sábado, 2 de abril de 2011

El Apocalipsis, el Infierno y el Diablo - Umberto Eco


Alberto Durero, Los cuatro jinetes del Apocalipsis

EL APOCALIPSIS, EL INFIERNO Y EL DIABLO

1. Un mundo de horrores

Lo feo, bajo la forma de lo terrorífico y de lo diabólico, aparece en el mundo cristiano con el Apocalipsis de Juan evangelista. No es que en el Antiguo Testamento y en los otros libros del Nuevo no hubiera alusiones al demonio y al infierno. Pero en estos textos se nombra al diablo sobre todo a través de las acciones que realiza o de los efectos que produce (por ejemplo, las descripciones de los endemoniados en los Evangelios), con la excepción de la forma de serpiente que adopta en el Génesis. El diablo no aparece nunca con la evidencia "somática" con que lo representará la Edad Media; y de ultratumba se mencionarán de forma bastante genérica los sufrimientos de los pecadores (llanto y crujir de dientes, fuego eterno), pero nunca se ofrecerá una imagen viva y evidente.
En cambio, el Apocalipsis es una representación sagrada (hoy en día diríamos incluso que es un disaster movie, una de esas películas que tratan de incendios, terremotos, cataclismos), en la que no falta ningún detalle. Siempre, por supuesto, que no se pretenda hacer una interpretación alegórica de este texto, como han hecho distintos exégetas, sino leyéndolo como un relato literal de "cosas verídicas" qaue sucederán, proque así es como lo ha leído y ha oído hablar de él la cultura popular, y así es como ha inspirado las imágenes artísticas de los siglos futuros.
A finales del primer siglo de nuestra era, en la isla de Patmos el apóstol Juan (o en cualquier caso el autor del texto) tiene una visión y la cuenta siguiendo las reglas del género literario "visión" (o apokalypsis, revelación), común en la cultura hebrea.
El autor oye una voz que le manda a escribir lo que verá y enviarlo a las siete iglesias de la provincia de Asia. Y ve siete candelabros de oro y en medio a uno semejante al hijo del hombre, con los cabellos blancos, y los ojos de fuego y los pies incandescentes como bronce fundido, y la voz como estruendo de muchas aguas. Tiene en la mano derecha siete estrellas y de la boca le sale una espada. Y ve un trono, y sobre él ve a uno sentado, y el nimbo que rodea el trono es de aspecto semejante a una esmeralda. Alrededor del trono ve veinticuatro ancianos, y alrededor del trono cuatro seres vivientes, un león, un toro, un animal con rostro como de hombre y un águila en vuelo. Y a la derecha del que está sentado en el trono hay un rollo con siete sellos que nadie es digno de abrir. Hasta que aparece un Cordero con siete cuernos y siete ojos, adorado por los seres vivientes y por los ancianos y, una vez abierto el primer sello, aparece un caballo blanco montado por un caballero vencedor; abierto el segundo sello, surge un caballo rojo montado por uno que lleva una gran espada; abierto el tercero, se ve un caballo negro montado por uno que lleva una balanza; abierto el cuarto, un caballo bayo montado por la muerte: abierto el quinto, es el turno de los mártires; abierto el sexto, sobreviene un gran terremoto, el sol se vuelve negro y la luna de sangre, caen las estrellas y el cielo se retira como rollo que se enrolla. Antes de que se abra el séptino sello, aparece la muchedumbre vestida de blanco de los elegidos por Dios, luego se abre el sello, y siete ángeles que están de pie ante Dios se preparan para tocar sus siete trompretas. Y a cada toque de una de las trompetas caen sobre la tierra granizo y fuego y la abrasan, la tercera parte del mar se convierte en sangre, mueren todas las criaturas, caen estrellas y se reducen en un tercio los planetas; se abre el pozo del abismo, y de él salen humo y langostas, como guerreros terribles guiados por el Ángel del Abismo; y cuatro ángeles, liberados del río Éufrates al que estaban atados, avanzan con innumerables tropas de gentes con corazas de fuego y caballos con cabezas de león, y muere la tercera parte de los habitantes de la tierra, herida por las colas de los caballos semejantes a serpientes, y por las bocas feroces.
Al son de la séptima trompeta, mientras aparece el Arca de la Alianza, surge una mujer, vestida de sol y de luna, coronada por doce estrellas, y un dragón rojo, con siete cabezas coronadas de diademas, y diez cuernos; y un hijo que nace, arrebatado al cielo al lado de Dios. Se entabla una terrible batalla entre Miguel, los ángeles y el dragón, que es arrojado a la tierra e intenta atacar a la mujer, que huye gracias a la admiraable intervención de las fuerzas naturales, mientras el dragón se detiene a la orilla del mar, y del mar surge una bestia con diez cuernos y siete cabezas, semejante a una pantera con patas de oso y boca de león, y con la tierra entera, que ahora la admira, mientras vomita terribles blasfemias contra Dios, guerrea contra los santos y los vence, ayudada por otra bestia surgida de la tierra, un falso profeta (que la tradición posterior identificará con el Anticristo) que convierte a todos los hombres en súcubos y esclavos de la primera bestia.
Llega el momento de la primera rebelión: reaparece el Cordero con ciento cuarenta y cuatro mi elegidos consagrados a la virginidad, ángeles que profetizan la caída de Babilonia; y llega sobre una nube blanca el juez supremo, que es semejante a hijo de hombre y lleva una hoz afilada como los ángeles que le ayudan, de modo que se produce una gran masacre punitiva. Completan la obra ángeles con siete plagas, la bestia es derrotada. Se abre en el cielo el tabernáculo del testimonio y los ángeles de las siete plagas llevan siete copas llenas de la ira de Dios, que derraman muerte y terror y úlceras malignas; el agua del mar y de los ríos se convierte en sangre, el sol abrasa a los supervivientes, las tinieblas y la sequedad atormentan a los seres vivos, mientras la boca del dragón, de la bestia y del falso profeta surgen tres espíritus impuros semejantes a sapos. Estos reúnen a todos los reyes de la tierra se produce la batalla decisiva entre las fuerzas del bien y las del mal, en el lugar llamado Armagedón. Aparece la prostituta sobre una bestia roja con siete cabezas y de diez cuernos, llevando un cáliz lleno de todas sus abominaciones; pero será destruida por la rebelión de la multitud a la que había seducido. Cae Babilonia, y la ira de Dios destruye la ciudad. Los ángeles, los ancianos y los vivientes cantan la victoria de Dios, aparece en el cielo un guerrero sobre un caballo balnco, que conduce blancos ejércitos victoriosos, y todos juntos capturan a la bestia y la arrojan, junto con el falso profeta, a un lago de fuego que arde en azufre.
A continuación, en el capítulo 20 se dice que llega un ángel encadena al dragón en el abismo, donde permanecerá durante mil años. Pasados los mil años, Satanás, el dragón regresará para seducir a los pueblos, pero será derrotado por última vez y arrojado al abismo de azufre, con el falso profeta y la bestia. Cristo y sus bienaventurados reinarán mil años  sobre la tierra. Tiene lugar, por último, el Juicio Final y aparece, bajada del cielo, la ciudad santa, la Jerusalén celestial, resplandeciente de oro y de piedras preciosas (esta espléndida visión, que merecería un capítulo aparte, es propia de una historia de la belleza). Es evidente cuál es el repertorio de criaturas monstruosas y sucesos tremendos que esta visión introdujo en el imaginario cristiano. Pero lo que ha generado siglos de discusiones sobre todo la ambigüedad esencial del capítulo 20. Según una interpretación, el milenio en que el diablo permanece encadenado aún no ha comenzado y, por tanto, estamos todavía a la espera de una edad de oro. O bien, como interpretará Agustín, en la Ciudad de Dios, el milenio representa el período que va desde la Encarnación hasta el fin de la historia, por tanto, es el que se está ya viviendo. En este caso, la espera del milenio es sustituida por la espera de su fin, con los terrores que le sucederán, el retorno del diablo y de su falso, en Anticristo, la segunda venida de Cristo y el fin del mundo. La lectura del Apocalipsis llenó de angustias, justamente milenaristas, a quienes vivieron el final del primer milenio. La historia del Apocalipsis se mueve entre estas dos lecturas posibles con una alternancia de euforia y de desánimo y una sensación de espera perenne y de tensión por algo (maravilloso o tremendo) que ha de suceder. Ahora bien, el Apocalipsis y sus exégetas solamente habían hablado de todo esto: faltaba traducirlo a imágenes, que fueran comprensibles también para los iletrados. Entre todas las interpretaciones del texto de Juan, el mayor éxito lo obtiene un comentario desmesurado, centenares de páginas frente a las pocas descenas de que consta el texto interpretado: se encuentra In Apocalipsin, Libri Duodecim del Beato de Liébana (730-785), que escribe en la España visigoda en la corte del rey de Oviedo. No vale la pena enumerar las ingenuidades y confusiones de este comentario: tal vez su fascinación se ha debido precisamente a su excitada verbosidad. En cualquier caso, es copiado en numerosos manuscritos, adornado cada uno con espléndidas miniaturas (obras maestras del arte mozárabe), en una serie impresionante de códices de fabulosa belleza, producidos todos ellos entre los siglos X y XI. Estas miniaturas llamados "Beatos" inspirarán buena parte del arte figurativo medieval, sobre todas las esculturas de las iglesias románicas que se extendían a lo largo de las cuatro rutas de peregrinación a Santiago de Compostela, aunque también de las catedrales góticas. Los portales y tímpanos utilizarán los temas apocalípticos del Cristo en el trono rodeado de los cuatro evangelistas, el Juicio Final y, por  tanto, el infierno. En cambio, las imágenes diabólicas, los dragones del abismo, las bestias con siete cabezas y diez cuernos, y la prostituta de Babilonia sobre la bestia roja se difundirán por otras vías, a través de otros códices miniados y de diversos ciclos pictóricos.
De este modo, a partir de la traducción visual de un texto visionariamente espléndido (más allá de la promesa de gloria final con que termina) el miedo al final penetra en el imaginario medieval.
La influencia históricamente más visible del texto de Juan fue en cualquier caso de carácter social y político y tiene que ver con los llamados "terrores del milenio" y con el nacimiento de los movimientos milenaristas.
Durante mucho tiempo se creyó que, en la  noche fatal del último 31 de diciembre del milenio, la humanidad estuvo velando en las iglesias en espera del fin del mundo para prorrumpir en cantos de alivio a la mañana siguiente, y sobre esta leyenda se extendieron los historiadores románticos. La realidad es que no solo no aparece huella alguna de estos terrores en los textos de la época, sino que las únicas fuentes a que se remitían sus defensoren eran autores del siglo XVI. La gente humilde de la época no sabía ni siquiera que estaba viviendo en el año mil, proque todavía no era de uso común la fechación a partir del nacimiento de Cristo, y no del supuesto principio del mundo. Recientemente se ha sostenido que sí hubo terrores endemicos, pero subterráneos, en ambiente populares instigados por  predicadores sospechosos de herejía, y que por esto no hablaban de ellos los textos oficiales. En cualquier caso, muchos aturoes medievales, como Radulphus  Glaber, escribieron si no sobre los terrores de aquel fatal fin de año, sí sobre los terrores milenaristas, y por tanto la preocupación angustiada por el fin del mundo ha ido aflorando a lo largo de la cultura medieval. Téngase en cuenta que para quienes vivían en unos siglos atormentados por las invasiones y las masacres que siguieron a la caída del Imperio romano la visión de Juan no era una fantasía mística, sino el retrato auténtico de lo que estaba sucediendo y la amenaza de lo que había de suceder aún.

Infierno, Conques, abadía de Sainte-Foy, siglo XII

Pero si las inquietudes anteriores al milenio las experimentaba pasivamente la población campesina incapaz de concebir ningún tipo de redención, en el nuevo milenio se dibuja toda una gama de diferencias sociales, y nuevas masas que hoy llamaríamos "subproletarias" ven en el Apocalipsis la promesa de un futuro mejor que se puede obtener a través de la revolución. El milenarismo genera movimientos místicos como el profetismo de Joaquín de Fiore (que habla de una comunidad de igualdad que habrá de instaurarse en la edad de oro) y el rigorismo franciscano de los llamados (fraticelos); no obstante, en distintos joaquinitas el paso a esta Tercera Edad se prefila a menudo como oposición al poder constituido y al mundo de la riqueza. Entonces la pulsión mística desemboca en la anarquía; el rigorismo y la corrupción, la sed de justicia y el bandidismo caracterizarán a grupos de inquietos fascinados por un líder carismático, y de la inspiración apocalíptica solo emerge el gusto por la violencia purificadora, que con frecuencia se ejerce (para identificar a un representante del Anticristo) contra los judíos. A lo largo de los siglos han aparecido movimientos milenaristas, y todavía hoy, sobre todo en comunidades marginales, surgen movimientos de este tipo que en alguna ocasión hasta han llegado a incitar al suicidio colectivo. En cuanto al comienzo de la era moderna, bastaría recordar episodios como la revuelta de los campesinos durante la reforma protestante, que fue transformada por Thomas Münzter (que se definia como la hoz que Dios había afilado para segar a los enemigos, y veía en Lutero a la Bestia y a la prostituta de Babilonia) en la utopía de una sociedad igualitaria, o los anabaptistas de Münzter, que llamaron a su ciudad Nueva Jerusalén, anunciaron la destrucción del mundo antes de Pascua, vieron en Juan de Leiden al Mesías de los últimos días, y murieron en una terrible masacre, que parecía salida de la imaginación de Juan en el Apocalipsis.
Estos y otros movimientos nacían como reacción a los hechos terribles narrados por el vidente de Patmos, en un intento de superarlos mataerializando una época feliz en la que Satanás con sus obras y sus ponpas fuese definitivamente derrotado.
Que luego, a veces, los seguidores del Apocalipsis hayan cedido de nuevo a la fascinación de la Bestia y su violencia, derramanto otros ríos de sangre, es una prueba más de la capacidad de seducción de este texto terrible. 

Extraído de la Historia de la Fealdad de Umberto Eco.

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