FRAGMENTOS
REPETICIÓN DE LA COSMOGONÍA
El "Centro" es, pues, la zona de lo sagrado por excelencia, la de la realidad absoluta. Todos los demás símbolos de la realidad absoluta (Árboles de Vida y de la Inmortalidad, Fuente de Juvencia, etcétera) se hallan igualmente en un Centro. El camino que lleva al centro es un "camino difícil" (durohana), y esto se verifica en todos los niveles de lo real: circunvoluciones dificultosas de un templo (como el de Barabu-dur); peregrinación a los lugares santos (La Meca, Hardward, Jerusalén, etcétera); peregrinaciones cargadas de peligros de las expediciones heroicas del Vellocino de Oro, de las Manzanas de Oro, de la Hierba de Vida, etcétera; extravíos en el laberinto; dificultades del que busca el camino hacia el yo, hacia el "centro" de su ser, etcétera. El camino es arduo, está sembrado de peligros, porque, de hecho, es un rito del paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso al "centro" equivale a una consagración, a una iniciación; a una existencia ayer profana e ilusoria, sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz.
Si mediante el acto de la Creación se cumple el paso de lo no manifestado a lo manifestado o, hablando en términos cosmológicos, del Caos al Cosmos; si la Creación, en toda la extensión de su objeto, se efectuó a partir de un "centro"; si, en consecuencia, todas las variedades del ser, de lo inanimado a lo viviente, sólo pueden alcanzar la existencia en un área sagrada por excelencia, entonces se aclaran maravillosamente para nosotros el simbolismo de las ciudades sagradas ("centros del mundo"), las teorías geománticas que presiden la fundación de las ciudades, las concepciones que justifican los ritos de su construcción. Al estudio de esos ritos de construcción y de las teorías que ellos implican hemos consagrado una obra anterior:* a ella remitimos al lector. Sólo recordaremos dos proposiciones importantes:
1a, toda creación repite el acto cosmogónico por excelencia: la Creación del Mundo;
2a, en consecuencia, todo lo que es fundado lo es en el Centro del Mundo (puesto que, como sabemos, la Creación misma se efectuó a partir de un centro). Entre la multitud de ejemplos que tenemos a mano elegiremos uno solo, interesante también por otras razones que volverán a traerlo en nuestra exposición. En la India, "antes de colocar una sola piedra... el astrólogo indica el punto de los cimientos que se halla encima de la serpiente que sostiene al mundo. El maestro albañil labra una estatua de madera de un árbol jadira, y la hunde en el suelo, golpeándola con un coco, exactamente en el punto designado, para fijar bien la cabeza de la serpiente". Encima de la estaca es colocada una piedra de busepadmacila). La piedra de ángulo se halla así exactamente en el "centro del mundo". Pero el acto de fundación repite a un mismo tiempo el acto cosmogónico, pues "fijar", clavar la estatua en la cabeza de la serpiente, es imitar la hazaña primordial de Soma o de Indra, cuando este último "hirió a la Serpiente en la cueva", cuando su rayo le "cortó la cabeza". La serpiente simboliza el caos, lo amorfo no manifestado. Indra encuentra a Vritra no dividida (aparvan), no despierta (abudhyam), dormida (adudhyamánam), sumida en el sueño más profundo (suskupánam), tendida (agayanam). Fulminarla y decapitarla equivale al acto de creación, con el paso de lo no manifestado a lo manifestado, de lo amorfo a lo formal. Vritra había confiscado las Aguas y las guardaba en la cavidad de las montañas. Esto quiere decir: 1°, o que Vritra era el Señor absoluto —como lo era Tiamat o cualquier otra divinidad ofidia— de todo el caos anterior a la Creación; 2°, o bien que la gran Serpiente, al guardar las Aguas para ella sola, había dejado al mundo entero asolado por la sequía. El sentido no se altera ya sea que esa confiscación ocurriera antes del acto de la Creación o después de la formación del mundo: Vritra "impide"* que el mundo se haga, o dure. Símbolo de lo no manifestado, de lo latente o de lo amorfo, Vritra representa al Caos anterior a la Creación.
En otra obra, Commentaires a la Légende du Mai-tre Manóle, hemos intentado explicar los ritos de construcciones como imitaciones del acto cosmogónico. La teoría que esos ritos implican se resume así: nada puede durar si no está "animado", si no está dotado, por un sacrificio, de un "alma"; el prototipo del rito de construcción es el sacrificio que se hizo al fundar el mundo. A decir verdad, en ciertas cosmogonías arcaicas el mundo nació por el sacrificio de un monstruo primordial, símbolo del Caos (Tiamat), por el de un macroántropo cósmico (Ymir, Pan’Ku, Purusha). Para asegurar la realidad y la duración de una construcción se repite el acto divino de la construcción ejemplar: la Creación de los mundos y del hombre. Previamente se obtiene la "realidad" del lugar mediante la consagración del terreno, es decir, por su transformación en un "centro"; luego, la validez del acto de construcción se confirma mediante la repetición del sacrificio divino. Naturalmente, la consagración del "centro" se hace en un espacio cualitativamente distinto del espacio profano. Por la paradoja del rito, todo espacio consagrado coincide con el Centro del Mundo, así como el tiempo de un ritual cualquiera coincide con el tiempo mítico del "principio". Por la repetición del acto cosmológico, el tiempo concreto, en el cual se efectúa la construcción, se proyecta en el tiempo mítico, in illo tem-pore en que se produjo la fundación del mundo. Así quedan aseguradas la realidad y la duración de una construcción, no sólo por la transformación del espacio profano en un espacio trascendente ("el Centro"), sino también por la transformación del tiempo concreto en tiempo mítico. Un ritual cualquiera, como ya tendremos ocasión de ver, se desarrolla no sólo en un espacio consagrado, es decir, esencialmente distinto del espacio profano, sino además en un "tiempo sagrado", "en aquel tiempo" (in illo tempore, ab origine), es decir, cuando el ritual fue llevado a cabo por ver primera por un dios, un antepasado o un héroe.
MODELOS DIVINOS DE LOS RITUALES
Todo ritual tiene un modelo divino, un arquetipo; el hecho es suficientemente conocido para que nos baste con recordar algunos ejemplos: "Debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio". "Así hicieron los dioses; así hacen los hombres." Este adagio hindú resume toda la teoría subyacente en los ritos de todos los países. Encontramos esta teoría tanto en los pueblos llamados "primitivos" como en las culturas evolucionadas. Los aborígenes del sudeste de Australia, por ejemplo, practican la circuncisión con un cuchillo de piedra, porque así se lo enseñaron sus antepasados míticos; los negros amazulúes hacen lo mismo, porque Unkulunkulu (héroe civilizador) decretó in illo tempore: "Los hombres deben estar circuncisos para no ser semejantes a los niños". La ceremonia Hako de los indios paunis, tan admirablemente estudiada por Alice Fletcher, fue revelada a los sacerdotes por Tirawa, el Dios supremo, al principio de los tiempos. Entre los salvajes de Madagascar, "todas las costumbres y ceremonias familiares, sociales, nacionales, religiosas, deben ser observadas conforme al lilin-draza, es decir, a las costumbres establecidas y a las leyes no escritas heredadas de los antepasados...". Es inútil multiplicar los ejemplos: se considera que los actos religiosos han sido fundados por los dioses, héroes civilizados o antepasados míticos. Dicho sea de paso, entre los "primitivos" no sólo los rituales tienen su modelo mítico, sino que cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado. Al final del presente capítulo volveremos sobre esas acciones ejemplares que los hombres no hacen más que repetir sin cesar.
Decíamos, no obstante, que semejante "teoría" no justifica el ritual solamente en las culturas "primitivas". En el Egipto de los últimos siglos, por ejemplo, el poder del rito y del verbo que poseían los sacerdotes se debía a que aquéllos eran imitación de la hazaña primordial del dios Thot, que había creado el mundo por la fuerza de su Verbo. La tradición irania sabe que las fiestas religiosas fueron instauradas por Ormuz para conmemorar los actos de la Creación del Cosmos, la cual duró un año. Al final de cada período, que representaba respectivamente la creación del cielo, de las aguas, de la tierra, de las plantas, de los animales y del hombre, Ormuz descansaba cinco días, instaurando así las principales fiestas mazdeanas. El hombre no hace más que repetir el acto de la Creación; su calendario religioso conmemora, en el espacio de un año, todas las fases cosmogónicas que ocurrieron ab origine. De hecho, el año sagrado repite sin cesar la Creación, el hombre es contemporáneo de la cosmogonía y de la antropogonía, porque el ritual lo proyecta a la época mítica del comienzo. Una bacante imita mediante sus ritos orgiásticos el drama patético de Dionisos: un órfico repite a través de su ceremonial de iniciación las hazañas originales de Orfeo, etcétera. El sabat judeocristiano es también una imitatio Dei. El descanso del sabat reproduce el acto primordial del Señor, pues el séptimo día de la Creación fue cuando Dios "reposó de todas las obras que había hecho". El mensaje del Salvador es en primer lugar un ejemplo que debe ser imitado. Después de lavar los pies a sus apóstoles, Jesús les dice: "Porque ejemplo os he dado para que como yo he hecho a vosotros, vosotros también hagáis". La humildad no es sino una virtud; pero la humildad que se ejerce siguiendo el ejemplo del Salvador es un acto religioso y un medio de salvación: "...Que os améis, los unos a los otros, así como yo os he amado..." Ese amor cristiano está consagrado por el ejemplo de Jesús. Su práctica actual anula el pecado de la condición humana y diviniza al hombre. El que cree en Jesús puede hacer lo que El hizo; sus límites y sus impotencias quedan abolidos. "...El que en mí cree, él también hará las obras que yo hago." La liturgia es precisamente una conmemoración de la vida y de la Pasión del Salvador. Más adelante veremos que esa conmemoración es de hecho una reactualización de "aquel tiempo".
Los ritos matrimoniales tienen también un modelo divino, y el casamiento humano reproduce la hie-rogamia, más particularmente la unión entre el Cielo y la Tierra. En el Atharva Veda (xiv, 2, 71) el casado y la casada se asimilan al Cielo y a la Tierra, mientras que en otro himno cada acción nupcial está justificada por un prototipo de los tiempos místicos: "Como Agni tomó la mano derecha de esta tierra, así te tomo la mano... que el dios Savitar te coja de la mano... Tvas-htar ha dispuesto su ropa, para estar hermosa, según la instrucción de Brhaspati y de los Poetas. ¡Quieran Savitar y Bhaga adornar a esta mujer de hijos, como hicieron con la Hija del Sol!". Dido celebra su casamiento con Eneas en medio de una violenta tempestad;7la unión de éstos coincide con la de los elementos; el Cielo abraza a su esposa, dispensando la lluvia fertilizante. En Grecia los ritos matrimoniales imitaban el ejemplo de Zeus que se unió secretamente con Hera. Diodoro de Sicilia (v, 72,4) nos asegura que la hierogamia cretense era imitada por los habitantes de la isla; en otros términos, la unión matrimonial hallaba justificación en un acontecimiento primordial que ocurrió "en aquel tiempo".
Deméter se unió a Jasón sobre la tierra recientemente sembrada, al principio de la primavera. El sentido de esa unión es claro: contribuye a promover la fertilidad del suelo, el prodigioso impulso de las fuerzas de creación telúrica. Ésta era una costumbre bastante frecuente, hasta el siglo pasado, en el Norte y el Centro de Europa (testigo de ello son las costumbres de unión simbólica de las parejas en los campos). En China, las jóvenes parejas iban en primavera a unirse sobre el césped, para estimular la "regeneración cósmica" y la "germinación universal". En efecto, toda unión humana encuentra su modelo y su justificación en la hierogamia, la unión cósmica de los elementos. El Yue Ling (Libro de las prescripciones mensuales) establece que las esposas deben presentarse al Emperador para cohabitar con él el primer mes de la primavera, cuando se oye el trueno. El ejemplo cósmico es seguido también por el soberano y por todo el pueblo. La unión marital es un rito incorporado al ritmo cósmico, que adquiere su validez gracias a dicha integración.
Todo el simbolismo paleooriental del casamiento puede explicarse por medio de modelos celestes. Los súmeros celebraban la unión de los elementos del día de Año Nuevo; en todo el Oriente antiguo, ese mismo día es señalado tanto por el mito de la hierogamia como por los ritos de la unión del rey con la diosa. Es en el día de Año Nuevo cuando Ishtar se acuesta en compañía de Tammuz, y cuando el rey reproduce esa hierogamia mítica cumpliendo la unión ritual con la diosa (es decir con la hieródula que la representa en la tierra) en una cámara secreta del templo, en la que se halla el lecho nupcial de la diosa. La unión divina asegura la fecundidad terrestre; cuando Ninlil se une con Enlil, la lluvia empieza a caer. Esa misma fecundidad queda asegurada por la unión ceremonial del rey, la de las parejas en la tierra, etcétera. El mundo se regenera cada vez que imita la hierogamia, es decir, cada vez que se lleva a cabo la unión matrimonial. El término alemán "Hochzeit" deriva de "Hochgezit", fiesta del Año Nuevo. El casamiento regenera el "año" y por consiguiente confiere la fecundidad, la opulencia y la felicidad.
La asimilación del acto sexual y del trabajo de los campos es frecuentemente en numerosas culturas.* En Çatapatha Brahmana, vii, 2, 2, 5, se asimila la tierra al órgano generador femenino (yoní) y la semilla al semen virile. "Vuestras mujeres son vuestras como la tierra." La mayoría de las orgías colectivas encuentra justificación ritual en la promoción de las fuerzas de la vegetación: se verifican en ciertas épocas críticas del año, cuando las simientes germinan o cuando las cosechas maduran, etcétera, y siempre tienen una hierogamia por modelo mítico. Tal es, por ejemplo, la orgía practicada por la tribu ewe (África Occidental) en el momento en que la cebada comienza a germinar; la orgía se legitima por una hierogamia (las jóvenes son ofrecidas al dios Pitón). Volvemos a encontrar esa misma legitimación entre los pueblos Oraon: la orgía de éstos se efectúa en mayo, en el momento de la unión del dios Sol con la diosa Tierra. Todos esos excesos orgiásticos hallan de uno u otro modo su justificación en un acto cósmico o biocósmico: regeneración del Año, época crítica de la cosecha, etcétera. Los mozos que desfilaban desnudos por las calles de Roma durante las Floralias (27 de abril), o tocaban a las mujeres en ocasión de las Lupercales, con el fin de conjurar la esterilidad de éstas, las libertades permitidas con motivo de la fiesta Holi en toda la India, el libertinaje que era de regla en Europa central y septentrional cuando se celebraban las fiestas de la cosecha, y que tanto dio que hacer a las autoridades eclesiásticas; todas esas manifestaciones tenían también un prototipo suprahumano y tendían a instaurar la fertilidad y la opulencia universales. (Para la significación cosmológica de la "orgía" véase el cap. II.)
Es indiferente, para el fin que perseguimos con el presente estudio, saber en qué medida los ritos matrimoniales y la orgía crearon los mitos que los justifican. Lo que importa es el hecho de que tanto la orgía como el casamiento constituían rituales que imitaban actos divinos o ciertos episodios del drama sagrado del Cosmos; lo que importa es dicha legitimación de los actos humanos por un modelo extrahumano. El hecho de que comprobemos que el mito ha seguido algunas veces al rito —por ejemplo, las uniones ceremoniales pre-conyugales fueron anteriores a la aparición del mito de las relaciones preconyugales entre Hera y Zeus, mito que les sirvió de justificación— no hace disminuir en nada al carácter sagrado del ritual. El mito sólo es tardío en cuanto fórmula: pero en contenido es arcaico y se refiere a sacramentos, es decir, a actos que presuponen una realidad absoluta, extrahumana.
LOS MITOS Y LA HISTORIA
Cada uno de los ejemplos citados en el presente capítulo nos revela la misma concepción ontológica "primitiva"; un objeto o un acto no es teoría real más que en la medida en que imita o repite un arquetipo. Así, la realidad se adquiere exclusivamente por repetición o participación:, todo lo que no tiene un modelo ejemplar está "desprovisto de sentido", es decir, carece de realidad. Los hombres tendrán, pues, la tendencia a hacerse arquetípicos y paradigmáticos. Esta tendencia puede parecer paradójica, en el sentido de que el hombre de las culturas tradicionales no se reconoce como real sino en la medida en que deja de ser él mismo (para un observador moderno) y se contenta con imitar y repetir los actos de otro. En otros términos, no se reconoce como real, es decir, como "verdaderamente él mismo" sino en la medida en que deja precisamente de serlo. Sería, pues, posible decir que esa ontología "primitiva" tiene una estructura platónica, y Platón podría ser considerado en este caso como el filósofo por excelencia de la "mentalidad primitiva", o sea como el pensador que consiguió valorar filosóficamente los modos de existencia y de comportamiento de la humanidad arcaica. Evidentemente, la "originalidad" de su genio filosófico no desmerece por ello; pues el gran mérito de Platón sigue siendo su esfuerzo por justificar teóricamente esa visión de la humanidad arcaica, empleando los medios dialécticos que la espiritualidad de su tiempo ponía a su disposición.
Pero nuestro interés no se dirige a ese aspecto de la filosofía platónica; apunta a la ontología arcaica. Reconocer la estructura platónica de esa ontología no nos llevará muy lejos. Mucho más importante es la segunda conclusión que se desprende del análisis de los hechos citados en las páginas precedentes, a saber, la abolición del tiempo por la imitación de los arquetipos y por la repetición de las hazañas paradigmáticas. Un sacrificio, por ejemplo, no sólo reproduce exactamente el sacrificio inicial revelado por un dios ab origine, al principio, sino que sucede en ese mismo momento mítico primordial; en otras palabras: todo sacrificio repite el sacrificio inicial y coincide con él. Todos los sacrificios se cumplen en el mismo instante mítico del Comienzo; por la paradoja del rito, el tiempo profano y la duración quedan suspendidos. Y lo mismo ocurre con todas las repeticiones, es decir, con todas las imitaciones de los arquetipos; por esa imitación el hombre es proyectado a la época mítica en que los arquetipos fueron revelados por vez primera. Percibimos, pues, un segundo aspecto de la ontología primitiva; en la medida en que un acto (o un objeto) adquiere cierta realidad por la repetición de los gestos paradigmáticos, y solamente por eso, hay abolición implícita del tiempo profano, de la duración, de la "historia", y el que reproduce el hecho ejemplar se ve así transportado a la época mítica en que sobrevino la revelación de esa acción ejemplar.
La abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en el tiempo mítico no se producen naturalmente, sino en los intervalos esenciales, es decir, aquellos en que el hombre es verdaderamente él mismo: en el momento de los rituales o de los actos importantes (alimentación, generación, ceremonia, caza, pesca, guerra, etcétera). El resto de su vida se pasa en el tiempo profano y desprovisto de significación: en el "devenir". Los textos brahmánicos ponen muy claramente de manifiesto la heterogeneidad de los dos tiempos, el sagrado y el profano, de la modalidad de los dioses ligada a la "inmortalidad" y de la del hombre ligada a la "muerte". En la medida en que repite el sacrificio arquetípico, el sacrificante en plena operación ceremonial abandona el mundo profano de los mortales y se incorpora al mundo divino de los inmortales. Por lo demás, lo declara en estos términos: "He alcanzado el Cielo, los dioses; ¡me he hecho inmortal!"
Si entonces bajara sin cierta preparación al mundo profano, que abandonó durante el rito, moriría de golpe; por eso son indispensables ciertos ritos de desconsagración para reintegrar al sacrificante al tiempo profano. Lo mismo sucede durante la unión sexual ceremonial; el hombre deja de vivir en el tiempo profano y desprovisto de sentido, puesto que imita a un arquetipo divino. El pescador melanesio, cuando sale al mar, se convierte en el héroe Aori y se encuentra proyectado en el tiempo mítico, en el momento en que acontece el viaje paradigmático. Así como el espacio profano es abolido por el simbolismo del Centro que proyecta cualquier templo, palacio o edificio en el mismo punto central del espacio mítico, del mismo modo cualquier acción dotada de sentido llevada a cabo por el hombre arcaico, una acción real cualquiera, es decir, una repetición cualquiera de un gesto arquetípico, suspende la duración, excluye el tiempo profano y participa del tiempo mítico.
En el capítulo venidero, cuando examinemos una serie de concepciones paralelas en relación con la regeneración del tiempo y el simbolismo del Año Nuevo, tendremos ocasión de comprobar que esa suspensión del tiempo profano corresponde a una necesidad profunda del hombre arcaico. Comprenderemos entonces la significación de esa necesidad, y veremos en primer término que el hombre de las culturas arcaicas soporta difícilmente la "historia" y que se esfuerza por anularla en forma periódica. Los hechos que hemos examinado en el presente capítulo adquirirán entonces otras significaciones. Pero, antes de abordar el problema de la regeneración del tiempo, conviene considerar desde un punto de vista diferente el mecanismo de la transformación del hombre en arquetipo mediante la repetición. Examinaremos un caso preciso: ¿en qué medida la memoria colectiva conserva el recuerdo de un acontecimiento "histórico"? Hemos visto que el guerrero, sea cual fuere, imita a un "héroe" y trata de acercarse lo más posible a ese modelo arquetípico. Veamos ahora lo que el pueblo recuerda de un personaje histórico cuyos actos están bien atestiguados por documentos. Atacando el problema desde este ángulo damos un paso adelante, puesto que
ahora se trata de una sociedad a la que, pese a ser "popular", no se la puede calificar de "primitiva".
Refirámonos, para dar un solo ejemplo, al conocido mito paradigmático del combate entre el Héroe y una serpiente gigantesca, a menudo tricéfala que a veces es reemplazada por un monstruo marino (In-dra, Heracles, etcétera; Marduk). Allí donde la tradición goza todavía de cierta actualidad, los grandes soberanos se consideran como los imitadores del héroe primordial: Darío se juzgaba como un nuevo Thraetaona, héroe mítico iranio de quien se decía que había dado muerte a un monstruo tricéfalo; para él —y por él— la historia era regenerada, pues de hecho la historia se convertía en la reactualización de un mito heroico primordial. Los adversarios del faraón eran considerados como "hijos de la ruina, de los lobos, de los perros", etcétera. En el texto llamado Libro de Apofis, los enemigos a quienes combate el faraón son identificados con el dragón Apofis, mientras que el faraón era asimilado al dios Ra, vencedor del dragón. La misma transfiguración de la historia en mito, pero por otro medio, se halla en las visiones de los poetas hebreos. Para poder "soportar la historia", es decir, las derrotas militares y las humillaciones políticas, los hebreos interpretaban los acontecimientos contemporáneos por medio del antiquísimo mito cosmogó-nico-heroico que implicaba, evidentemente, la victoria provisional del dragón, pero sobre todo su muerte final a manos de un Rey-Mesías. Por tal causa la imaginación da a los reyes paganos los rasgos del dragón; tal es el Pompeo descrito en los Salmos de Salomón (ix, 29), el Nabucodonosor presentado por Jeremías (51, 34). Y en el Testamento de Asher (vii, 3) el Mesías mata al dragón bajo el agua.
En los casos de Darío y del faraón, como en el de la tradición mesiánica de los hebreos, nos hallamos frente a la concepción de una "élite" que interpreta la historia contemporánea por medio de un mito. Se trata, pues, de una serie de acontecimientos contemporáneos que están articulados e interpretados conforme al modelo atemporal del mito heroico. Para un moderno, hipercrítico, la pretensión de Darío podría significar jactancia o propaganda política, y la transformación mítica de los reyes paganos en dragones consistiría en la laboriosa invención de una minoría hebrea incapaz de soportar la "realidad histórica" y deseosa de consolarse a toda costa refugiándose en el mito y el wishful-thinking. Lo erróneo de una interpretación tal —puesto que para nada tiene en cuenta la estructura de la mentalidad arcaica— se relaciona, entre otras cosas, con el hecho de que la memoria popular aplica una articulación y una interpretación completamente análogas a los acontecimientos y a los personajes históricos. Si bien se puede sospechar que la transformación en mito de la biografía de Alejandro Magno tiene un origen literario, y por consiguiente se la puede acusar de ser artificial, esa objeción carece de todo valor en cuanto a los documentos que más adelante mencionaremos.
Dieudonné de Gozon, tercer Gran Maestre de los caballeros de San Juan de Rodas, se hizo célebre por haber dado muerte al dragón de Malpasso. Como era natural, en la leyenda el príncipe de Gozon ha sido dotado de los atributos de San Jorge, conocido por su lucha victoriosa contra el monstruo. Es inútil precisar que el combate del príncipe de Gozon no se menciona en los documentos de su tiempo y que sólo comienza a hablarse de él unos dos siglos después del nacimiento del héroe. En otros términos: por el simple hecho de haber sido considerado como un héroe, el príncipe de Gozon fue elevado a una categoría, a la de arquetipo, en la cual ya no se han tenido en cuenta sus hazañas auténticas, históricas, sino que se le ha conferido una biografía mítica en la que era imposible omitir el combate con un monstruo reptil.
M. P. Caraman, en un estudio muy documentado sobre la génesis de la balada histórica, nos dice que de un acontecimiento histórico bien determinado (un invierno particularmente riguroso, mencionado en la crónica de Leunclavio, así como en otras fuentes polacas, durante el cual todo un ejército turco halló la muerte en Moldavia) no ha quedado casi nada en la balada rumana que relata esa expedición catastrófica de los turcos, pues el acontecimiento histórico ha sido transformado en un hecho mítico (Malkosch Bajá combatiendo al rey Invierno, etcétera).
Esa "mitificación" de las personalidades históricas se observa de modo completamente análogo en la poesía heroica yugoslava. Marko Krajilevic, protagonista de la epopeya yugoslava, se distinguió por su valentía durante la segunda mitad del siglo xiv. Su existencia histórica no puede ponerse en duda, y hasta se conoce la fecha de su muerte (1394). Pero, una vez que ha entrado en la memoria popular, la personalidad histórica de Marko es anulada y su biografía reconstituida según normas míticas. Su madre es una Vila, un hada, del mismo modo que los héroes griegos eran hijos de una ninfa o de una náyade. También su esposa es una Vila, a la que conquista con artimañas, cuidando de disimular bien sus alas por temor a que las encuentre, alce el vuelo y lo abandone (lo que, por lo demás, ocurre en ciertas variantes de la balada, después del nacimiento de su primer hijo: cf. el mito del héroe maorí Tawhaki, a quien su mujer, un hada bajada del Cielo, abandona luego de darle un hijo). Marko combate con un dragón de tres cabezas y lo mata, por analogía con el modelo arquetípico de Indra, Thraetaona, Heracles, etcétera.* Conforme al mito de los "hermanos enemigos", él también lucha con su hermano Andrija y lo mata. Los anacronismos abundan en el ciclo de Marko, como en los demás ciclos épicos arcaicos. Muerto en 1394, Marko era ya el amigo, ya el enemigo de Juan Huniadi, que se distinguió en las guerras con los turcos alrededor de 1450. (Es interesante observar que la comparación de esos dos héroes están atestiguadas en los manuscritos de las baladas épicas del siglo xvii, es decir, doscientos años después de la muerte de Huniadi. En los poemas épicos modernos los anacronismos son mucho más raros. Los personajes que en ellos se celebran no han tenido tiempo todavía de ser transformados en héroes míticos.)
El mismo prestigio mítico aureola a otros héroes de la poesía épica yugoslava. Vukashin y Novak desposan unas Vila. Vuk (el "Dragón déspota") combate con el dragón de Jastrebac, y puede transformarse en dragón. Vuk, que reinó en el Srijem entre 1471 y 1485, acude en ayuda de Lázaro y Milica, muertos alrededor de medio siglo antes. En los poemas cuya acción gravita alrededor de la primera batalla de Kosovo (1389) se habla de personajes fallecidos hacía veinte años (por ejemplo Vikashin) o que sólo debían morir un siglo después (Erceg Stejepan). Las hadas (Vila) curan a los héroes heridos, los resucitan, les predicen el porvenir, los informan de los peligros inminentes, etcétera, tal como, en el mito, un ser femenino ayuda y protege al Héroe. Ninguna "prueba" heroica falta: clavar una manzana en el tiro con flecha y arcos, saltar por encima de varios caballos, reconocer a una joven en medio de un grupo de muchachos vestidos todos del mismo modo, etcétera.
Todo ello, naturalmente, no invalida en absoluto el carácter histórico de los personajes cantados por la poesía épica. "Mith is the last —not the first— stage in the development of a hero." Pero viene a confirmar la conclusión a que han llegado numerosos investigadores: el recuerdo de un acontecimiento histórico o de un personaje auténtico no subsiste más de dos o tres siglos en la memoria popular. Esto se debe al hecho de que la memoria popular retiene difícilmente acontecimientos "individuales" y figuras "auténticas". Funciona por medio de estructuras diferentes; categorías en lugar de acontecimientos, arquetipos en vez de personajes históricos. El personaje histórico es asimilado a su modelo mítico (héroe, etcétera), mientras que el acontecimiento se incluye en la categoría de las acciones míticas (lucha contra el monstruo, hermanos enemigos, etcétera). Si ciertos poemas épicos conservan lo que se llama "verdad histórica", esa "verdad" no concierne casi nunca a personajes y acontecimientos precisos, sino a instituciones, costumbres, paisajes. Así, por ejemplo, como observa M. Murko, los poemas épicos servios describen de manera suficientemente exacta la vida en la frontera austroturca y turcoveneciana antes de la paz de Carlovitch en 1699. Pero tales "verdades históricas" no se refieren a "personalidades" o a "acontecimientos", sino a formas tradicionales de la vida social y política (cuyo "devenir" es más lento que el "devenir" individual), en una palabra, a arquetipos.
La memoria colectiva es ahistórica. Esta afirmación no implica establecer un "origen popular" para el folclore ni defender la teoría de la "creación colectiva" respecto de la poesía épica. Murko, Chadwick y otros sabios han puesto en evidencia el papel de la personalidad creadora, del "artista", en la invención y el desarrollo de la poesía épica. Sólo queremos decir que —independientemente del origen de los temas folclóricos y del talento más o menos grande del creador de la poesía épica— el recuerdo de los acontecimientos históricos y de los personajes auténticos es modificado al cabo de dos o tres siglos a fin de que pueda entrar en el molde de la mentalidad arcaica, que no puede aceptar lo individual y sólo conserva lo ejemplar. Esa reducción de los acontecimientos a las categorías y de los individuos a los arquetipos, realizada por la conciencia de las capas populares europeas casi hasta nuestros días, se efectúa de conformidad con la ontología arcaica. Podría decirse que la memoria popular restituye al personaje histórico de los tiempos modernos su significación de imitador del arquetipo y de reproductor de las acciones arquetípicas, significación de la cual los miembros de las sociedades arcaicas han sido y continúan siendo conscientes (como lo demuestran los ejemplos citados en este capítulo), pero que ha sido olvidada, por ejemplo, por personajes como Dieudonné de Gozon o Marko Krajlevic.
El carácter ahistórico de la memoria popular, la impotencia de la memoria colectiva para retener los acontecimientos y las individualidades históricas sino en la medida en que los transforma en arquetipos, es decir, en la medida en que anula todas sus particularidades "históricas" y "personales", plantean una serie de problemas nuevos cuya indagación nos vemos obligados a postergar por el momento. Pero a esta altura tenemos el derecho a preguntarnos si la importancia de los arquetipos para la conciencia del hombre arcaico y la incapacidad para la memoria popular de retener lo que no sean arquetipos no nos revelan algo más que la resistencia de la espiritualidad tradicional frente a la historia; si no nos revela la caducidad, o en todo caso el carácter secundario, de la individualidad humana en cuanto tal, individualidad cuya espontaneidad creadora constituye, en último análisis, la autenticidad y la irreversibilidad de la historia. En todo caso es notable que por un lado la memoria popular se niegue a conservar los elementos personales, "históricos", de la biografía de un héroe, mientras que por el otro las experiencias míticas superiores implican una elevación última del Dios personal al Dios transpersonal. También sería instructivo comparar desde ese punto de vista las concepciones de la existencia después de la muerte, tal cual han sido elaboradas por las diversas tradiciones. La transformación del difunto en "antepasado" corresponde a la fusión del individuo en una categoría de arquetipo. En numerosas tradiciones (en Grecia, por ejemplo) las almas de los muertos ordinarios no tienen "memoria", es decir, pierden lo que puede llamarse su individualidad histórica. La transformación de los muertos en larvas, etcétera, significa en cierto sentido su reintegración al arquetipo impersonal del "antepasado". El hecho de que en la tradición griega sólo los héroes conservan su personalidad (es decir, su memoria) después de la muerte es de fácil comprensión: como durante su vida terrestre sólo realizó actos ejemplares, el héroe conserva el recuerdo de éstos, puesto que, desde cierto punto de vista, esos actos fueron impersonales.
Dejando a un lado las concepciones de la transformación de los muertos en "antepasados" y considerando el hecho de la muerte como una conclusión de la "historia" del individuo, no deja de ser muy natural que el recuerdo post-mortem de esa "historia" sea limitado o, en otros términos, que el recuerdo de las pasiones, de los acontecimientos, de todo lo que se vincula con la individualidad propiamente dicha, cese en un momento dado de la existencia después de la muerte. En cuanto a la objeción según la cual una supervivencia impersonal equivale a una muerte verdadera (en la medida en que sólo la personalidad y la memoria vinculada a la duración y a la historia pueden considerarse supervivencia), únicamente es valedera desde el punto de vista de una "conciencia histórica", en otras palabras, desde el punto de vista del hombre moderno, pues la conciencia arcaica no concede importancia alguna a los recuerdos "personales". No es fácil precisar qué podría significar semejante "supervivencia de la conciencia impersonal", aun cuando ciertas experiencias espirituales puedan dejarlo entrever; ¿qué hay de "personal" y de "histórico" en la emoción que se experimenta escuchando música de Bach, en la atención necesaria para la resolución de un problema de matemática, en la lucidez concentrada que presupone el examen de una cuestión filosófica cualquiera? En la medida en que se deja sugestionar por la "historia", el hombre moderno se siente menoscabado por la posibilidad de esa supervivencia impersonal. Pero el interés por la reversibilidad y la "novedad" de la historia es un descubrimiento reciente en la vida de la humanidad. En cambio, como vamos a verlo al instante, la humanidad arcaica se defendía como podía de todo lo que la historia comportaba de nuevo y de irreversible.