sábado, 29 de mayo de 2010

JOSÉ B. ADOLPH



¿Y SI NO MUEREN?

Finalmente tuvieron que clausurar el restaurante. Pienso ahora que, a falta de explicaciones, se envolvieron en la certeza de que ciertas cosas es mejor dejarlas morir.

Los mayores de sesenta años recuerdan el escándalo; otros habrán escuchado los rumores que persisten en ciertos barrios y familias. Y una que otra vez, un viejo memorioso publica algún artículo sobre los horrores del restaurante Wotans o algo por ese estilo.

Para los lectores más jóvenes, de medio siglo para abajo, la historia del Wotans alterna entre la leyenda y la literatura gótica. ¿Por qué resucitarla ahora? Tengo mis motivos, en éste mi septuagésimo cumpleaños.

En 1946, año de la inauguración del Wotans en el Jirón de la Unión, casi esquina con La Merced, yo tenía 18 años. Hijo de una familia de clase media alta, era moderadamente rebelde antes de acomodarme a la realidad del mundo de la banca.

Pero todo eso no interesa a nadie. Lo que reanudo aquí es una muy antigua discusión: ¿qué ocurrió realmente en el Wotans, ese restaurante a todo dar, adorno del todavía vistoso centro de Lima, inaugurado con asistencia del Alcalde de Lima, del Cardenal (quien, por cierto, fue víctima de una súbita indisposición cuando terminaba de bendecir el local y tuvo que retirarse muy pálido) y hasta del señor Presidente de la República? O, mejor: ¿qué hubo en ese restaurante durante unas semanas de locura?

Recuerdo las fotos en El Comercio, tomadas al inicio del acto inaugural: el presidente, delgado y bigotudo, con sus anteojitos redondos; el cardenal, gordo y opulento en esa foto en blanco y negro; el alcalde tratando de robar cámara, como siempre. Con ellos, el propietario, monsieur le Comte de Verdun, Charles para sus amigos de la high life, quien presumía de su título, auténtico o fraguado. Los limeños siempre fueron muy crédulos frente a los extranjeros, con tal de que fueran blancos y elegantes. El conde de Verdun, nombre sorprendente si recordamos que Verdun fue el escenario de la más famosa, mortífera e inútil batalla de la primera guerra mundial, era un hombre reservado, alto, muy delgado, de ojos penetrantes bajo cejas delgadas y ojeras que sugerían vicios tan obscenos como fascinantes. Su palidez más bien amarillenta delataba al noctámbulo por afición o enfermedad. Una batería de mozos algo amanerados lo secundaba, y en la cocina, objetivo de más de un reportaje kitsch, reinaba una dama de origen alemán o quizás austríaco, gorda y solemne (algo raro en un cocinero) que sólo respondía al nombre de Frau Schwarz. Presionada, reveló que su nombre de pila era el germanísimo Grete.

Tras esa inaugural noche de gala, Wotans se convirtió en el lugar in de Lima, como era de esperar. Y fue en el sábado tras la inauguración que se produjo el primero de los incidentes.

Serían las nueve y media de la noche, poco más o menos. Yo cenaba con mis padres en una mesita arrinconada, como corresponde a una familia sin título nobiliario. Brillaban los candelabros sobre mozos que se movían discretamente entre las mesas. Voces, risas, tintineo de copas y cubiertos. No presté atención a un señor mayor que se dirigía a los servicios higiénicos, pero quedé paralizado como todos al escuchar un grito, no, un alarido proveniente de los servicios. El conde, flanqueado por dos mozos, desapareció en el pasillo que llevaba allí y volvió tras un par de minutos entre cargando y arrastrando a ese señor mayor. El conde sostenía los pantalones del comensal, que balbuceaba incoherencias y estaba en evidente shock. Nos espantó ver cómo una mancha de sangre se extendía por la parte delantera del pantalón precariamente sostenido y que el conde también llevaba las manos enrojecidas. Alguien llamó a una ambulancia que se llevó a la víctima acompañada de una esposa cercana a la histeria.

El conde, con las manos ya lavadas, nos dijo unas palabras con un acento francés que en otras circunstancias hubiese resultado elegante. Habló de an accidánt, que no es nada gravé, que el señor González de la Matta estaba tres bien, etc. No estuvo claro esa noche qué había ocurrido, pero los rumores eran bastante intranquilizadores: luego se supo que eran ciertos.

Cuatro días después, según los diarios —yo no estaba allí—, el suceso se repitió, y entonces sí se informó (la víctima, una mujer, sólo era la cajera del restaurante) que, sentada en el wc, algo le había destrozado los genitales. Ella, tan en shock como la anterior víctima, no podía dar detalles. Aun después de repuestos, ambas víctimas y las seis que sufrieron la misma agresión, sólo pudieron decir que sintieron algo que venía de abajo, del desagüe, luego un dolor insoportable y finalmente la oscuridad.

Cuando cerraron el restaurant, ya no iba casi nadie a comer allí. La perplejidad de todos era apenas mayor que su terror. El conde de Verdun, al parecer inconsolable, desapareció con Frau Schwarz y el caso se unió a otros irresueltos en los archivos policiales y periodísticos. Aún años después, la gente se persignaba o apartaba la vista al pasar por el local cerrado y oscuro que nadie quiso alquilar pese a que la propietaria, una compañía de seguros, hizo demoler los servicios higiénicos e investigar las cañerías hasta varios metros.

Ha pasado más de medio siglo, y ese horror dormido en mí y en los de mi generación parecía también condenado al mundo de las pesadillas incomprensibles.

Pero la náusea volvió a mí esta mañana, al leer un anuncio en la página de sociales de El Comercio. En él, se anunciaba un nuevo restaurant de lujo en el jirón San Martín de Miraflores, a pocos metros de la avenida Larco, el "Odín". Lo recomendaban sus propietarios o administradores, el Marqués de Ardennes y Frau Trude Weiss. Añadían: English spoken, On parle franVais, Man spricht Deutsch.

Afortunadamente vivo en una silla de ruedas. Nada me obliga ni al coraje ni a la curiosidad.

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