viernes, 21 de diciembre de 2012
Mario Benedetti - Poemas
A TIENTAS
Se retrocede con seguridad
pero se avanza a tientas
uno adelanta manos como un ciego
ciego imprudente por añadidura
pero lo absurdo es que no es ciego
y distingue el relámpago la lluvia
los rostros insepultos la ceniza
la sonrisa del necio las afrentas
un barrunto de pena en el espejo
la baranda oxidada con sus pájaros
la opaca incertidumbre de los otros
enfrentada a la propia incertidumbre
se avanza a tientas / lentamente
por lo común a contramano
de los convictos y confesos
en búsqueda tal vez
de amores residuales
que sirvan de consuelo y recompensa
o iluminen un pozo de nostalgias
se avanza a tientas/ vacilante
no importan la distancia ni el horario
ni que el futuro sea una vislumbre
o una pasión deshabitada
a tientas hasta que una noche
se queda uno sin cómplices ni tacto
y a ciegas otra vez y para siempre
se introduce en un túnel o destino
que no se sabe dónde acaba.
AUSENCIA DE DIOS
Digamos que te alejas definitivamente
hacia el pozo de olvido que prefieres,
pero la mejor parte de tu espacio,
en realidad la única constante de tu espacio,
quedará para siempre en mí, doliente,
persuadida, frustrada, silenciosa,
quedará en mí tu corazón inerte y sustancial,
tu corazón de una promesa única
en mí que estoy enteramente solo sobreviviéndote.
Después de ese dolor redondo y eficaz,
pacientemente agrio, de invencible ternura,
ya no importa que use tu insoportable ausencia
ni que me atreva a preguntar si cabes
como siempre en una palabra.
Lo cierto es que ahora ya no estás en mi noche
desgarradoramente idéntica a las otras
que repetí buscándote, rodeándote.
Hay solamente un eco irremediable
de mi voz como niño, esa que no sabía.
Ahora qué miedo inútil, qué vergüenza
no tener oración para morder,
no tener fe para clavar las uñas,
no tener nada más que la noche,
saber que dios se muere, se resbala,
saber que dios retrocede con los brazos cerrados,
con los labios cerrados, con la niebla,
como un campanario atrozmente en ruinas
que desandara siglos de ceniza.
Es tarde. Sin embargo yo daría
todos los juramentos y las lluvias,
las paredes con insultos y mimos,
las ventanas de invierno, el mar a veces,
por no tener tu corazón en mí,
tu corazón inevitable y doloroso
en mí que estoy enteramente solo
sobreviviéndote.
CHAU NÚMERO TRES
Te dejo con tu vida
tu trabajo
tu gente
con tus puestas de sol
y tus amaneceres
sembrando tu confianza
te dejo junto al mundo
derrotando imposibles
seguro sin seguro
te dejo frente al mar
descifrándote a solas
sin mi pregunta a ciegas
sin mi respuesta rota
te dejo sin mis dudas
pobres y malheridas
sin mis inmadureces
sin mi veteranía
pero tampoco creas
a pie juntillas todo
no creas nunca creas
este falso abandono
estaré donde menos
lo esperes
por ejemplo
en un árbol añoso
de oscuros cabeceos
estaré en un lejano
horizonte sin horas
en la huella del tacto
en tu sombra y mi sombra
estaré repartido
en cuatro o cinco pibes
de esos que vos mirás
y enseguida te siguen
y ojalá pueda estar
de tu sueño en la red
esperando tus ojos
y mirándote.
CORAZÓN CORAZA
Porque te tengo y no
porque te pienso
porque la noche está de ojos abiertos
porque la noche pasa y digo amor
porque has venido a recoger tu imagen
y eres mejor que todas tus imágenes
porque eres linda desde el pie hasta el alma
porque eres buena desde el alma a mí
porque te escondes dulce en el orgullo
pequeña y dulce
corazón coraza
porque eres mía
porque no eres mía
porque te miro y muero
y peor que muero
si no te miro amor
si no te miro
porque tú siempre existes dondequiera
pero existes mejor donde te quiero
porque tu boca es sangre
y tienes frío
tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque
la noche pase y yo te tenga
y no.
DEFENSA DE LA ALEGRÍA
a trini
Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas
defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos
defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias
defender la alegía como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres
defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y de la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa
defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría.
DESDE EL ALMA
Vals
Hermano cuerpo estás cansado
desde el cerebro a la misericordia
del paladar al valle del deseo
cuando me dices/ alma ayúdame
siento que me conmuevo hasta el agobio
que el mismísimo aire es vulnerable
hermano cuerpo has trabajado
a músculo y a estómago y a nervios
a riñones y a bronquios y a diafragma
cuando me dices/ alma ayúdame
sé que estás condenado/ eres materia
y la materia tiende a desfibrarse
hermano cuerpo te conozco
fui huésped y anfitrión de tus dolores
modesta rampa de tu sexo ávido
cuando me pides/ alma ayúdame
siento que el frío me envilece
que se me van la magia y la dulzura
hermano cuerpo eres fugaz
coyuntural efímero instantáneo
tras un jadeo acabarás inmóvil
y yo que normalmente soy la vida
me quedaré abrazada a tus huesitos
incapaz de ser alma sin tus vísceras
EL AMOR ES UN CENTRO
Una esperanza un huerto un páramo
una migaja entre dos hambres
el amor es campo minado
un jubileo de la sangre
cáliz y musgo/ cruz y sésamo
pobre bisagra entre voraces
el amor es un sueño abierto
un centro con pocas filiales
un todo al borde de la nada
fogata que será ceniza
el amor es una palabra
un pedacito de utopía
es todo eso y mucho menos
y mucho más/ es una isla
una borrasca/ un lago quieto
sintetizando yo diría
que el amor es una alcachofa
que va perdiendo sus enigmas
hasta que queda una zozobra
una esperanza un fantasmita.
EPIGRAMA CON MURO
Entre tú y yo/mengana mía/ se levantaba
un muro de Berlín hecho de horas desiertas
añoranzas fugaces
tú no podías verme porque montaban guardia
los rencores ajenos
yo no podía verte porque me encandilaba
el sol de tus augurios
y no obstante solía preguntarme
cómo serías en tu espera
si abrirías por ejemplo los brazos
para abrazar mi ausencia
pero el muro cayó
se fue cayendo
nadie supo que hacer con los malentendidos
hubo quien los juntó como reliquias
y de pronto una tarde
te vi emerger por un hueco de niebla
y pasar a mi lado sin llamarme
ni tocarme ni verme
y correr al encuentro de otro rostro
rebosante de calma cotidiana
otro rostro que tal vez ignoraba
que entre tú y yo existía
había existido
un muro de Berlín que al separarnos
desesperadamente nos juntaba
ese muro que ahora es sólo escombros
más escombros y olvido.
ESPERO
Te espero cuando la noche se haga día,
suspiros de esperanzas ya perdidas.
No creo que vengas, lo sé,
sé que no vendrás.
Sé que la distancia te hiere,
sé que las noches son más frías,
Sé que ya no estás.
Creo saber todo de ti.
Sé que el día de pronto se te hace noche:
sé que sueñas con mi amor, pero no lo dices,
sé que soy un idiota al esperarte,
Pues sé que no vendrás.
Te espero cuando miremos al cielo de noche:
tu allá, yo aquí, añorando aquellos días
en los que un beso marcó la despedida,
Quizás por el resto de nuestras vidas.
Es triste hablar así.
Cuando el día se me hace de noche,
Y la Luna oculta ese sol tan radiante.
Me siento sólo, lo sé,
nunca supe de nada tanto en mi vida,
solo sé que me encuentro muy sólo,
y que no estoy allí.
Mis disculpas por sentir así,
nunca mi intención ha sido ofenderte.
Nunca soñé con quererte,
ni con sentirme así.
Mi aire se acaba como agua en el desierto.
Mi vida se acorta pues no te llevo dentro.
Mi esperanza de vivir eres tu,
y no estoy allí.
¿Por qué no estoy allí?, te preguntarás,
¿Por qué no he tomado ese bus que me llevaría a ti?
Porque el mundo que llevo aquí no me permite estar allí.
Porque todas las noches me torturo pensando en ti.
¿Por qué no solo me olvido de ti?
¿Por qué no vivo solo así?
¿Por qué no solo...
ESTADOS DE ÁNIMO
A veces me siento como un águila en el aire ...
(A propósito de una canción de de Pablo Milanés)
Unas veces me siento
como pobre colina,
y otras como montaña
de cumbres repetidas,
unas veces me siento
como un acantilado,
y en otras como un cielo
azul pero lejano,
a veces uno es
manantial entre rocas,
y otras veces un árbol
con las últimas hojas,
pero hoy me siento apenas
como laguna insomne,
con un embarcadero
ya sin embarcaciones,
una laguna verde
inmóvil y paciente
conforme con sus algas
sus musgos y sus peces,
sereno en mi confianza
confiando en que una tarde,
te acerques y te mires..
te mires al mirarme.
HOMBRE QUE MIRA MÁS ALLÁ DE SUS NARICES
Hoy me despierto tosco y solitario
no tengo a nadie para dar mis quejas
nadie a quien echar mis culpas de quietud
sé que hoy me van a cerrar todas las puertas
y que no llegará cierta carta que espero
que habrá malas noticias en los diarios
que la que quiero no pensará en mí
y lo que es mucho peor
que pensarán en mi los coroneles
que el mundo será un oscuro
paquete de angustias
que muchos otros aquí o en cualquier parte
se sentirán también toscos y solos
que el cielo se derrumbará
como un techo podrido
y hasta mi sombra
se burlará de mis confianzas
menos mal
que me conozco
menos mal que mañana
o a más tardar pasado
sé que despertaré alegre y solidario
con mi culpita bien lavada y planchada
y no solo se me abrirán las puertas
sino también las ventanas y las vidas
y la carta que espero llegará
y la leeré seis o siete veces
y las malas noticias de los diarios
no alcanzarán a cubrir las buenas nuevas
y la que quiero
pensará en mi hasta conmoverse
y lo que es muchísimo mejor
los coroneles me echarán al olvido
y no solo yo muchos otros también
se sentirán solidarios y alegres
y a nadie le importará
que el cielo se derrumbe
y más de uno dirá que ya era hora
y mi sombra empezará a mirarme con respeto
será buena
tan buena la jornada
que desde ya
mi soledad se espanta.
LA CULPA ES DE UNO
Quizá fue una hecatombe de esperanzas
un derrumbe de algún modo previsto,
ah, pero mi tristeza sólo tuvo un sentido,
todas mis intuiciones se asomaron
para verme sufrir
y por cierto me vieron.
Hasta aquí había hecho y rehecho
mis trayectos contigo,
hasta aquí había apostado
a inventar la verdad,
pero vos encontraste la manera,
una manera tierna
y a la vez implacable,
de deshauciar mi amor.
Con un sólo pronóstico lo quitaste
de los suburbios de tu vida posible,
lo envolviste en nostalgias,
lo cargaste por cuadras y cuadras,
y despacito
sin que el aire nocturno lo advirtiera,
ahí nomás lo dejaste
a solas con su suerte que no es mucha.
Creo que tenés razón,
la culpa es de uno cuando no enamora
y no de los pretextos
ni del tiempo.
Hace mucho, muchísimo,
que yo no me enfrentaba
como anoche al espejo
y fue implacable como vos
mas no fue tierno.
Ahora estoy solo,
francamente solo,
siempre cuesta un poquito
empezar a sentirse desgraciado.
Antes de regresar
a mis lóbregos cuarteles de invierno,
con los ojos bien secos
por si acaso,
miro como te vas adentrando en la niebla
y empiezo a recordarte.
LO QUE NECESITO DE TI
No sabes cómo necesito tu voz;
necesito tus miradas
aquellas palabras que siempre me llenaban,
necesito tu paz interior;
necesito la luz de tus labios
! Ya no puedo... seguir así !
...Ya... No puedo
mi mente no quiere pensar
no puede pensar nada más que en ti.
Necesito la flor de tus manos
aquella paciencia de todos tus actos
con aquella justicia que me inspiras
para lo que siempre fue mi espina
mi fuente de vida se ha secado
con la fuerza del olvido...
me estoy quemando;
aquello que necesito ya lo he encontrado
pero aún ¡Te sigo extrañando!
LUNA CONGELADA
Con esta soledad
alevosa
tranquila
con esta soledad
de sagradas goteras
de lejanos aullidos
de monstruos de silencio
de recuerdos al firme
de luna congelada
de noche para otros
de ojos bien abiertos
con esta soledad
inservible
vacía
se puede algunas veces
entender
el amor.
MENGANA SI TE VAS CON EL ZUTANO...
Mengana si te vas con el zutano
yo/tu fulano/ no me mataré
simplemente los seguiré en la noche
por todos los senderos y las dunas
vos gozando tal vez y yo doliéndome
hasta que vos te duelas y yo goce
cuando las huellas a seguir no sean
dos tamañas pisadas y dos breves
sino apenas las de tus pies dulcísimos
y entonces yo aparezca a tu costado
y vos /con esa culpa que te hace
más linda todavía/ te perdones
para llorar como antes en mi hombro.
MUCHO MÁS GRAVE
Todas las parcelas de mi vida tienen algo tuyo
y eso en verdad no es nada extraordinario
vos lo sabés tan objetivamente como yo
sin embargo hay algo que quisiera aclararte
cuando digo todas las parcelas
no me refiero sólo a esto de ahora
a esto de esperarte y aleluya encontrarte
y carajo perderte
y volverte a encontrar
y ojalá nada más
no me refiero sólo a que de pronto digas
voy a llorar
y yo con un discreto nudo en la garganta
bueno llorá
y que un lindo aguacero invisible nos ampare
y quizá por eso salga enseguida el sol
ni me refiero sólo a que día tras día
aumente el stock de nuestras pequeñas
y decisivas complicidades
o que yo pueda o creerme que puedo
convertir mis reveses en victorias
o me hagas el tierno regalo
de tu más reciente desesperación
no
la cosa es muchísimo más grave
cuando digo todas las parcelas
quiero decir que además de ese dulce cataclismo
también estás reescribiendo mi infancia
esa edad en que uno dice cosas adultas y solemnes
y los solemnes adultos las celebran
y vos en cambio sabés que eso no sirve
quiero decir que estás rearmando mi adolescencia
ese tiempo en que fui un viejo cargado de recelos
y vos sabés en cambio extraer de ese páramo
mi germen de alegría y regarlo mirándolo
quiero decir que estás sacudiendo mi juventud
ese cántaro que nadie tomó nunca en sus manos
esa sombra que nadie arrimó a su sombra
y vos en cambio sabés estremecerla
hasta que empiecen a caer las hojas secas
y quede el armazón de mi verdad sin proezas
quiero decir que estás abrazando mi madurez
esta mezcla de estupor y experiencia
este extraño confín de angustia y nieve
esta bujía que ilumina la muerte
este precipicio de la pobre vida
como ves es más grave
muchísimo más grave
porque con estas o con otras palabras
quiero decir que no sos tan sólo
la querida muchacha que sos
sino también las espléndidas
o cautelosas mujeres
que quise o quiero
porque gracias a vos he descubierto
(dirás que ya era hora
y con razón)
que el amor es una bahía linda y generosa
que se ilumina y se oscurece
según venga la vida
una bahía donde los barcos
llegan y se van
llegan con pájaros y augurios
y se van con sirenas y nubarrones
una bahía linda y generosa
donde los barcos llegan
y se van
pero vos
por favor
no te vayas.
NO TE RINDAS
No te rindas, aún estás a tiempo
De alcanzar y comenzar de nuevo,
Aceptar tus sombras,
Enterrar tus miedos,
Liberar el lastre,
Retomar el vuelo.
No te rindas que la vida es eso,
Continuar el viaje,
Perseguir tus sueños,
Destrabar el tiempo,
Correr los escombros,
Y destapar el cielo.
No te rindas, por favor no cedas,
Aunque el frío queme,
Aunque el miedo muerda,
Aunque el sol se esconda,
Y se calle el viento,
Aún hay fuego en tu alma
Aún hay vida en tus sueños.
Porque la vida es tuya y tuyo también el deseo
Porque lo has querido y porque te quiero
Porque existe el vino y el amor, es cierto.
Porque no hay heridas que no cure el tiempo.
Abrir las puertas,
Quitar los cerrojos,
Abandonar las murallas que te protegieron,
Vivir la vida y aceptar el reto,
Recuperar la risa,
Ensayar un canto,
Bajar la guardia y extender las manos
Desplegar las alas
E intentar de nuevo,
Celebrar la vida y retomar los cielos.
No te rindas, por favor no cedas,
Aunque el frío queme,
Aunque el miedo muerda,
Aunque el sol se ponga y se calle el viento,
Aún hay fuego en tu alma,
Aún hay vida en tus sueños
Porque cada día es un comienzo nuevo,
Porque esta es la hora y el mejor momento.
Porque no estás solo, porque yo te quiero.
ROSTRO DE VOS
Tengo una soledad
tan concurrida
tan llena de nostalgias
y de rostros de vos
de adioses hace tiempo
y besos bienvenidos
de primeras de cambio
y de último vagón.
Tengo una soledad
tan concurrida
que puedo organizarla
como una procesión
por colores
tamaños
y promesas
por época
por tacto y por sabor.
Sin un temblor de más,
me abrazo a tus ausencias
que asisten y me asisten
con mi rostro de vos.
Estoy lleno de sombras
de noches y deseos
de risas y de alguna maldición.
Mis huéspedes concurren,
concurren como sueños
con sus rencores nuevos
su falta de candor.
Yo les pongo una escoba
tras la puerta
porque quiero estar solo
con mi rostro de vos.
Pero el rostro de vos
mira a otra parte
con sus ojos de amor
que ya no aman
como víveres
que buscan a su hambre
miran y miran
y apagan la jornada.
Las paredes se van
queda la noche
las nostalgias se van
no queda nada.
Ya mi rostro de vos
cierra los ojos.
Y es una soledad
tan desolada.
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lunes, 17 de diciembre de 2012
Georg Trakl - Poemas
A LOS ENMUDECIDOS
Ah, la locura de la gran ciudad cuando al anochecer,
junto a los negros muros, se levantan los árboles deformes
y a través de la máscara de plata se asoma el genio del mal;
la luz con látigos que atraen ahuyenta pétrea noche.
Oh, el hundido repique de las campanas del crepúsculo.
Ramera que entre escalofríos alumbra una criatura
muerta. La ira de Dios con rabia azota la frente de los poseídos,
epidemia purpúrea, hambre que rompe verdes ojos.
Ah, la odiosa carcajada del oro.
Pero una humanidad más silenciosa sangra en oscura cueva
forjando con metales duros el rostro redentor.
CREPÚSCULO EN EL ALMA
Silenciosa va a dar al lindero del bosque
una bestia oscura;
en el cerro acaba quedo el viento de la tarde,
enmudece en su queja el mirlo,
y blandas flautas del otoño
callan entre los juncos.
En una negra nube
navegas ebrio de amapolas
la alberca de la noche,
el cielo de los astros.
Aún resuena la voz de luna de la hermana
en la noche del alma.
CANCIÓN DE KASPAR HAUSER
Para Bessie Loos
Amaba el sol que purpúreo bajaba la colina,
los caminos del bosque, el negro pájaro cantor
y la alegría de lo verde.
Serio era su vivir a la sombra del árbol
y puro su rostro.
Dios habló como una suave llama a su corazón:
¡Hombre!
La ciudad halló su paso silencioso en el atardecer;
pronunció la oscura queja de su boca:
soñaba ser un jinete.
Pero le seguían animal y arbusto,
la casa y el jardín de blancos hombres
y su asesino lo asediaba.
Primavera y verano y el hermoso otoño del justo,
su paso silencioso
ante la alcoba sombría de los soñadores.
De noche permanecía solo con su estrella.
Miró caer la nieve sobre el desnudo ramaje
y la sombra del asesino en la penumbra del zaguán.
Entonces rodó la cabeza plateada del no nacido aún.
A UN MUERTO PREMATURO
Oh, él ángel negro, que furtivo salió
del interior del árbol,
cuando éramos dulces compañeros de juego en la tarde,
al borde de la fuente azulada.
Nuestro paso era sereno, los ojos redondos
en la frescura parda del otoño.
Oh, la dulzura púrpura de las estrellas.
Pero aquel bajó los pétreos escalones de Mönschberg
con una sonrisa azul, y en la extraña crisálida
de su más tranquila infancia murió.
En el jardín quedó el rostro plateado del amigo
atento en el follaje o en las antiguas rocas.
El alma cantó la muerte, la verde corrupción de la carne,
e imperó el murmullo del bosque,
la queja febril del animal.
Siempre tañían desde torres
las azules campanas de la tarde.
Llegó la hora en que aquel vio sombras en el sol púrpura,
veladuras de podredumbre en el ramaje desnudo;
en la tarde, cuando en el muro crepuscular
cantó el mirlo,
y el espíritu del muerto prematuramente
apareció silencioso en la alcoba.
Oh, la sangre que fluye de la garganta del dios,
flor azul; oh, las lágrimas ardientes
lloradas en la noche.
Nube dorada y tiempo. En solitario recinto
hospedas con frecuencia al muerto.
Y caminas en diálogo íntimo bajo los olmos
bordeando el verde río.
CANTO DEL SOLITARIO
Armonía es el vuelo de los pájaros. Los verdes bosques
se reúnen al atardecer en las cabañas silenciosas;
los prados cristalinos del corzo.
La oscuridad calma el murmullo del arroyo,
sentimos las sombras húmedas
y las flores del verano que susurran al viento.
Anochece la frente del hombre pensativo.
Y una lámpara de bondad se enciende en su corazón,
en la paz de su cena; pues consagrados el vino y el pan
por la mano de Dios, el hermano quiere descansar
de espinosos senderos
y callado te mira con sus ojos nocturnos.
Ah, morar en el intenso azul de la noche.
El amoroso silencio de la alcoba
envuelve la sombra de los ancianos,
los martirios púrpuras, el llanto de una gran
que en el nieto solitario muere con piedad.
Pues siempre despierta más radiante
de sus negros minutos la locura,
el hombre abatido en los umbrales de piedra
poderosamente es cubierto por el fresco azul
y por el luminoso declinar del otoño,
la casa silenciosa, las leyendas del bosque,
medida y ley y senda lunar de los que mueren.
DECADENCIA
Al atardecer cuando tocan a paz las campanas,
Sigo de las aves el maravilloso vuelo
Que en largas bandadas como devotos peregrinos
Desaparecen en las claras vastedades del otoño.
Deambulando a través de umbrosos patios
Sueño yo en sus lúcidos presagios,
Y siento que de las sabias horas no podré apartarme.
Así prosigo, por sobre nubes, tras sus viajes.
He aquí que un hálito me hace temblar ante las ruinas.
El mirlo clama entre las ramas deshojadas.
Oscilan las rojas vides entre rejas herrumbrosas.
Entretanto como un corro mortal de pálidos infantes
En torno al oscuro borde de pozos en descomposición.
Se inclinan ante el viento, enteleridas, azules ramas.
MI CORAZÓN EN EL OCASO
Al atardecer se oye el grito de los murciélagos.
Dos caballos negros saltan en la pradera.
El arce rojo murmura.
El caminante encuentra el hostal en el camino.
Magnífico es el vino joven con las nueces.
Magnífico tambalearse ebrio en el bosque crepuscular .
A través del oscuro follaje suenan campanas dolorosas.
Ya sobre el rostro gotea el rocío.
EN LA OSCURIDAD
La primavera azul silencia el alma.
Bajo el húmedo ramaje del poniente
se hundió estremecida la frente de los amantes.
Oh, la cruz verdecida. En diálogo oscuro
se reconocieron hombre y mujer.
Junto al muro desnudo
camina con sus estrellas el solitario.
Sobre los senderos del bosque en claro de luna
reinó el desenfreno de cacerías olvidadas;
la mirada de lo azul
irrumpe de la roca derruida.
SIETE CANTOS A LA MUERTE
Azulada muere la primavera; bajo sedientos árboles,
camina un ser oscuro en el ocaso
escuchando la dulce queja del mirlo.
Silenciosa aparece la noche, con un venado sangrante
que se abate lentamente en la colina.
La húmeda brisa mece la rama del manzano en flor,
se desata plateado lo que estuvo unido,
muriendo con ojos nocturnos; estrellas que caen;
dulce canto de la infancia.
Iluminado bajó el durmiente por el bosque negro,
murmuraba una fuente azul en la distancia
cuando él levantó sus pálidos párpados
sobre su rostro de nieve.
La luna espantó un rojo animal
de su guarida,
y el oscuro lamento de las mujeres murió en suspiros.
Radiante levantó sus manos hacia su estrella
el blanco forastero;
y silencioso abandona un muerto la casa derruida.
Oh la imagen corrupta del hombre;
fundida con fríos metales,
noche y espanto de bosques sumergidos
y el ardor del animal solitario;
quietud de las corrientes del alma.
La barca sombría lo llevó por cauces fulgurantes,
llenos de estrellas púrpuras, y se inclinó
apacible sobre él la verde rama,
como una blanca amapola desde sus nubes de plata.
Tendida en el bosque de avellanos
juega con sus estrellas.
El estudiante, quizá un doble,
la sigue con la vista desde la ventana.
Detrás de él está su hermano muerto,
o tal vez baja por la vieja escalera de caracol.
A la sombra de los pardos castaños
palidece la figura del joven novicio.
El jardín está en el ocaso.
En el claustro revolotean murciélagos.
Los hijos del portero dejan de jugar
y buscan el oro del cielo.
Acordes finales de un cuarteto.
La pequeña ciega corre temblando por el camino
y después su sombra va a tientas por muros fríos,
rodeada de cuentos y leyendas sagradas.
Hay un navío vacío que al atardecer
desciende por el negro canal.
En las tinieblas del viejo asilo caen ruinas humanas.
Los huérfanos yacen muertos junto al muro del jardín.
De alcobas en penumbra
surgen ángeles con alas manchadas de barro.
Gotean gusanos de sus párpados amarillentos.
La plaza de la iglesia es sombría y silenciosa
como en los días de la infancia.
Sobre pies de plata se deslizan antiguas vidas
y las sombras de los condenados
descienden hacia las aguas suspirantes.
En su tumba juega el mago blanco con sus serpientes.
Silenciosos sobre el calvario
se abren los dorados ojos de Dios.
TRANSFIGURACIÓN
Cuando cae la tarde
un rostro azul te abandona furtivo.
Un pájaro canta en el tamarindo.
Un monje apacible
junta sus manos ya muertas.
Un ángel blanco visita a María.
Una corona nocturna
de violetas, trigo y uvas purpúreas
es el año de quien contempla.
A tus pies
se abren los sepulcros de los muertos,
cuando posas la frente en tus manos plateadas.
Silenciosa habita
en tu boca la luna otoñal,
sombrío es el canto ebrio del opio;
flor azul
que suena quedamente en piedras amarillas.
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lunes, 3 de diciembre de 2012
martes, 27 de noviembre de 2012
Yasunari Kawabata - Cuento
UN PUEBLO LLAMADO YUMIURA
Su hija Tagi vino a avisar que había llegado de visita una mujer que decía haberlo conocido treinta años antes en el pueblo de Yumiura, en Kyushu. Kozumi Shozuke lo pensó un momento y decidió hacerla pasar a la sala.
Kozumi era escritor. Las visitas sin cita previa y a cualquier hora eran asunto de todos los días. Justo en ese momento había tres visitantes en la sala. Aunque los tres habían llegado por separado, los tres estaban conversando juntos. Eran las dos de una tarde en la que, a pesar de ser principios de diciembre, hacía calor.
La cuarta visitante se arrodilló en el corredor de afuera y dejó la puerta corrediza abierta. Parecía avergonzada con los otros visitantes.
-Por favor, pase usted -le dijo Kozumi.
-En realidad, de hecho... -dijo la mujer con voz temblorosa-. Llevamos tanto tiempo sin vernos. Ahora mi apellido es Murano. Pero cuando nos conocimos era Tai. ¿No lo recuerda?
Kozumi miró la cara de la mujer. Estaba entrando en los cincuenta pero se veía joven para su edad. Sus blancas mejillas tenían un suave tinte rojo. Sus ojos se veían aún grandes, tal vez porque no tenía la contextura gruesa propia de la edad madura.
-¡Justo lo que pensaba! No hay duda de que usted es el Kozumi que conocí -dijo la mujer. Al mirarlo los ojos le brillaban de alegría. Su entusiasmo contrastaba con la seriedad de Kozumi, que la miraba intentando recordarla-. No ha cambiado usted en nada. La forma del perfil desde el oído a la barbilla. ¡Sí!, y también la parte alrededor de las cejas. ¡Está idéntico!
Y así siguió, señalando rasgo por rasgo como si se tratara de una encuesta. A todo esto Kozumi se mostraba confundido pero también preocupado por su falta de memoria.
La mujer vestía un haori negro bordado con el emblema de la familia. El gusto que denotaban su quimono y su obi era discreto. Sus ropas estaban usadas pero no hacían pensar en una familia venida a menos. Era pequeña de cuerpo y de cara. No llevaba anillos en sus cortos dedos.
-Hace cerca de treinta años estuvo en el pueblo de Yumiura, ¿recuerda? Y tuvo entonces la gentileza de venir a mi habitación. ¿Ya se ha olvidado usted de eso? Fue el día del Festival del Puerto, hacia el atardecer...
-¿Ah... ?
Cuando Kozumi oyó que había ido a la habitación de una muchacha que sin duda había sido bonita hizo un esfuerzo aún mayor para recordar. Si eso había ocurrido treinta años atrás, tenía entonces veinticuatro o veinticinco años. Todavía no estaba casado.
-Usted estaba con los profesores Kida Hiroshi y Akiyama Hisaro, e iban de viaje por Kyushu. Se quedaron en Nagasaki debido a una invitación que les hicimos para asistir al lanzamiento de un pequeño periódico de Yumiura.
Kida Hiroshi y Akiyama Hisaro ya estaban muertos. Ambos novelistas, diez años mayores que Kozumi, lo habían alentado afectuosamente desde que tenía veintidós o veintitrés años. Hacía treinta años ya eran novelistas de primera línea. Era cierto que ellos dos habían estado de paseo por Nagasaki. Kozumi recordaba los diarios de ese viaje y las anécdotas que habían contado sobre él. Tanto los diarios como las anécdotas eran de sobra conocidos por el público literario.
Por aquella época Kozumi comenzaba su carrera. Pero no estaba seguro de que hubiese sido invitado por dos escritores mayores que él a acompañarlos en un viaje a Nagasaki. Al revolver sin descanso su memoria, evocó nítidamente los rostros benévolos de Kida y Akiyama, y recordó los innumerables favores que le hicieron. Kozumi fue cayendo en un estado psicológico de dulces y suaves reminiscencias. Su expresión debió de haber cambiado porque la mujer le dijo:
-Se está acordando, ¿verdad? -la voz de la mujer también cambió-. Yo acababa de hacerme cortar el pelo. Sentía frío desde las orejas hasta la nuca. ¿Recuerda que le dije que me sentía avergonzada? El otoño ya había terminado... Iba a salir el nuevo periódico en el pueblo y decidí dejarme el pelo corto para volverme reportera. Recuerdo muy bien que cuando sus ojos se fijaban en mi cuello yo me volvía como si me estuvieran tocando. De regreso usted me acompañó a mi habitación. Entonces abrí presurosa una caja de cintas del pelo y se las mostré. Creo que quería darle una evidencia de mi pelo largo, mostrándole las cintas con que lo había atado. Usted se sorprendió y me dijo que eran muchas. Es porque las cintas me gustaron desde niña.
Los otros tres visitantes estaban callados. Una vez terminada la consulta de sus asuntos se habían quedado sentados, charlando entre ellos, hasta que llegó la mujer. Era natural que ahora dejaran hablar a Kozumi con la recién llegada. Pero había algo en la compostura de la mujer que los obligaba a permanecer en silencio. Los tres visitantes escuchaban la conversación con aire de no estar oyendo y sin mirar la cara ni de la mujer ni de Kozumi.
-Cuando terminó la ceremonia de inauguración del periódico bajamos por la calle del pueblo que lleva hacia el mar. Había un atardecer arrebolado que parecía que iba a ocasionar un incendio en cualquier momento. Un color rojo cobrizo cubría los tejados. No olvido que usted me dijo que hasta mi cuello parecía de cobre. Yo le contesté que Yumiura era un sitio famoso por sus atardeceres. Y, es cierto, aún no he podido olvidar los atardeceres de Yumiura. El día en que nos conocimos hubo un lindo crepúsculo. Yumiura se llama así probablemente por su forma, pues es un pequeño puerto como un arco que hubiesen tajado a lo largo de la línea de la costa, siguiendo el contorno de la montaña. Los colores del atardecer se recogen en ese cuenco. Aquel día la bóveda del cielo con las nubes revueltas se veía más baja de lo que suele verse en otros lugares. La línea del horizonte parecía sorprendentemente cercana. Era como una bandada negra de aves migratorias que no pudiera traspasar la barrera de las nubes. No era que el color del cielo se reflejara en el mar; era como si el rojo encendido del cielo se hubiera fundido y mezclado totalmente con el agua en ese puerto pequeño. Había allí un barquito del festival adornado con una bandera, del que salía una música de flauta y tambores. Y había un niño en el bote. Usted comentó que si se hubiese raspado un fósforo al lado del quimono del niño, mar y cielo hubieran estallado en un instante como una llamarada. ¿Tiene algún recuerdo de eso ?
-¡Pueees ... !
-Desde que mi esposo y yo nos casamos mi memoria parece haberse deteriorado lamentablemente. Tal vez no exista una felicidad tal que nos lleve a decidir no olvidar. Las personas que además de felices están ocupadas, como usted, no tienen tiempo libre para ponerse a recordar tonterías del pasado. Tal vez no lo necesitan... Pero para mí Yumiura ha sido toda mi vida un pueblo especial.
-¿Estuvo mucho tiempo en Yumiura? -preguntó Kozumi.
-No. Casi medio año después de haberlo conocido a usted fui a Numazu a casarme. De mis hijos, el mayor terminó la universidad y ahora está trabajando; la menor ya tiene edad suficiente para buscar marido. Yo nací en Shizuoka pero como no me entendía con mi madrastra me mandaron a Yumiura por un tiempo a casa de unos parientes. Por llevar la contraria, entré a trabajar en el periódico. Cuando mis padres se enteraron, me mandaron llamar y me forzaron a casarme. Así que sólo estuve siete meses en Yumiura.
-Y, ¿su esposo es...?
-Es sacerdote shintoísta en un santuario de Numazu.
Al oír mencionar una profesión tan inesperada Kozumi miró la cara de la visitante. Existe una palabra que tal vez ahora no se use y me temo que produzca una impresión desfavorable sobre un peinado, pero la visitante tenía un corte de cabello al estilo Fuji, y fue esto lo que atrajo la mirada de Kozumi.
-Antes se podía vivir muy bien como sacerdote shintoísta. Después de la guerra, sin embargo, día a día le es más difícil conseguir dinero. Tanto mi hijo como mi hija me apoyan, pero pelean con su padre por cualquier cosa.
Kozumi sintió la zozobra del hogar de la mujer.
-El santuario de Numazu es tan grande que no puede compararse con el templete donde se celebraba el festival de Yumiura, pero cuanto más grandes son, más complicados de manejar. Mi marido está en problemas por haber vendido sin consultar diez cedros que había en la parte de atrás del templo. Me vine a Tokio huyendo de eso.
-...
-Los recuerdos son algo por lo que deberíamos estar agradecidos ¿verdad? No importa en qué situación se meta el ser humano, los recuerdos del pasado son sin duda un don de los dioses. En el templete del camino que bajaba la ladera de Yumiura había muchos niños y usted sugirió que siguiésemos adelante sin detenernos. Sin embargo, alcanzamos a ver que había dos o tres flores de finos pétalos dobles en un pequeño arbusto de camelias, al lado de los baños. Yo todavía recuerdo esas camelias y pienso en quién pudo haber sido la persona de corazón tierno que plantó ese arbusto.
Era claro que Kozumi se encontraba entre los personajes que aparecían en algún escenario de los recuerdos de la visitante. También Kozumi, seducido por sus palabras, sintió como si las imágenes de esa camelia y del atardecer en el puerto de Yumiura le llegaran flotando. Sin embargo, lo irritaba no poder entrar con la mujer en la misma región del mundo de sus reminiscencias. Estaban tan separados como están los vivos y los muertos en aquel país. La capacidad de memoria de Kozumi se había reducido en comparación con la de muchas personas de su edad. Le era usual sostener una larga conversación con alguien cuya cara le resultaba familiar sin recordar su nombre. A la ansiedad de esos momentos se venía a sumar el miedo. Ahora mismo, mientras intentaba inútilmente despertar sus propios recuerdos con la visitante, empezó a sentir que la cabeza le dolía.
-Cuando me detengo a pensar en la persona que plantó aquella camelia se me ocurre que debería haber tenido más arreglada mi habitación en Yumiura. Usted sólo pasó por allí una vez y desde entonces han transcurrido más de treinta años sin vernos. Aunque, ¿no es verdad que entonces la había adornado un poco y que se veía como la habitación de una muchacha joven?
Kozumi frunció el ceño y su expresión pareció tornarse más rígida. No podía recordar nada de esa habitación.
-Le pido excusas por haberlo visitado tan de improviso, fue quizás grosero de mi parte... -dijo la mujer a modo de despedida-. Durante largo tiempo deseé verlo. Nada podía hacerme más feliz. Me pregunto si me permitiría visitarlo de nuevo. Hay muchas cosas que me gustaría conversar con usted.
-Sí.
Había algo que la mujer temía decir frente a los otros visitantes. El tono de su voz indicaba que no podía hacerlo. Kuzumi salió al corredor para despedirla. Al correr el panel de la puerta tras de sí casi no cree a sus propios ojos. La mujer había relajado la postura del cuerpo. Tenía la actitud corporal de una mujer que está frente a un hombre que la ha tenido en sus brazos.
-¿La niña que salió a recibirme era su hija?
-Así es.
-Siento no haber visto a su esposa...
Kozumi sin responder se adelantó hasta el umbral de la entrada.
Desde allí le dijo a la mujer, que estaba de espaldas poniéndose los zori:
-¿Así que fui a su habitación en un pueblo llamado Yumiura?
-Sí -contestó ella, y lo miró por encima del hombro-. Me pidió que me casara con usted. En mi propio cuarto.
-¿Sí...?
-En aquella época yo ya estaba comprometida con mi actual esposo. Eso le dije. Me negué. Pero...
Kozumi sintió un golpe en el pecho. Por más que tuviera pésima memoria, pensar que hubiera olvidado por completo una propuesta de matrimonio y que él mismo no fuera capaz de recordar a la muchacha, más que sorprendente le resultó ridículo. Nunca había sido el tipo de persona capaz de proponer matrimonio precipitadamente.
-Usted fue muy amable y comprendió las circunstancias de mi negativa -dijo la mujer mientras se le llenaban los ojos de lágrimas. Después, con sus dedos cortos, sacó temblando una fotografía del bolso.
-Estos son mis hijos. Ella es ahora mucho más alta que yo. Pero se parece mucho a mí cuando era joven.
La muchacha se veía pequeña en la fotografía pero sus ojos estaban llenos de vida y la forma de la cara era hermosa. Kozumi fijó la mirada en la muchacha de la fotografía. ¿Sería posible que hace treinta años se hubiera visto con ella durante un viaje y le hubiera propuesto matrimonio?
-Algún día le voy a traer a mi hija y si gusta podrá ver cómo era yo en aquel tiempo -dijo con lágrimas mezcladas en la voz-. Les he contado los detalles de lo que pasó con usted. Lo saben todo. Hablan de usted como si se tratara de algún ser querido. En ambos embarazos tuve unas náuseas terribles y me iba volviendo un poco loca. Después las náuseas se calmaban y cuando el niño comenzaba a moverse me daba por cavilar si no sería suyo. De vez en cuando me ponía a afilar un cuchillo en la cocina... Esto también se lo he contado a mis hijos.
-Eso... No puede hacer eso.
Kozumi no articuló más palabras.
De todas maneras parecía que la mujer había sido extremadamente desgraciada a causa de Kozumi. También su familia lo había sido... O al contrario. Tal vez con el recuerdo de Kozumi pudo suavizar una vida extremadamente desgraciada. Y su familia había participado de eso en cierto modo...
Pero ese pasado, el encuentro imprevisto con Kozumi en un pueblo llamado Yumiura, parecía vivir con intensidad en aquella mujer. En Kozumi, que de alguna manera había cometido una falta, ese mismo pasado se había perdido completamente y estaba muerto.
-¿Quiere que le deje la fotografía? -preguntó ella. A lo cual Kozumi meneando la cabeza respondió que no.
La figura pequeña de la mujer, caminando con pasos cortos, desapareció tras la puerta de entrada.
Kozumi tomó del estante de libros un mapa detallado del Japón y un diccionario de nombres de ciudades y regresó a la salita. Los tres visitantes le ayudaron a buscar, pero en ningún lugar de Kyushu encontraron un pueblo llamado Yumiura.
-¡Qué extraño! -dijo Kozumi. Levantó la cabeza, cerró los ojos y se puso a pensar-. No recuerdo siquiera haber estado en Kyushu antes de la guerra. Estoy seguro de que no. ¡Ya! La primera vez que estuve en Kyushu fui en avión, como corresponsal de la armada, a la base de las fuerzas especiales en Shikaya durante la batalla de Okinawa. La segunda fue una visita que hice a Nagasaki después de la explosión de la bomba atómica. Y fue en Nagasaki donde oí la historia de la visita de Kida y de Akiyama a la región, que había tenido lugar treinta años antes.
Los tres visitantes expusieron por turnos su opinión sobre las ilusiones o fantasías de la mujer y se echaron a reír. Concluyeron que evidentemente estaba loca. Kozumi, sin embargo, pensaba que él también debía de estar loco. Había estado oyéndole la historia a la mujer, buscando en sus recuerdos mientras la escuchaba. En este caso, no había existido un pueblo llamado Yumiura, pero cuánto de su pasado, un pasado que él había olvidado y que para él ya no existía, podía ser recordado por otros. Después de su muerte, la visitante de hoy iba a pensar que Kozumi le había propuesto matrimonio en Yumiura. Para él no había diferencia entre uno y otro caso.
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Yasunari Kawabata
lunes, 19 de noviembre de 2012
Alejandra Pizarnik - Poemas
A LA ESPERA DE LA OSCURIDAD
Ese instante que no se olvida,
Tan vacío devuelto por las sombras,
Tan vacío rechazado por los relojes,
Ese pobre instante adoptado por mi ternura,
Desnudo desnudo de sangre de alas,
Sin ojos para recordar angustias de antaño,
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
perdidas en el canto de los helados campanarios.
Ampáralo niña ciega de alma,
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego;
Abrázalo pequeña estatua de terror.
Señálale el mundo convulsionado a tus pies,
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro.
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.
Pero ese instante sudoroso de nada,
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca,
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos.
CAMINOS DEL ESPEJO
Sería inútil afirmar la realidad de los espejos, así como es vano pensar que sos real sólo porque esas ventanas a la nada devuelven tu reflejo. Pero hay un lenguaje, quizá secreto, un idioma hecho de ausencias. Tu desprecio se ve mejor en las sombras, y tus te amo se convierten en la intriga dudosa, (en una penosa sospecha) de que tu amor existe sólo en las letras.
El amor nunca muere, y si muere, no merece que ser recordado. Decir yo amé, es decir que nunca has amado.
Si en tus sueños sólo soy un fantasma, no evoques mi sombra ni conjures mis caricias. Jamás pienses en mis te amo pues no son para vos, sino para quien eras. No te engañes, un espejo en la oscuridad refleja la penumbra, y aunque no conozcas el idioma, existe un lenguaje secreto, atravesado por un sólo camino, y todos los espejos.
MÁS ALLÁ DE OLVIDO
alguna vez de un costado de la luna
verás caer los besos que brillan en mí
las sombras sonreirán altivas
luciendo el secreto que gime vagando
vendrán las hojas impávidas que
algún día fueron lo que mis ojos
vendrán las mustias fragancias que
innatas descendieron del alado son
vendrán las rojas alegrías que
burbujean intensas en el sol que
redondea las armonías equidistantes en
el humo danzante de la pipa de mi amor.
EL DESPERTAR
a León Ostrov
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
y sonríe detrás del viento
a mis delirios
Qué haré con el miedo
Qué haré con el miedo
Ya no baila la luz en mi sonrisa
ni las estaciones queman palomas en mis ideas
Mis manos se han desnudado
y se han ido donde la muerte
enseña a vivir a los muertos
Señor
El aire me castiga el ser
Detrás del aire hay monstruos
que beben de mi sangre
Es el desastre
Es la hora del vacío no vacío
Es el instante de poner cerrojo a los labios
oír a los condenados gritar
contemplar a cada uno de mis nombres
ahorcados en la nada.
Señor
Tengo veinte años
También mis ojos tienen veinte años
y sin embargo no dicen nada
Señor
He consumado mi vida en un instante
La última inocencia estalló
Ahora es nunca o jamás
o simplemente fue
¿Cómo no me suicido frente a un espejo
y desaparezco para reaparecer en el mar
donde un gran barco me esperaría
con las luces encendidas?
¿Cómo no me extraigo las venas
y hago con ellas una escala
para huir al otro lado de la noche?
El principio ha dado a luz el final
Todo continuará igual
Las sonrisas gastadas
El interés interesado
Las preguntas de piedra en piedra
Las gesticulaciones que remedan amor
Todo continuará igual
Pero mis brazos insisten en abrazar al mundo
porque aún no les enseñaron
que ya es demasiado tarde
Señor
Arroja los féretros de mi sangre
Recuerdo mi niñez
cuando yo era una anciana
Las flores morían en mis manos
porque la danza salvaje de la alegría
les destruía el corazón
Recuerdo las negras mañanas de sol
cuando era niña
es decir ayer
es decir hace siglos
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas
Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo.
LA ENAMORADA
Esta lúgubre manía de vivir,
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra Alejandra no lo niegues.
Hoy te miraste en el espejo
y te fue triste estabas sola
la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió.
Enviarás mensajes, sonreirás,
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado.
Oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú
te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!
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domingo, 4 de noviembre de 2012
Haruki Murakami - Cuento
EL ESPEJO
Desde hace un rato os oigo hablar de experiencias que habéis vivido y, no sé, a mí me da la impresión de que este tipo de relatos puede dividirse en ciertas categorías. En la primera categoría se encuentran aquellas historias donde el mundo de los vivos está en esta orilla y el de los muertos en la opuesta, pero existen unas fuerzas que hacen que, bajo determinadas circunstancias, pueda cruzarse de una orilla a la otra. Son las historias de fantasmas, por ejemplo. Otras historias se basan en la existencia de ciertos fenómenos o de ciertas facultades que trascienden el común conocimiento tridimensional del hombre. Me refiero a la videncia o a los presentimientos. Creo que, grosso modo, podríamos dividirlas en estos dos grupos.
Pues bien, según he podido constatar, las experiencias de la gente, pertenezcan a una u otra categoría, se limitan a un solo ámbito. Es decir, las personas que ven fantasmas los ven con frecuencia, pero no tienen presentimientos, y las personas que sí tienen presentimientos no suelen ver fantasmas. Desconozco la razón de que esto sea así, pero es evidente que existen ciertas disposiciones personales al respecto. Vamos, al menos ésa es mi impresión.
Luego, por supuesto, están los que no se encuadran en ninguna de ambas categorías. Yo, por ejemplo. Llevo viviendo más de treinta años, pero jamás he visto una aparición. Sueños premonitorios o presentimientos jamás los he tenido. Me ha sucedido que, encontrándome con dos amigos en el mismo ascensor, ellos han visto un fantasma y a mí se me ha pasado por alto. Mientras ellos dos veían a una mujer vestida con un traje chaqueta gris, de pie a mi lado, yo habría jurado que allí, mujer, no había ninguna. Que estábamos los tres solos. No miento. Y ellos no son de los que van tomándole el pelo a los amigos. En fin, ésta es una experiencia muy siniestra, pero no altera el hecho de que yo no haya visto jamás un fantasma. Ni se me ha parecido nunca un espíritu, ni tengo poder paranormal alguno. Vamos, que mi vida debe de ser terriblemente prosaica.
Sin embargo, una vez, una sola vez, me sentí tan aterrado que se me pusieron los pelos de punta. Hace ya más de diez años que pasó aquello, pero aún no se lo he contado a nadie. Incluso hablar de ello me causa terror. Me da la impresión de que, si lo menciono, volverá a ocurrir. Por eso me he callado hasta hoy. Pero esta noche todos habéis ido contando, por turno, experiencias aterradoras que habéis vivido y yo, como anfitrión, no puedo dar por finalizada la velada sin relataros, a mi vez, mi historia. Así que voy a atreverme a hablar de ello. ¡No, por favor! Ahorraos los aplausos. No creo que mi historia los merezca.
Tal como he dicho antes, ni he visto fantasmas ni tengo ningún poder paranormal. Así que es posible que mi historia os parezca poco terrorífica y que os decepcione. En fin, si es así, que así sea. Aquí la tenéis.
Acabé el instituto a finales de la década de los sesenta, unos años turbulentos, ya lo sabéis; era, de pleno, la época de las luchas estudiantiles contra el sistema. También yo me vi arrastrado por aquella oleada, así que rehusé ingresar en la universidad y decidí vagar unos cuantos años por Japón, trabajando con mis propias manos. Creía que ése era el modo de vida correcto. En fin, cosas de la juventud. Ahora, cuando pienso en aquellos días, me parecen muy felices. Dejando aparte la cuestión de si aquél era el modo de vida correcto o equivocado, si volviera a nacer, posiblemente volvería a hacer lo mismo.
Durante el otoño de mi segundo año errático trabajé un par de meses como vigilante nocturno en una escuela. En un instituto de una pequeña población de Niigata. Durante todo el verano había trabajado muy duro y me apetecía tomarme un respiro. Y hacer de vigilante nocturno no era un trabajo que deslomara a nadie. Durante el día me dejaban dormir en las dependencias de los bedeles y, por la noche, sólo tenía que dar dos rondas por el recinto de la escuela. En las horas que me quedaban libres escuchaba discos en la sala de música, leía en la biblioteca o jugaba al baloncesto en el gimnasio. Allí solo, por la noche, se estaba muy bien. ¿Que si tenía miedo? No, no. ¡Qué va! A los dieciocho o diecinueve años se desconoce el miedo.
Seguro que no habéis trabajado nunca de vigilante nocturno, así que, antes que nada, voy a explicaros un poco qué es lo que hay que hacer. Hay dos rondas de inspección, la primera a las nueve de la noche y la segunda a las tres de la madrugada. Así está establecido. La escuela era un edificio bastante nuevo, de hormigón, de tres plantas, y el número de aulas estaba sobre las dieciocho o veinte. No era muy grande. También estaban la sala de música, el aula de labores del ho-gar, el aula de dibujo y, además, la sala de profesores y el despacho del director. Aparte de las dependencias de la escuela estaban el comedor, la piscina, el gimnasio y el salón de actos. Y yo sólo tenía que darme una vuelta por allí.
Eran veinte los puntos que tenía que inspeccionar, y yo iba de una dependencia a otra, echaba una ojeada y ponía con el bolígrafo «OK» en el papel. Sala de profesores: OK; Laboratorio: OK... Claro que habría podido quedarme tumbado en la habitación de los bedeles y haber ido marcando OK, OK en todas las casillas. Pero nunca descuidé mi trabajo hasta ese punto. En primer lugar, no requería un gran esfuerzo y, además, de haberse colado algún tipejo dentro, al primero a quien hubiera sorprendido durmiendo habría sido a mí.
Así que, a las nueve de la noche y a las tres de la mañana, me hacía con una linterna grande y una espada de madera y recorría la escuela de una punta a la otra. Con la linterna en la mano izquierda y la espada en la derecha. En el instituto había practicado kendo y tenía gran confianza en mi habilidad. Mientras mi contrincante no fuera un profesional, no me daba miedo aunque llevase una auténtica espada
japonesa. Hablo de aquella época, claro. Hoy, saldría corriendo.
Era una noche ventosa de principios de octubre. No hacía frío. Más bien hacía calor. Desde el anochecer pululaban los mosquitos. A pesar de estar en otoño, recuerdo que había tenido que encender dos barritas de incienso para ahuyentar los mosquitos. El viento ululaba. Justo aquel día, la puerta de la piscina se había roto y golpeaba con furia agitada por el viento. Se me pasó por la cabeza arreglarla, pero estaba demasiado oscuro. Y la puerta estuvo toda la noche abriéndose y cerrándose con estrépito.
En la ronda de las nueve no descubrí nada anormal. OK en los veinte puntos. Las puertas estaban cerradas con llave, todo estaba donde tenía que estar. Ninguna novedad. Volví a las dependencias de los bedeles, puse el despertador a las tres y me dormí.
Cuando el despertador sonó a las tres de la madrugada, me asaltó una extraña e indefinible sensación. No puedo explicarlo bien, pero me sentía raro. En concreto, no me apetecía levantarme. Era como si hubiera algo que estuviese anulando mi voluntad de incorporarme. A mí nunca me había costado levantarme de la cama, así que aquello me resultaba inconcebible. Con gran esfuerzo logré ponerme en pie y me dispuse a hacer la ronda. La puerta seguía golpeando con estrépito. No obstante me dio la sensación de que el sonido era distinto. Podían ser simples impresiones, ya lo sé, pero me sentía extraño en mi propia piel. «¡Qué raro! No me apetece nada hacer la ronda», pensé. Pero fui, claro está. Porque ya se sabe. En cuanto haces trampas una vez, ya no hay quien lo pare. Así que agarré la linterna y la espada de madera y salí de las dependencias de los bedeles.
Era una noche odiosa. El viento soplaba cada vez más fuerte, el aire era más y más húmedo. La piel me picaba, no lograba concentrarme. En primer lugar, miré el gimnasio y el salón de actos. OK en ambos. La puerta seguía abriéndose y cerrándose con estrépito, parecía la cabeza de un demente haciendo gestos afirmativos y negativos. Sin regularidad alguna. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Ya sé que es una comparación extraña, pero a mí me dio esa sensación. De verdad.
En el interior de la escuela tampoco hallé ninguna anomalía. Todo estaba como siempre. Di una vuelta rápida y marqué OK en todas las casillas. Después de todo, no había ocurrido nada. Aliviado, me dispuse a volver a las dependencias de los bedeles. El último punto que había que inspeccionar era el cuarto de las calderas, en el extremo este del edificio. Las dependencias de los bedeles estaban en el extremo oeste. Por lo tanto, yo tenía que cruzar un largo pasillo de la planta baja para volver a mi habitación. Un pasillo negro como el carbón. Si había luna, estaba iluminado por su pálida luz, pero si no, no se veía nada en absoluto. Yo avanzaba dirigiendo el haz de luz de la linterna hacia delante. Aquella noche se aproximaba un tifón y no había luna. Muy de cuando en cuando se abría un jirón entre las nubes, pero la noche volvía a ser pronto tan oscura como boca de lobo.
Avanzaba a un paso más rápido de lo habitual. Las suelas de goma de las zapatillas de baloncesto producían pequeños chirridos al pisar el pavimento de
linóleo. El pavimento era de color verde. De un verde oscuro como el musgo. Aún lo recuerdo.
A medio pasillo se encontraba el vestíbulo. Me disponía a dejarlo atrás cuando: «¡Oh!», tuve un sobresalto. Me había parecido ver una figura en la oscuridad. Un sudor frío manó de mis axilas. Agarré con fuerza la espada de madera, me volví en aquella dirección. Apunté hacia allí el haz de luz de la linterna. Era por la zona donde estaba el mueble zapatero. Y era yo. Es decir, un espejo. Ni más ni menos. Era mi figura reflejada en un espejo. La noche anterior no había ninguno, seguro que acababan de colocarlo allí. ¡Vaya susto! Era un espejo grande, de cuerpo entero. Al tiempo que me tranquilizaba, me iba sintiendo ridículo. «¡Seré imbécil!», pensé. Plantado ante el espejo dirigí hacia abajo el haz de luz de la linterna, me saqué un cigarrillo del bolsillo y lo encendí. Di una calada contemplando mi imagen reflejada en el espejo. La tenue luz de las farolas penetraba por las ventanas y llegaba hasta el espejo. A mis espaldas, la puerta de la piscina seguía dando golpes impulsada por el viento. A la tercera calada me asaltó, de pronto, una sensación muy extraña. La imagen del espejo no era la mía. De hecho, sí, su aspecto exterior era idéntico al mío. No cabía la menor duda. Pero no acababa de ser yo. Lo supe instintivamente. No. No es exacto. Hablando con precisión, sí era yo. Pero era otro yo. Un yo que jamás debería haber tomado forma. No me lo explico, me entendéis, ¿verdad? Es que ésa es una sensación terriblemente difícil de traducir en palabras. Sin embargo, lo único que comprendí entonces era que él me odiaba con todas sus fuerzas. Con un odio parecido a un poderoso iceberg que flota en un mar oscuro. Con un odio que no podrá ser jamás aliviado por nadie. Eso es lo único que comprendí. Me quedé plantado ante el espejo, atónito. El cigarrillo se me escapó por entre los dedos y cayó al suelo. El cigarrillo del espejo también cayó al suelo. Nos contemplábamos el uno al otro. No podía moverme, como si estuviera atado de pies y manos. Poco después, él movió una mano. Se acarició el mentón con las yemas de los dedos de la mano derecha y, luego, muy despacio, fue deslizando los dedos hacia arriba, como un insecto que le reptara por el rostro. Me di cuenta de que yo estaba imitando sus gestos. Como si fuera yo la imagen del espejo. O sea, que era él quien estaba intentando controlarme a mí.
Mueble donde, en este caso, los niños dejan los zapatos tras quitárselos antes de entrar en la escuela. (N. de la T)
En aquel momento hice acopio de las fuerzas que me quedaban y solté un alarido. Exclamé «¡Uoo!» o «¡Uaa!», o algo así. Entonces, las ataduras se aflojaron
un poco y arrojé con todas mis fuerzas la espada de madera contra el espejo. Se oyó un ruido de cristales rotos. Eché a correr hacia mi habitación sin volverme una sola vez, cerré la puerta con llave y me cubrí con la manta. Me preocupaba el cigarrillo que había dejado caer en el pasillo. Pero fui incapaz de volver. El viento siguió soplando. La puerta de la piscina continuó golpeando con estrépito hasta poco antes del amanecer. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...»
Supongo que adivinaréis cómo termina la historia. Eso es, el espejo no había existido jamás.
Cuando el sol ascendió por el horizonte, el tifón ya se había alejado. El viento amainó y el sol continuó arrojando sus rayos cálidos y claros. Me acerqué al vestíbulo. Había una colilla en el suelo. Había una espada de madera en el suelo. Pero no había ningún espejo. Nunca lo hubo. Nadie había emplazado jamás un espejo al lado del mueble zapatero. Ésta es la historia.
Así que no vi ningún fantasma. Lo único que yo vi fue... a mí mismo. Pero aún no he podido olvidar el terror que experimenté aquella noche. Y siempre pienso lo siguiente: «El hombre únicamente se teme a sí mismo». ¿Qué opináis vosotros?
Por cierto, posiblemente os hayáis dado cuenta de que en esta casa no hay ningún espejo. Y, ¿sabéis?, se tarda bastante tiempo en aprender a afeitarse sin mirarse al espejo. De verdad.
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sábado, 20 de octubre de 2012
martes, 2 de octubre de 2012
Roberto Arlt - Cuentos
EL CAZADOR DE ORQUÍDEAS
Djamil entró en mi camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.
Abandoné precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas.
Efectivamente, dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las tintas más vivas.
Yo ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio, precisamente en Madagascar.
Creo haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor.
Completamente empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a México, donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que conocemos bajo el nombre de "orquídea del azafrán". No sé qué incidentes tuvo con un nativo -los mexicanos son gente violenta-, que Guillermo Emilio desapareció de México con la misma presteza que anteriormente salió de Río Grande, después de Natal, luego de Bogotá y, finalmente, de Tampico. Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo Emilio combinaba el robo con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien claro lo dicen las Sagradas Escrituras: "No juzguéis si no quieres ser juzgado".
Era él un hombre alto como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y fina y mucha alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje caqui, polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía junto a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes. Tal publicidad le permitió robar en muchas partes.
Este es el genio que yo me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante a un babieca abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó la ex reina indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que recaló en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron extraordinarias anécdotas; pero dejémoslas para otro día.
Estaba, como digo, de pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de cobrizas chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre Ranavalo, y si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches, que con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños cebúes despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey sacrificando su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su cola, pero ahora no lo recuerdo. Adelante.
Mis proyectos eran variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo, otro -y éste me seducía muy particularmente- en cruzar oblicuamente la isla partiendo de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad de los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un viejo con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su almacén, y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de un cocotero. Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un gran cigarro encendido que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino, con un blusón azul que le llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales.
-¡Tony! ¡Tú aquí, Tony!
¿Quién diablos me llamaba?
Me volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo, tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo escuchar el chino del "fondak" frontero:
-Nunca entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.
Terminó mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por el piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:
-Honorable Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.
Taman me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa y el primo Guillermo me lo presentó:
-Es sabio y virtuoso como el ojo de Alá.
El pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:
-A ti puedo confiarme -miró en derredor cautelosamente-. Este prodigioso niño llamado Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de pétalo a pétalo la flor mide cerca de cuarenta centimetros.
-¿Y dónde descubrió ese prodigio?
-A ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo.
-¿Y por qué no la cazó él?
El tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió:
-Te diré, señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una venenosísima serpiente negra...
- El primo Guillermo masculló:
-¡Supersticiones! ¿No sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?
-¿Y qué piensas hacer tú? -intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura.
-Contrataré a dos indígenas. Cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.
Taman, el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:
-Este precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim.
Finalmente, después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de cuya puntual enumeración fui testigo:
TAMAN. - Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.
GUILLERMO. - Únicamente le pegaré cuando haga falta.
TAMAN. - Pero ni con el puño ni con el bastón.
GUILLERMo. - Pero sí podré utilizar una vara flexible.
TAMAN. - Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente.
GUILLERMO. - Sí.
TAMAN. - Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.
GUILLERMO. - Sí; menos cuando esté de guardia.
TAMAN. - No serás con él cruel ni autoritario.
GUILLERMO. (impaciente). - ¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!
TAMAN. - Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de mis ojos.
Finalmente, una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.
Primero cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol.
Después dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.
Cantaban una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes, aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio para nuestra aventura.
Al caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus alturas.
El "Ojo de Alá", como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!...
Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.
El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano Índico. A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible.
Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao.
Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra.
Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo..., ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado!
Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.
Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo:
-Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el doble.
Armados de hachas y palancas Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo.
-Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos -cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas.
Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.
Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenía razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea.
Yo mentiría si dijera que la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia.
Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.
Y con esta preciosa carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman.
-Déjame a mí; yo le hablaré -dijo el primo Guillermo Emilio.
Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenía ya noticia de la muerte del hijo de su hermana.
Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio: luego Taman dijo:
-¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana?
Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final del Ojo de Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo, dijo:
-¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea!
-¡Taman -suplicó el primo Guillermo-, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?
-¿Cómete esa orquídea, he dicho!
-Entendámonos, Taman: tu querido sobrino...
-¡Vas a comerte esa orquídea, perro!
El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:
-Escúchame, honorable hermano mío...
Una sombra de ferocidad cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.
-Taman, piensa...
-¡Come! -ladró Taman.
Entonces por primera y probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor.
Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.
Estuvo dos meses enfermo del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde "se comió su fortuna".
LOS HOMBRES FIERAS
El sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de
bambú del barandal de su bungalow, y mirando un elefante que se dirigía hacia su
establo cruzando las calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro
americano llegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil:
-En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia de
Liberia debía aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes
de permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que
le sucedió a un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering.
"El doctor Traitering era americano como usted. Fue un
hombre recto, aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa.
No. Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de
nuestros hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y
yo conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted."
El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro
que estaba dispuesto a hacer carrera. El sacerdote encendió su pipa, llenó el
vaso del juez con un transparente aguardiente de palma, y prosiguió:
-El señor Traitering era nativo de Florida, y, como
usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la poderosa influencia de una gran
compañía fabricante de neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error
nombrar negros nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de
una manera u otra, pero la baja del caucho obliga a todo...
El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca
terrible ingirió el vasito de aguardiente de palma. El sacerdote continuó:
-Yo he sentido siempre que el hombre de color,
extranjero en este país, está desvinculado del clima de la selva y de la tierra.
Y cuando menos lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio
bestial que en todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma
animal de estos pobrecitos salvajes.
El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara
de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma,
prosiguió su relato:
-Hace cosa de siete años se produjeron numerosas
desapariciones, que, con toda razón, supusimos de origen criminal. Niños y
doncellas, a veces hasta hombres robustos, salían de sus chozas para no
regresar. Las poblaciones de Krus comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la
tarde, frente a las cabañas, las mujeres miraban impacientes los desiertos
caminos, temiendo por la desaparición de los suyos. Se iniciaron
investigaciones, se ofrecieron premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló
que había sido invitado a una fiesta en el bosque que está más allá del rápido
de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una
banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la
tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales estaban
cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en pieles de fieras.
Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la
antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de brazos largos y piernas
cortas que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron sus delitos -habían
devorado vivas a muchas personas-, pero no había uno solo de ellos que no
alegara que cometía estos crímenes cuando se había metamorfoseado en una
bestia...
-Sugestión colectiva -murmuró el negro doctor.
El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco
congénere, y el doctor Denis comprendió que le convenía disimular su sabiduría
materialista, y para hacerse perdonar la indiscreción repuso:
-La declaración del niño, ¿coincidió con la de los
mayores?
-Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros
hombres en el bosque a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en
una hiena. Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su
sentencia se ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de
los árboles en los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de
ser ejecutado fue el niño Gan, debido a su corta edad: doce años.
"Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos, yo
me manifesté de acuerdo con él. No era posible ahorcar a una criatura de doce
años. Pero Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba
escribir un libro sobre costumbres de nuestros negros, de modo que condenó al
niño a prisión perpetua. Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En
este país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos,
y dos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en este barandal,
mirando como mira usted al elefante de míster Marshall, bruscamente apareció el
doctor Traitering.
"Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre
alto y robusto, de ojos saltones y miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un
traje excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me
miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo:
-Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted.
"Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez
Traitering no era un hombre religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta
de que se trataba de un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de
míster Marshall, hice sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso
de aguardiente y me quedé callado, esperando su confidencia.
"Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció en
silencio. Yo no abrí la boca y volví a ocuparme de los chicos de míster Marshall,
que jugaban en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering,
después de lanzar otro suspiro, me dijo:
"-¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados?
"Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí
un poco aturdidamente:
"-¿Qué pasa? ¿Han resucitado?
"Traitering sonriose débilmente:
"-Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre,
que me aconsejó que indultara al niño?
"Efectivamente, yo no podía negar que le había
aconsejado que indultara al pequeño Gan.
"-Sí, sí... ¿Qué es de ese huérfano?
"-Lo he asesinado ayer, padre.
"Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había
asesinado al niño!
"-¿Por qué ha hecho eso? -terminé por preguntarle-.
¿Por qué lo asesinó?
"Ah, padre..., padre!... -Y el juez Traitering se echó
a llorar como una criatura-. No se imagina usted la calidad de monstruo que era
ese niño. Si le hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo
aquí. No.
"A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón
tan recio. Traté de consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente. (Aquí el
padre aprovechó para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis.)
"¿Qué ha pasado? -le dije.
"Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme su
desgracia.
"¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda
de la existencia del demonio. He aquí lo que contó el infortunado:
"-Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta
antropófagos del rápido de Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado
el niño Gan, y como disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso
en que el niño declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le
hice traer a mi oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él
en mi despacho
"-¿Estarás contento de haber salvado la piel? -le dije
al chico en dialecto krus.
"El pequeño caníbal no contestó palabra.
"-¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? -le
pregunté.
"Gan continuó en silencio. Yo insistí:
"-Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena
te daré un trozo de carne de mandinga (los mandingas son recios enemigos de los
kwesi) y una botella de aguardiente.
"Gan no abrió la boca Continuaba mirándome fijamente, y
cuanto más él me miraba más simpatía experimentaba yo hacia él. Se iba formando
un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara
sangre de negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome de pie, me acerqué a Gan e
intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y
encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una fiera que
quiere morder. Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento por mí; recuerdo
perfectamente que no sentí ningún desagrado por ese gesto bestial, sino que
riéndome también yo fruncí los labios, mostrándole los dientes al caníbal.
Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro
pies rozándome las pantorrillas con el flanco; yo experimenté un sobresalto
terrible, me precipité a la puerta, la cerré con llave, y apoyando las manos en
el suelo, también me puse a caminar como una fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y
yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras que no se resuelven a reñir.
"-¿Es posible? -interrumpí asombrado.
"Ah, padre! Vaya, si es posible! Lo único que
recuerdo es que en aquel momento experimenté un placer vertiginoso en degradar
mi dignidad humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que
hubiera terminado por despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena
acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan corriendo siempre en
cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al soldado que había
traído al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos sólo me animaba un
propósito. Después que el soldado se hubo alejado, le dije a Gan:
"-Esta noche iremos al bosque.
"Gan movió la cabeza asintiendo.
"Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al
bolsillo y salí. Estaba afiebrado de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé
por las orillas del lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones
me calmarían, pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión.
Ansiaba vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la
última luz de Krutown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de una
mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de
los krus, los cauchales. Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el
automóvil bajo una cortina de lianas y dije a Gan:
"-Haz la hiena.
"Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las
manos en el suelo, y yo lo imité. A poco de iniciado este juego comenzamos a
gruñir, luego nos afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que,
cansados, nos echamos en el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento
sentí que tenía cola. No hablábamos. "Sabíamos" que esperábamos a alguien. Nada
más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se
había poblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el
silbido de un hombre, una sombra se movió en el camino, y cuando el hombre
estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró al suelo y le desgarró la
garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa, casi incomprensible...
Dispénseme, padre, de narrarle lo que hicimos después. Yo me sentía tigre; al
amanecer me sorprendí con mi conciencia de hombre vuelta a un cuerpo
completamente manchado de sangre. Gan con la cara aplastada en la hojarasca,
dormía su hartazgo espantoso.
"Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos a
Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel: yo estaba horrorizado de la
experiencia, creía que sería la última; pero pocos días después la tentación se
presentó tan enorme y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la
noche, y en su compañía nuevamente volví al bosque.
"Desde entonces mi vida ha sido un infierno.
Remordimientos y crímenes. Finalmente me resolví. Ayer, en compañía de Gan, fui
al bosque, y allí lo maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la
absolución de mis pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que
aproveche este intervalo de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la
horrible tentación a lanzarme al bosque en busca de víctimas..."
El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo.
Luego murmuró:
-¿Qué hizo usted, padre?
-Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer
matarse. Él no quería destruir el hombre que llevaba en sí, sino a la fiera
despierta en él. Lo confesé, le di la absolución y le dejé marcharse.
Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la
noticia de que el juez Traitering se había ahogado.
Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall
habían dejado de jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro
bebió su quinta copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:
-Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal
que usted tiene que juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en
guardia, que jamás bebió vino ni mordió carne.
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cuentos,
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Roberto Arlt
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