del siglo XVIII y la primera del XIX es el Londres mostrado en el poema de Blake que lleva ese título en Cantos de experiencia: una ciudad en la que las tradicionales libertades inglesas, en cuanto a prensa y opinión y derechos de petición y asamblea, han sido negados regularmente. Un país ya sacudido por la guerra y los anárquicos ciclos económicos estaba comenzando a experimentar la inquietud social que había subvertido el orden social francés, y la clase dirigente británica respondía a este desafío con una represión viciosa y sumamente efectiva.
Entre las voces que se levantaron contra esta represión se encontraban Tom Paine, quien tuvo que huir para salvar su vida a Francia, donde luego estuvo a punto de perderla de nuevo, y una figura mucho más significativa, el filósofo anarquista William Godwin, principal teórico inglés de la revolución social. Godwin se sumió en un tímido silencio durante el terror inglés, pero su materialismo filosófico fue crucial para el primer Wordsworth e igualmente para el joven Shelley, aunque ambos poetas se separaron de Godwin en sus obras de madurez.
Por detrás de la visión materialista de Godwin había conciencia de que los viejos modos de pensamiento estaban agonizando junto con la sociedad que los había configurado. Cuando Blake tenía ocho años, se perfeccionaba la máquina de vapor: aquello que en su poesía debían ser imágenes de labor profética se disponía a encontrar sus imágenes antagónicas en los hornos y fábricas de otra Inglaterra. El año de nacimiento de Wordsworth tenemos la irónica yuxtaposición del poema de Goldsmith La aldea desierta, triste celebración de una Inglaterra ancha y pastoral desvaneciéndose en haciendas aisladas y trabajadores vagabundos como resultado del alambrado. "Naturaleza", hasta donde tenía para Pope un sentido corpóreo, fenoménico, era una palabra blanda, que representaba el regalo de Dios mostrándose por todas partes a su alrededor. La naturaleza wordsworthiana, la dura y fenoménica otredad que se opone a todo lo que hemos hecho y dañado, participa de su complejo origen a partir de esta vasta dislocación social.
La miseria real ocasionada en Inglaterra por estos cambios económicos y sociales fue de una proporción sin igual desde la Muerte Negra en el siglo XIV. Las guerras francesas, contra las cuales la poesía de Blake protestaba con pasión bíblica, fueron típicas de todas las guerras modernas libradas por los países capitalistas. Las enormes ganancias para las clases industriales estuvieron acompañadas de inflación y desabastecimiento para la masa del pueblo; la victoria sobre Napoleón reveló las desventuras endémicas de la sociedad capitalista cuando estalla la paz: una enorme depresión económica, desempleo, hambre y mayor malestar social.
Este malestar, que no hubo forma de canalizar en una organización o voto de protesta, condujo a asambleas públicas multitudinarias, motines, y lo que se denominó rotura de estructuras, un intento directo de poner fin al desempleo tecnológico mediante la destrucción de las máquinas. El gobierno reaccionó decretando que el quiebre de las estructuras se castigaría con la muerte. El clímax de agitación popular y brutalidad gubernamental se produjo en agosto de 1819, con la Masacre Peterloo en Manchester, cuando tropas montadas embistieron a un grupo grande y pacífico que se manifestaba reclamando una reforma parlamentaria, matando y dejando lisiados a muchos de los inermes manifestantes. Por un instante, Inglaterra estuvo al borde de la revolución, pero faltaron líderes de suficiente fuerza e iniciativa para organizar la indignación de la masa del pueblo, y el instante pasó. Un momento similar se ofreció en 1832, al inicio de otra época, pero luego la revolución fue conjurada por la cesión parlamentaria y su proyecto de ley, el primer Decreto de Reforma, que contribuyó a establecer el compromiso victoriano. De este modo, las energías políticas de la época no carecían de fundamento, incluso en Inglaterra, pero a los idealistas de todo género que vivían en Inglaterra en las primeras tres décadas del siglo XIX les parecía que una nueva energía había nacido al mundo y había muerto precozmente. Los grandes escritores ingleses del período reaccionaron ante una situación estancada en el recogimiento, interno o externo. En Blake y Wordsworth, este movimiento interno llevó a crear una nueva clase de poesía: creó la poesía moderna tal como la conocemos.
El útil término "romántico", que describe el período contemporáneo de la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas, la era de Castlereagh y más tarde Metternich, no se empleó sino hasta que posteriormente los últimos historiadores literarios victorianos volvieron los ojos a los primeros años del siglo XIX. Desde entones, la palabra se ha referido no sólo a un período cultural, tanto en Inglaterra como en el continente europeo, sino a un tipo de arte que es eterno y recurrente, considerado por lo general en alguna clase de oposición al arte llamado clásico o neoclásico. El término se remonta a una forma literaria, el romance, narración maravillosa suspendida hasta cierto punto entre el mito y la representación naturalista. Hacia mediados del siglo XVIII, la palabra "romántico" se convirtió en Inglaterra en un adjetivo que significaba "salvaje", "extraño" o "pintoresco", y se aplicó más habitualmente a la pintura y al decorado que a la poesía. Los términos críticos que la literatura de mediados del siglo XVIII empleaba para definirse a sí misma, en directa oposición al clasicismo de Pope, Swift, y el Dr. Johnson, eran "lo sublime" y la "sensibilidad". Ningún poeta del período romántico caracterizó nunca su propia poesía o la de sus contemporáneos como "romántica". Cada uno de los seis poetas mayores creía que participaba de lo que William Hazlitt llamó "el Espíritu de la Época". En el alba semiapocalíptica de la Revolución Francesa parecía que era realmente posible una renovación del universo, que la vida ya no podría ser lo que había sido. Para nosotros no resulta fácil ahora evocar el fervor de ese momento, por más saltos que pueda dar la imaginación histórica. No poseemos un análogo real para lo que se presentó como una conmoción psíquica universal que prometía una liberación de todo lo nocivo que había existido en el pasado. La Revolución Rusa, aun en el caso de que no fuera para nosotros históricamente casi tan remota como la francesa, no constituiría un análogo adecuado, pues tuvo lugar en un mundo que ya estaba padeciendo una guerra. En sus días, la Revolución Francesa fue un nuevo género de revolución ideológica; de ahí el terror que suscitó en sus opositores, y la esperanza de sus simpatizantes.
Para comprender cabalmente el vínculo entre la Revolución Francesa y la literatura romántica inglesa acaso resulte más iluminador examinar, no el caso de alguno de los grandes poetas, sino el del crítico William Hazlitt, quien conservó su fe en la Revolución e incluso en Napoleón mucho tiempo después de que las demás figuras literarias de su tiempo se habían vuelto reaccionarias, indiferentes o habían muerto jóvenes. Hazlitt no sólo vivió y murió como jacobino sino que todo su substrato y trayectoria son arquetípicos del Romanticismo inglés; su personalidad y psicología son asimismo representativos de tal movimiento, del mismo modo que la de Rousseau encarna perfectamente la vertiente francesa.
Como sucedía con todos los poetas románticos ingleses, la raíz religiosa de Hazlitt se hallaba en la tradición del disentimiento protestante, el tipo de visión inconformista que derivaba del Ala Izquierda del movimiento puritano de Inglaterra. No se encontrará cuestión más importante que ésta en lo que respecta a la poesía romántica inglesa, o ciertamente a la poesía inglesa en general, dado que ha sido deliberadamente ocultada por la mayor parte de la crítica moderna. Aunque se trata de un protestantismo desplazado, 0 bien de un protestantismo asombrosamente transformado por distintas clases de humanismo o naturalismo, la poesía del Romanticismo inglés constituye un tipo de poesía religiosa y esta religión se encuentra dentro de la línea protestante, aunque Calvino y Lutero la habrían contemplado con horror. Por cierto, la ininterrumpida continuidad de la poesía inglesa, que T. S. Eliot y sus seguidores atacaron, es una tradición protestante radical o desplazada. No es accidental que los poetas despreciados por el "New Criticism" fueran individualistas protestantes o puritanos, 0 bien hombres que aspiraban a separarse del cristianismo y formular religiones personales en su poesía. Este agrupamiento protestante se inicia con ciertos aspectos de Spenser y Milton, cruza a través de los principales románticos y victorianos, y aparece nítidamente representado en nuestro siglo por Hardy y Lawrence. Tampoco es accidental que los poetas preferidos por el "New Criticism" fueran católicos o anglicanos de la Alta Iglesia: Donne, Herbert, Dryden, Pope, Dr. Johnson, Hopkins en el período victoriano, Eliot y Auden en nuestra época. No se trata de que los críticos literarios hayan estado comprometidos en una conspiración cultural religiosa; más bien hay, por los menos, dos tradiciones principales de la poesía inglesa y lo que las distingue no son solamente consideraciones estéticas sino diferencias conscientes en materia de religión y política. Una línea, la central, es protestante, radical, y romántico-miltoniana; la otra es católica, conservadora y, según su pretensión, clásica. La cultura francesa se ha divido entre aquellos que aceptaron la Revolución y sus consecuencias, y aquellos que buscaron negarla y resistirla. Del mismo modo, pero más sutilmente, la cultura inglesa se ha dividido entre aquellos que aceptaron la revolución religiosa puritana de fines del siglo XVI y el siglo XVII, y aquellos que la combatieron. Si bien estoy simplificando considerablemente la cuestión, el conflicto que quiero exponer se encuentra ciertamente allí; atraviesa la crítica de T. S. Eliot, con muchos encubrimientos, y explica todos los juicios de Eliot sobre poesía inglesa. La crítica de Hazlitt, que por algunos patrones persiste tan vital como la de Eliot, ilustra a la inversa el mismo punto dialéctico: la sensibilidad implicada es la de un disidente protestante y las opiniones se forman de acuerdo a ello.La principal característica de la disidencia religiosa inglesa fue su insistencia en la independencia intelectual y espiritual, en el derecho de la opinión privada en cuestiones de moralidad, en la luz interior de cada alma por medio de la cual la Escritura debe ser leída y, por encima de todo, en no permitir que ninguna barrera o intermediario se interpusiera entre un hombre y su Dios. En nuestra época, la crítica literaria académica se convirtió casi en un asunto de capilleros; así, por ejemplo, un gran número de estudiantes aprendió a leer a Milton a la dudosa luz del prefacio a Paraíso Perdido de C. S. Lewis, en el que el más grande poema protestante se transforma en un documento anglo-católico. La mejor introducción a la lectura de la poesía romántica será siempre una atenta relectura del Libro I de Faerie Queene de Spenser y del Paraíso Perdido de Milton, que juzgue madura e integralmente el contenido espiritual de esos poemas. Milton comienza su poema con una invocación a la Musa, un artificio épico que convierte en el llamado del Espíritu Santo de Dios, que "prefiere a todos los templos/ el corazón recto y puro". No pretende más que eso; repudia los templos, cualquiera de ellos, y ofrece en cambio su propio corazón arrogantemente recto y puro como la verdadera morada de la creadora Palabra de Dios. El Espíritu que se desplaza sobre la superficie de las aguas y pone de manifiesto que nuestro mundo es idéntico al espíritu formador que habita en el alma del inspirado poeta protestante. Spenser no es tan directo, pero el Libro 1 de su poema presenta una alegoría de cuño calvinista que es apenas menos iconoclasta al yuxtaponer un errante caballero puritano a una maquinaria corrupta de salvación. El espíritu de Hazlitt, de Blake, del joven Wordsworth, de Shelley, de Keats, es un descendiente directo de este espíritu spenseriano y miltoniano: el alma autónoma que busca su salvación fuera y más allá de la jerarquía de la gracia. La desnudez espiritual de Hazlitt, Blake y los demás es una versión más extrema de ese temperamento inconformista inglés que había triunfado de tal modo en Milton que le levantó una iglesia de un solo creyente, un partido político de un solo individuo e incluso una nación dentro de sí mismo.
No fue hasta 1828 que los disidentes obtuvieron en Inglaterra igualdad legal en asuntos de religión y educación. En 1818, Hazlitt escribió el siguiente elogio de sus correligionarios, los sectarios, los hombres y mujeres que encarnaban lo que Edmund Burke había llamado "la disidencia del disidente y el protestantismo de la religión protestante". Los inconformistas, escribió Hazlitt, "son los más firmes defensores de las leyes y libertades [de Inglaterra], son obstáculos y barreras contra los abusos insidiosos o abiertos del poder arbitrario: y son depositarios del amor a la verdad". El disentimiento o el individualismo religioso fue siempre más un estado del espíritu que una doctrina, y se opuso tenazmente al Establishment desde la Restauración, en 1660, hasta la derogación de las Leyes de Prueba, en 1828. Desde entonces, bajo el disentimiento, bajo la forma de un renacimiento eclesiástico, procuró hacerse cargo de la propia Iglesia de Inglaterra y garantizó una cierta influencia para procrear la contrarreacción del movimiento de Oxford, liderada por Newman y sus amigos y partidarios.
El disenso había comenzado como una protesta contra la autoridad eclesiástica, pero avanzó hacia una afirmación de la libertad tanto civil como religiosa. Las obras en prosa de Milton emplean como concepto rector la doctrina protestante de la "Libertad Cristiana", que sostiene que ser libre de cualquier coacción eclesiástica constituye una prerrogativa de todo hombre regenerado bajo la Nueva Ley del Evangelio. Después de la restauración de los Estuardos, Milton volcó sus energías a explorar el Paraíso en el interior de cada hombre, ya que la Libertad Cristiana estaba todavía en condiciones de ofrecer esto. Frustradas por la restauración, las energías externas del individualismo protestante se dirigieron a la lucha por las libertades naturales de los ingleses. Las energías interiores murieron lentamente más allá de la poesía posterior a Milton, y no resurgieron sino hasta el renacimiento miltoniano de 1740, uno de cuyos mayores monumentos es la Oda al Genio Poético de Collins. Entretanto, fueron parcialmente secularizadas por el Ala Radical del partido Whig, conducido por Charles James Fox hacia finales del siglo XVIII. En el campo religioso, encarnaron en George Fox y los Cuáqueros, y de modo aun más significativo para el Romanticismo, en los dos grandes teólogos inconformistas de fines del siglo XVIII: Richard Price y Joseph Priestley. Price y Priestley lideraron la agitación unitaria radical para la reforma de la Iglesia y el Estado, que contó al joven Coleridge y a Wordsworth como partidarios y contribuyó a predisponerlos hacia una temprana insatisfacción con la cultura del siglo XVIII y sus instituciones.Cuando cayó la Bastilla, los disidentes saludaron con júbilo los sucesos que ocurrían en Francia. El 4 de noviembre de 1789, Richard Price pronunció un sermón que provocó en Edmund Burke la elocuente reacción de sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia. En los últimos años de sus vidas, ambos se habían vuelto toris, Coleridge y Wordsworth se convirtieron en discípulos de Burke. Durante su juventud, sin embargo, siguieron a Priestley y Godwin en el ataque a Burke y en la defensa de la Revolución Francesa. Cuando el obispo anglicano Watson publicó su sermón contra la revolución, titulado encantadoramente La sabiduría y bondad de Dios al hacer a los ricos y a los pobres, Wordsworth le respondió con su irritada Carta al obispo de Llandaff, en la cual tanto el obispo como Burke son invitados a contemplar los horrores cotidianos que afligen a la clase obrera: "el flagelo del trabajo, del frío, del hambre", como lo expresa Wordsworth. Más irónico todavía era en esa época el rol de Coleridge, puesto que el Coleridge ya mayor habría de sentar las bases ideológicas del conservadurismo inglés y el anglicanismo afianzado en el período victoriano. Pero el joven Coleridge siguió a Priestley al extremo de imitar su famoso sermón de 1794, en el que se interpreta la Revolución Francesa como el tiempo de tribulaciones que precede al milenio que será el primer estadio del apocalipsis, el juicio final profetizado en la Revelación de San Juan el Divino. En su extenso poema Religious Mussings, redactado entre 1794 y 1796, Coleridge escribe también acerca de la revolución como un umbral necesariamente violento para mil años de paz, después de lo cual Cristo volvería para juzgar a las naciones de la tierra. El mismo lenguaje apocalíptico se lee también en Aislado y Preludio de Wordsworth y en el Matrimonio del cielo y el infierno de Blake y en todos sus poemas acerca de las revoluciones norteamericana y francesa. En la generación posterior, el impulso apocalíptico abandona el mundo contemporáneo, que pertenece a Metternich y sus colegas, e ingresa al mundo puramente ideal tan espléndidamente explorado por Shelley en su drama lírico Prometeo desencadenado.
Son precisamente estos anhelos apocalípticos, por sí mismos expresiones de un temperamento radicalmente protestante, lo que distingue de manera más clara la poesía romántica del resto de la poesía inglesa que se habla escrito desde el Renacimiento. No constituye una deprecación de los poetas augustales y de la Restauración generalizar que trataron al hombre como un ser claramente limitado, situado en un contexto de razón, naturaleza y sociedad que organizaba sus horizontes y negaba cualquier posibilidad de una alteración radical en sus expectativas mundanas. En verdad, es la fuerza e incluso la gloria de tales poetas, que atacaron tan furibundamente la vana soberbia del hombre y su peligrosa ambición de rehuir las rudas realidades de una existencia razonable. Aun cuando uno no posea un temperamento católico, clásico, o conservador, puede llamar a esto glorioso, si tiene en cuenta una pequeña historia. La literatura de la Restauración y sus herederos augustales -toda la serie de neoclasicistas desde Dryden pasando por Addison, Pope y Swift hasta llegar al guerrero de la retaguardia Samuel Johnson- reaccionaron contra la era más desordenada de la historia de Inglaterra, una época de guerra civil, pugna religiosa, y cambio total de la visión del mundo en términos científicos y filosóficos. Desde un punto de vista, la época de Cromwell y Milton representa la culminación gloriosa de la era isabelina del Renacimiento y la Reforma, pero desde un punto de vista más tradicional constituye un colapso anárquico y brutal de una sociedad asentada en un caos de rebelión y sectarismo, ocasionado por la orgullosa soberbia espiritual y el pecado original de la desobediencia y arrogancia civil y eclesiástica. Pope y Swift, y más tarde Johnson, se opusieron a toda innovación, a toda marca de disentimiento, a todo extremismo en ética, metafísica, política o arte. El temor augustal a la demencia, tan fuerte en Swift y Johnson, juega un papel considerable en esta oposición, que llega incluso a atacar lo que Johnson llama "el peligroso predominio de la imaginación". En sus últimos años, Swift se volvió loco; Johnson estuvo peligrosamente cerca de serlo. Los poetas de la era de la sensibilidad -digamos desde 1740 a 1770- se rebelaron contra Pope y Johnson y buscaron regresar a la osadía intelectual y estética de Milton, con resultados durante sus vidas que, por lo menos, sobrepasaron las melancólicas advertencias de Johnson. Chatterton se suicidó a los diecisiete años; Cowper, Collins, Christofer Smart y algunos otros pasaron varios años en asilos para locos, como sucedería luego con el poeta romántico John Clare, en tanto poetas como Gray y Bums terminaron sus días sumidos en una honda melancolía o una profunda alienación social. El espectro que obsedía a estas generaciones no era otro que el terror a la energía psíquica y la convicción de que la muerte en vida era lo que le aguardaba a cualquier poeta que cediera a su imaginación. Como fenómeno, este predominio y temor a la locura creadora de mediados del siglo XVIII no ha sido aún resuelto, y no necesitamos intentar juzgar aquello que no podemos comprender. Pero debemos tener en mente este fenómeno si pretendemos entender a William. Blake, el más sano de los poetas, que merced a la dudosa ironía de la historia literaria, era considerado loco por algunos de sus contemporáneos, y es todavía considerado de esa manera por muchos de nosotros, que ya no tenemos excusas por no conocerlo mejor. En Blake, el tema satírico de una premeditada demencia intelectual que deviene un involuntario desorden espiritual es sondeado ya en la temprana y juvenil "Canción loca" de sus Esbozos poéticos. En El libro de Urizen, Blake entrega su análisis definitivo del fenómeno de la locura del siglo XVIII, un análisis que posiblemente no estemos en condiciones de mejorar, aun cuando retrocedamos al rigor intelectual con el que se presenta la sátira. Lo contrario del temor johnsoniano hacia la imaginación lo constituye la apocaliptica esperanza romántica de que sea alcanzada a través de y en la imaginación. Es precisamente aquí, en el asombrosamente fecundo e inauditamente variado concepto de imaginación donde reside el centro de la teoría poética romántica.
La teoría neoclásica de la poesía no era más que una versión coherente y refinada de la antigua teoría mimética, en la cual la poesía se consideraba como una imitación de las acciones humanas. Por el contrario, en la teoría poética romántica esto ya no es así. Para hablar del poder "creativo" de un artista o un poeta, nos encontramos hoy con el más transitado lugar común, olvidando que la muy atendible metáfora implicada en la palabra "creativo" en este contexto supone una enorme diferencia de la primaria noción del arte como imitación. Como observa M.H. Abrams, una metáfora muerta o desvaída, o bien un término en desuso, constituye el residuo de una figura de discurso "que sólo cuatro siglos antes era nueva, vital, y -dado que iguala al poeta con Dios en su función única y más característica- acaso al borde de la blasfemia". La historia antigua de esta metáfora estética, se podría agregar, carece por completo de la conciencia de tal blasfemia. La metáfora aparece a través de indicios premonitorios en los escritos del primer siglo de la era cristiana y en los estetas griegos de la segunda centuria. En el siglo III, la metáfora emerge claramente en Plotino, fundador del neoplatonismo. Durante el Renacimiento italiano, los neoplatónicos de la Academia Florentina extienden la metáfora a la teoría, hasta alcanzar la grosera afirmación del crítico Scaliger, para quien el poeta es aquél que "hace una nueva naturaleza y la hace como si fuera un nuevo Dios". Scaliger es el punto de partida para una declaración similar de Sir Philip Sidney en su Apology of Poetry. Llegamos al final de este recorrido con el contemporáneo de Sidney, George Puttenham, quien adhirió a la idea que en la Apology de Sidney se daba de la crucial palabra "crea", basada en el vocablo común del latín eclesiástico que connotaba el concepto ortodoxo de que Dios formó el mundo a partir de la nada. Si los poetas, dice Puttenham, "son capaces de idear y hacer todos estas cosas por si mismos, sin ningún sujeto o verdad", entonces "serán (por obra de la palabra) como Dioses creadores".
Si se la toma demasiado literalmente, esta fatua historia suena como si Sidney y sus contemporáneos tuvieran ya una teoría romántica de la imaginación; sin embargo, se trata solamente de una de las curiosas ilusiones que puede depararnos la relativa chatura de la historia intelectual. Sidney enuncia la metáfora estética de la creación, y luego la abandona de inmediato por una definición de la poesía como imitación, según la cual "la verdad" del papel del poeta, como él dice, "puede ser la más palpable". El veloz desplazamiento de Sidney desde la metáfora teológica hacia una más tradicional del arte como espejo que expone la naturaleza, es el punto exacto en que el Romanticismo tanto deriva como se distancia de su predecesor, el Renacimiento.Antes del Romanticismo, la literatura y las artes gozaban del mismo status cultural y educativo que todavía poseen, pero generalmente se los juzgaba dependientes por su significado de la teología, la filosofía, y la historia; es decir, se las reducía alegóricamente a verdades que se consideraban formuladas de manera más clara en campos más privilegiados del saber. Si un poema era portador de alguna verdad, debía tratarse de una verdad ornamentada o elaborada de la que sería posible hallar una enunciación más directa en el contexto moral o religioso. Cuando los románticos, de Blake a Shelley y Keats, hablan de la relación de la poesía con otras áreas de la cultura, están reclamando que la poesía es algo anterior a la teología o filosofía moral: con "anterior" quieren decir tanto más original como intelectualmente más poderoso.
Como aseveración, esta autoexaltación de los románticos puede desde luego ser considerada como mera megalomanía, y de hecho así ha sido considerada por toda una serie de críticos modernos desde Irving Babbitt y T. E. Hulme, pasando por T. S. Eliot, hasta Regar a los críticos académicos norteamericanos llamados "nuevos" durante la pasada década. Pero la aseveración romántica no es sólo una aseveración; es una metafísica, una teoría de la historia y, mucho más importante que cualquiera de estas dos cosas, es lo que todos los románticos, pero Blake en particular, llamaron una visión, una manera de ver, y de vivir, una vida más humana. Northrop, Frye observa que, incluso en el disentimiento de la visión protestante, todas las tradiciones de civilización que se consideraban dignas de ser preservadas se creían instituidas por Dios. Pero, como Frye añade, a comienzos del siglo dieciocho la idea de que gran parte de la civilización era una institución humana había comenzado a aparecer, aunque de manera incierta, en los escritos protestantes radicales. Está presente, por ejemplo, en el Price unitario y en Priestly, y juega un rol central en el pensamiento de William Godwin, que comenzó como disidente y se convirtió luego en una curiosa mezcla de anarquista idealista y humanista materialista. En Blake aparece como un nuevo mito, esto es, como un relato nuevo y comprensivo de cómo el hombre llegó a ser lo que es ahora y cómo volverá a ser lo que alguna vez fue. Si todas las deidades, como afirma Blake, habitan en el corazón del hombre, entonces serán humanas también todas las tradiciones del conocimiento, de lo que se sigue que el conocimiento más humano y completo es el de la poesía.Milton está en el origen de esta clase de creencia, y sin embargo la habría rechazado, con la convicción de que conduciría a una idolatría satánica de la misma. Constituye una de las características más notables del período romántico el hecho de que cada poeta importante intentara, a su turno, rivalizar y superar a Milton, al tiempo que renovaba su visión. Superar a Milton en este contexto sólo podía significar corregir su visión humanizándola, lo cual no es sino un análogo secular de todo el proceso por el que el protestantismo calvinista se transformó en el disentimiento radical de fines del siglo XVIII. La inmensa esperanza de Blake y del primer Wordsworth, de Shelley y de Keats, era que la poesía, al expresar la totalidad del hombre, pudiera liberarlo de su condición caída o, de manera más apremiante, hacerle ver esa condición como innecesaria, como una ficción no imaginativa de la que un espíritu despierto podría desasirse. Así el Milton de Blake, en la breve epopeya en la que él es el héroe, viene a desgarrar los harapos de las concepciones decadentes, a desnudarse él mismo de lo inhumano. Y de la misma manera, en la poesía de nuestra época que es el legado directo del Romanticismo, exclama Yeats:
El pensamiento es un ropaje y el alma una desposada
Que no puede en esa hojarasca y oropel esconderse.
Así también con la visión de Wordsworth, en la que por las palabras que proferimos debemos ser salvados nada menos que de lo que somos, un visión que encuentra sus más elevadas palabras honoríficas en los términos "simple" y "común", y la felicidad humana, en la línea en movimiento, "el simple producir del día común" donde nuestras vidas son perpetuamente renovadas por ese extraordinario proceso de santificación de lo trivial que él supo describir antes que nadie en poesía. Esta misma visión aparece renovada para nosotros en la poesía de Wallace Stevens, el más auténtico y relevante de nuestra época. El Romanticismo opone a la religión sobrenatural la pasión natural que Wallace Stevens ha expresado de la manera más elocuente:
La penuria mayor no es habitar
Un mundo físico, sino sentir que el íntimo deseo
Es muy difícil de decir en la desesperanza.
El deseo central de Blake y Wordsworth, de Keats; y Shelley, era hallar un final digno en la existencia humana misma. Son estos poetas quienes más se aproximan a la respuesta que Wallace Stevens, después de ellos, presenta:
Y más allá de lo que se ve y se oye y más allá
De aquello que sentimos, quién habría imaginado hacer
Tantos sí mismos, mundos sensoriales,
Como si el aire al mediodía se entibiase
Con los cambios metafísicos que ocurren
Por vivir como vivimos en el lugar donde vivimos.