viernes, 30 de abril de 2010

JUAN RODOLFO WILCOCK - CUENTOS


LA ATLÁNTIDA

Cuando aquella vasta isla que los antiguos llamaban Atlántida comenzó a hundirse en el océano, los más sagaces de sus habitantes decidieron embarcarse y mudarse a otro continente. Lamentablemente sus barcos eran pequeños y bastó una sola tempestad para tragarse a todos los emigrantes. Pero la gran mayoría de los atlánticos se habían quedado en la isla; de hecho, todas las profecías preveían un gradual reelevamiento del nivel de las tierras, y los isleños, como sucede a menudo, creían más en las profecías que en la realidad de lo que veían con los ojos y tocaban con la mano. Por eso, inundadas las llanuras costeras y amenazadas por las olas las primeras colinas, los periódicos atlánticos continuaban alentando a la población: "Hemos tenido una nueva confirmación, venida de las más altas esferas científicas de la isla, de que está prevista la progresiva elevación de la plataforma continental atlántica, cuyo movimiento parece haber sido tan repentino que ha arrastrado consigo las aguas del océano; esto explica el hecho de que éstas hayan alcanzado en algunas localidades un nivel falsamente preocupante. En la espera del retorno, sin duda inminente de las aguas geológicamente impelidas, los habitantes y animales sobrevivientes se han refugiado en las montañas que rodean a la capital. El gobierno ha tomado las medidas apropiadas para evitar este temporario peligro, mediante oportunos diques y barreras, mientras los sacerdotes amorosamente se ocupan de bendecir los restos flotantes".

Más subían las aguas, más optimistas se volvían los comunicados distribuidos por las agencias de noticias, más inminente era declarado el reflujo de la marea, con la consiguiente adquisición por parte del patrimonio nacional de nuevas e ilimitadas extensiones de tierra enriquecida por el fértil humus de milenios de vida submarina. Por eso nadie hizo nada, y cuando el último habitante, que era justamente el presidente del consejo, se encontró en la cima de la más alta montaña del país, con el agua al pecho, se oyó decir a los ministros que flotaban en torno suyo, cada uno aferrado a su propio escritorio: "Valor, excelencia, lo peor ya pasó".

ILIO COLLIO

El asistente social Ilio Collio se encuentra enormemente impedido en el ejercicio de sus funciones de asistente social porque de las tetillas le sale una especie de aceite espeso, como de máquina, que normalmente le corre hasta los pies, y eso lo vuelve muy escurridizo, además de ser una fuente inagotable de manchas grasientas de las más desagradables e incluso peligrosas, ya que pueden prenderse fuego con relativa facilidad. Su cuerpo es tan resbaladizo que ya casi no puede caminar y cada vez que levanta un pie termina tendido a lo largo del pavimento, y así, boca abajo, se esfuerza por desplazarse aunque sólo sea con las manos, pero todo a lo que se aferra se le resbala, y a duras penas consigue arrastrarse con los codos algunos metros más. Su trabajo es resolver los problemas tanto de los individuos como de las familias, dar consejos, ofrecer consuelo, explicar, remediar, alentar; pero ¿cómo se hace para ofrecer consuelo, etcétera, en esas condiciones de deslizamiento permanente? Ha intentado caminar con gruesas botas de goma, pero es lo mismo, el aceite de las tetillas rebasa de las botas y volvemos al punto de partida; también ha probado, inútilmente, un tipo de corpiño impermeable para adolescentes. A pesar de ello debe -es su obligación- ayudar al prójimo. Apenas se cierra la puerta de un departamento, entre sus paredes comienzan a fermentar los problemas personales como una horda de perros y de gatos encerrados juntos; desde la calle se oyen los gritos, los llamados desesperados, los alaridos de las víctimas indefensas aplastadas por la aplanadora de una vida demasiado compleja para sus modestos intelectos. Y en el vestíbulo de la planta baja, Ilio Collio, reclamado desde lejos por sus virtudes asistenciales, tendido en el piso en medio del charco de aceite de sus inagotables tetillas, busca en vano abrirse paso con ligeras contracciones del abdomen, como hacen los gusanos: “¡Ya voy, ya voy!” se lo oye gritar, y cuando por fin llega a la escalera, resbala en los primeros peldaños y cae de nuevo hacia atrás; ya ensució todo el vestíbulo sin haber ayudado a nadie. Pobre Ilio Collio, se ha impuesto una tarea imposible.

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