sábado, 5 de mayo de 2012

Thomas Mann - Cuentos



HORAS PENOSAS

Se levantó del escritorio, un mueble pequeño y frágil; se levantó como un desesperado y se dirigió con la cabeza colgante al ángulo opuesto de la habitación, donde estaba la estufa, alta y alargada como una columna. Puso las manos en los azulejos, pero se habían enfriado casi del todo, pues era ya muy pasada la medianoche, por lo que se arrimó de espaldas a la estufa, buscando un bienestar que no encontró; recogió los faldones de su bata, de cuyas solapas sobresalía colgando una descolorida pechera de encaje, y resopló con todas sus fuerzas por la nariz, para proporcionarse un poco de aire, pues, como de costumbre, estaba acatarrado.

Era un catarro realmente singular y fatídico, que casi nunca lo abandonaba totalmente. Tenía los párpados inflamados y los bordes de las narices completamente escocidos, y en su cabeza y en todo su cuerpo este catarro le producía el efecto de una borrachera pesada y dolorosa. ¿O era que la culpa de toda esta laxitud y pesadez la tenía la enojosa permanencia en la habitación que el médico había vuelto a imponerle, hacía unas semanas? Sólo Dios sabe si hizo bien en mandárselo. El catarro crónico y los calambres de pecho y abdomen podían tal vez hacerlo necesario. Además, en Jena reinaba un tiempo muy malo desde hacía varias semanas -sí, esto era cierto-, un tiempo miserable y abominable, que atacaba los nervios, un tiempo cruel, caliginoso y frío; y el viento de diciembre bramaba por el tubo de la estufa resonando como un eco del desierto nocturno en la tormenta, extravío y aflicción desesperada del alma. Sí, todo esto era cierto. Pero no era bueno este angosto cautiverio; no era bueno para las ideas ni para el ritmo de la sangre, del que manaban las ideas...

Aquella habitación hexagonal, desnuda, sobria e incómoda, con su techo blanqueado, bajo el que flotaba el humo del tabaco, con sus paredes empapeladas de cuadriláteros en diagonal, de las que colgaban siluetas encuadradas en marcos ovalados, y sus cuatro o cinco muebles de patas delgadas, estaba iluminada por la luz de dos velas, que ardían en el escritorio, a la cabecera del manuscrito. Cortinas rojas colgaban por encima del bastidor superior de la ventana; no eran más que trapos, retazos de indiana aprovechados y combinados simétricamente; pero eran rojos, de un rojo cálido y sonoro, y a él le gustaban y quería conservarlas siempre, porque aportaban un poco de lujuria y voluptuosidad en medio de la pobreza y austeridad absurdas de su habitación... Estaba junto a la estufa y miraba, con un parpadeo acelerado y dolorosamente forzado, hacia el otro lado de la habitación, la obra de la que había huido: este peso, este agobio, este tormento de la conciencia, este mar que había que apurar, esta misión terrible, que era su orgullo y su miseria, su cielo y su condenación. Esta obra se arrastraba, se paraba, se atascaba... ¡una y otra vez! El tiempo tenía la culpa, y su catarro y su fatiga. ¿O quizás era la obra la culpable? ¿O acaso el trabajo en sí, era una concepción desgraciada y destinada a la desesperación?

Se había levantado para poner un poco de distancia entre la obra y él, pues a menudo la lejanía física del manuscrito hacía que uno se formara una idea de conjunto, una nueva visión del asunto, y pudiera tomar nuevas providencias. Sí, había casos en que, si uno se apartaba del lugar de la lucha, el sentimiento de desahogo producía un efecto entusiasmador. Y era éste un entusiasmo más inocente que el que provocaba el licor o el café negro y cargado... La jícara estaba sobre la mesita. ¿Y si ella le ayudara a salvar este obstáculo? ¡No, no, nunca más! No era únicamente el médico; hubo otra persona, un hombre de prestigio, que le había disuadido también de la bebida por prudencia: era el otro, el de allí, de Weimar, al que él quería con una amistad nostálgica. Éste era sabio. Sabía vivir y crear; no se maltrataba a sí mismo; tenía mucha consideración con su propia persona...

En la casa reinaba el silencio. Sólo se oía al viento roncar allá abajo, en las callejuelas de la ciudadela, y la lluvia al repicar en las ventanas, impulsada por el viento. Todos dormían: el hostelero y los suyos, Lotte y los niños. Sólo él velaba junto a la estufa fría, mirando con angustiosos parpadeos la obra en que su insaciabilidad enfermiza no le permitía creer... Su cuello blanco sobresalía larguirucho de la camisa, y por entre el faldón de su bata aparecían sus piernas, torcidas hacia dentro. Su pelo rojizo estaba peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente alta y delicada -formaba sobre las sienes dos entradas, cruzadas por venas incoloras- y cubría las orejas de delgados rizos. Junto al arranque de la nariz, gruesa y aguileña, que terminaba bruscamente en una punta blanquecina, se reunían unas cejas recias, más oscuras que el pelo de la cabeza, lo cual confería a la mirada de sus ojos hundidos e irritados una expresión trágica. Obligado a respirar por la boca, abría sus delgados labios, y sus mejillas, pecosas y descoloridas por el aire enrarecido, enflaquecían y se hundían...

¡No, era un fracaso, y todo era inútil! ¡El ejército! ¡El ejército hubiera tenido que ser expuesto en su obra! ¡El ejército era la base de todo! Puesto que no podía tenerlo a la vista, ¿se podía concebir un arte tan fantástico que lo impusiera a la imaginación? Y el héroe no era héroe, ¡era innoble y frío! La inspiración era falsa, la lengua era falsa, y no era más que un curso de historia árido, sin entusiasmo, prolijo y sobrio y perdido para el teatro.

Bien, se acabó. Una derrota. Una empresa malograda. Bancarrota. Quería explicárselo a Korner, al bueno de Korner, que creía en él, que tenía una confianza casi infantil en su genio. Se mofaría, suplicaría, pondría el grito en el cielo... su amigo le recordaría al Don Carlos, que había surgido también de dudas, fatigas y transformaciones, y que, al fin, tras toda clase de tormentos, como algo insigne a partir de entonces, demostró ser una obra gloriosa. Pero aquello fue distinto. Entonces era todavía el hombre capaz de agarrar una cosa con mano venturosa y forjarse la victoria. ¿Escrúpulos o luchas? ¡Oh, sí! Y había estado enfermo, mucho más enfermo que ahora, hambriento, prófugo. Desmembrado del mundo, oprimido y pobrísimo en lo humano. ¡Pero joven todavía, muy joven! Cada vez que se hallaba desfallecido, su espíritu se había sentido impulsado ágilmente hacia lo alto, y tras las horas de pesadumbre habían venido las de la fe y el triunfo interior. Pero éstas ya no habían vuelto, apenas si habían aparecido una vez más. Una noche de espíritu inflamado, en que uno se sentía envuelto de repente en una luz y llegaba a ser genialmente apasionado; cualquiera que fuese la noche, en que a uno le era dado disfrutar siempre de tal merced, una sola de estas noches tenía que ser pagada con una semana de tinieblas y entumecimiento. Era un hombre fatigado; aún no tenía treinta y siete años y ya estaba acabado. Ya no tenía aquella fe en el futuro, que había sido su estrella en la miseria. Así era, ésta era la verdad desesperada: los años de estrechez y nulidad, que él había tenido por años de sufrimiento y prueba, en realidad habían sido ricos y fructuosos; y ahora que gozaba de un poco de felicidad, que había salido de la piratería del espíritu y entrado en una justa legalidad y en la sociedad civil (tenía un cargo y una reputación, mujer e hijos) ahora estaba exhausto y acabado. Fracaso y descorazonamiento: era todo lo que le quedaba.

Gimió, apretó las manos ante los ojos y echó a andar por la habitación como un animal acosado. Lo que pensó en aquellos precisos instantes era tan terrible, que no pudo permanecer en el lugar donde le vino aquel pensamiento. Se sentó en una silla junto a la pared, dejó caer sus manos juntas entre las rodillas y miró tristemente los maderos del suelo.

La conciencia... ¡Qué gritos tan agudos profería su conciencia! Había faltado, había pecado contra sí mismo durante todos aquellos años, contra el delicado instrumento de su cuerpo. Los excesos de su ardor juvenil, las noches pasadas en vela, los días entre el aire viciado por el humo del tabaco, excesivamente preocupado del espíritu y despreocupado del cuerpo, las borracheras con las que se estimulaba para trabajar..., todo, todo esto tomaba ahora su desquite. Y puesto que todo se vengaba, quería él porfiar con los dioses, que inculpaban e infligían luego el castigo. Había vivido como había podido, no había tenido tiempo de ser juicioso, no había tenido tiempo de ser prudente. Aquí, en este lugar del pecho, cuando respiraba, tosía, bostezaba, este dolor siempre en el mismo punto, este pequeño aviso diabólico, punzante, perforador, que no enmudecía desde que, cinco años atrás, en Erfurt, cogió aquella fiebre catarral, aquella tuberculosis pulmonar abrasadora..., ¿qué quería decir? En realidad, sabía muy bien lo que significaba... indiferente a lo que el médico pudiese o quisiese decir. No había tenido tiempo para tratarse con prudencia y miramiento, para economizar moralidad e indulgencia. Lo que quería hacer, debía hacerlo inmediatamente, hoy mismo, con rapidez... ¿Moralidad? Pero, ¿cómo fue que precisamente el pecado, la entrega a lo nocivo y consuntivo le pareciera, en último término, más moral que cualquier sabiduría y fría continencia? ¡No, no era eso lo moral: el cultivo despreciable de la buena conciencia, sino la lucha y la necesidad, la pasión y el dolor!

Dolor... ¡Cómo ensanchaba su pecho esta palabra! Se desperezó, cruzó los brazos, y su mirada, bajo las cejas rojizas, muy juntas una de la otra, se animó con una hermosa lamentación. No se era todavía desdichado, no se era totalmente desdichado en tanto existía la posibilidad de dar un nombre orgulloso y noble a su desdicha. Una cosa faltaba: ¡el valor necesario para dar a su vida un nombre grande y hermoso! ¡No reducir la aflicción a aire viciado y a estreñimiento! ¡Ser lo suficiente sano como para ser patético..., para poder sobreponerse a lo corporal y no sentirlo! ¡Ser ingenuo sólo en eso, y sabio en todo lo demás! Creer, poder creer en el dolor... Pero él creía realmente en el dolor, tan intensamente, tan entrañablemente, que nada de lo que sucedía entre dolores podía ser, a consecuencia de esta fe, ni inútil ni malo... Su mirada vaciló por encima del manuscrito, y sus brazos se estrecharon con más fuerza sobre el pecho... El talento mismo, ¿no era dolor? Y si el talento que estaba allí, aquella obra fatal, le hacía sufrir, ¿no era, pues, que estaba en regla?, ¿no era ya casi una buena señal? El talento nunca había brotado todavía a borbotones, y hasta que no lo hiciera, no surgiría realmente su recelo. Sólo brotaba en ignorantes y aficionados, en los contentadizos e indoctos, que no vivían bajo el apremio y la continencia del talento. Pues el talento, señoras y señores que se sientan allá abajo en las plateas, el talento no es una cosa fácil, juguetona, no es un poder sin más ni más. En sus raíces es necesidad, un conocimiento crítico del ideal, una insaciabilidad, que no se labra su poder y no se acrecienta sin pasar por el martirio. Y para los más grandes, para los más insaciables, el talento es la disciplina más rigurosa. ¡Nada de lamentaciones! ¡Nada de vanaglorias! ¡Pensar humildemente, pacientemente, en todo lo que hay que sufrir! Y si ni un solo día de la semana, ni una sola hora del día estaba libre de sufrimiento.... ¿qué había que hacer? Menospreciar, desdeñar los agobios y los trabajos, las exigencias, las molestias, las fatigas... ¡esto era lo que hacía grande!

Se levantó, abrió la cajita y tomó rapé ávidamente; cruzó las manos a la espalda y se puso a andar por la habitación con unos pasos tan impetuosos, que las llamas de las velas oscilaron con la corriente de aire que levantó... ¡Grandeza! ¡Conquista secular e inmortalidad del nombre! ¡Qué vale toda la felicidad de lo eternamente desconocidos frente a este destino? ¡Ser conocido..., conocido y amado por todos los pueblos de la tierra! ¡Charlen de egoísmo, los que no saben de la dulzura de este sueño y de esta premura! Egoísta es todo lo extraordinario en tanto sufre. ¡Tal vez ustedes mismos lo ven, ustedes que no tienen ninguna misión, que les es tan fácil estar en el mundo! Y la ambición habla: ¿ha de existir en vano el sufrimiento? ¡Él debe hacerme grande...!

Las aletas de su nariz estaban distendidas, su mirada era amenazadora y vaga. Su diestra había caído violenta y pesadamente en el revés de la bata, mientras que la izquierda colgaba cerrada. En sus enjutas mejillas había aparecido un rubor pasajero, una llamarada, emergida de la brasa de su egoísmo de artista, de aquella pasión por su propio Yo, que ardía inextinguiblemente en las profundidades de su ser. Conocía bien la embriaguez secreta de esta pasión. A veces necesitaba sólo contemplar su mano para llenarse de una dulzura exaltada por su propia persona, a cuyo servicio resolviera poner todas las armas del talento y del arte que le habían sido dadas. Tenía derecho a ello, nada era innoble. Pues, más profundo que este egoísmo anidaba en la conciencia el saber que estaba consumiéndose e inmolándose enteramente, a pesar de todo, al servicio de algo sublime, sin beneficio, ¡qué duda cabe!, pero obligado por una necesidad. Y en esto radicaba su ansia de emulación: en que nadie llegara a ser más grande que él, en que nadie sufriera más intensamente que él por este ideal.

¡Nadie...! Seguía de pie, con la mano sobre los ojos y el cuerpo vuelto un poco hacia un lado, evasivo, huidizo. Pero en su corazón sentía ya el aguijón de este pensamiento inevitable, de este pensamiento hacia el otro, el luminoso, el beatífico, el sensual, el divinamente inconsciente, aquel de Weimar, al que quería con una amistad nostálgica... Y ahora de nuevo, como siempre, en profundo desasosiego, con premura y porfía, sentía nacer en sí la labor que seguía a estos pensamientos: afirmar y delimitar el propio ser y el propio arte frente a los del otro... ¿Era, entonces, él el más grande? ¿En qué? ¿Por qué? ¿Habría un sangriento "a pesar de todo" si él vencía? ¿Sería incluso su rendición una tragedia? Un dios, tal vez lo era..., un héroe, no. ¡Pero era más fácil ser un dios que un héroe...! Más fácil... ¡Para el otro era más fácil! Separar con mano sabia y afortunada el conocer y el crear: esto quería hacerlo serenamente, sin congoja, de modo pletóricamente fructuoso. Pero, si el crear era de dioses, el conocer era de héroes, ¡y era ambas cosas, dios y héroe, aquel que creaba conociendo!

La voluntad de lo difícil... ¿Podía tan sólo sospecharse cuánta continencia, cuánto vencimiento de sí mismo le costaba una sola frase, un simple pensamiento? Pues, en resumidas cuentas, era ignorante y poco ilustrado, un soñador abúlico y delirante. Era más difícil escribir una carta de Julio que componer la mejor de las escenas..., ¿y no era, también por esto, casi lo más sublime...? Desde el primer impulso rítmico de arte interior hacia sustancia, materia, posibilidad de efusión, hasta el pensamiento, la imagen, la palabra, la línea..., ¡qué lucha!, ¡qué calvario! Milagros de anhelo eran sus obras: anhelo de forma, figura, límite, corporeidad, anhelo de llegar más allá, al mundo diáfano del otro, que, directamente y con boca divina, llamaba por su nombre a las cosas, inundadas de sol.

Sin embargo, y a despecho de aquél, ¿dónde había un artista, un poeta igual que él? ¿Quién creaba, como él, de la nada, de su propio seno? ¿O había nacido en su alma una poesía que era como música, como arquetipo puro del ser, mucho antes de que tomara prestados del mundo de las apariencias el parecido y el ropaje? Historia, filosofía, pasión: medios y pretextos -nada más que eso- para algo que poco tenía que ver con ellos, que tenía su patria en profundidades arcanas. Palabras, ideas: sólo eran teclas que su arte creaba para hacer vibrar una melodía secreta... ¿Se sabía esto? La gente buena lo aplaudía por la fuerza de expresión con que él pulsaba esta o aquella cuerda. Y su palabra predilecta, su énfasis postrero, la gran campana con la que llamaba al alma a las fiestas más sublimes, seducía a muchos de ellos... Libertad... Probablemente, él entendía por libertad ni más ni menos lo mismo que ellos, cuando ellos se alborozaban. Libertad... ¿Qué significaba? ¿No sería un poco de dignidad como ciudadanos ante los tronos de los príncipes? ¿Pueden imaginarse todo lo que un espíritu se expone a decir con esta palabra? ¿Libertad de qué? ¿Libertad de qué, en último término? Tal vez, incluso de la felicidad, de la felicidad humana, esta cadena de seda, esta carga suave y dulce...

Felicidad... Sus labios temblaban. Era como si su mirada se volviera hacia dentro; y su rostro se hundió lentamente en las manos... Estaba en el dormitorio. De la lámpara manaba una luz azulina, y la cortina floreada ocultaba la ventana con sus quietos pliegues. Estaba de pie junto a la cama, se inclinó sobre la dulce cabeza que se reclinaba en la almohada... Un rizo negro se ensortijó en la mejilla, que brillaba con la palidez de las perlas, y aquellos labios infantiles se abrieron en un sueño ligero... ¡Mi mujer! ¡Querida! ¿Seguiste mi deseo y viniste a mí para ser mi felicidad? Eres tú, ¡calla! ¡Y duerme! ¡No abras ahora estas pestañas dulces, de sombras alargadas, para contemplarme tan grande y oscuro cual fui otras veces, cuando preguntabas y me buscabas! ¡Dios mío, Dios mío, cuánto te amo! Sólo a veces no puedo hallar mis sentimientos, porque a menudo estoy muy fatigado por el sufrimiento y la lucha con la tarea que mi propio Yo me impone. Y no puedo ser demasiado tuyo, no puedo ser enteramente feliz en ti, a causa de mi misión...

La besó, se separó del calor agradable de su somnolencia, miró en torno a sí y se alejó. La campana le anunció cuán entrada era ya la noche, pero era como si, a la vez, anunciara benévolamente el fin de una hora penosa. Respiró, sus labios se cerraron con firmeza; echó a andar y empuñó la pluma... ¡Nada de cavilaciones! ¡Era demasiado profundo para tener que andar con cavilaciones! ¡No bajar al caos, o por lo menos no detenerse en él! Antes bien, sacar del caos, que es la plenitud, a la luz del día todo lo que está dispuesto y maduro para adquirir forma. No cavilar: ¡trabajar! Separar, suprimir, configurar, acabar...

Y aquella obra de dolor se acabó. Tal vez no era buena, pero se acabó. Y cuando estuvo acabada, he aquí que entonces también fue buena. Y de su alma, cuajada de música y de idea, forcejearon por salir nuevas obras, creaciones sonoras y rutilantes cuya forma divina permitía vislumbrar la patria eterna, del mismo modo que en la concha marina silba el mar del que ha sido extraída. 


ACCIDENTE FERROVIARIO

¿Hay que contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar algo.

Una vez -de esto hace ya dos años- estuve presente en un accidente ferroviario. Todos sus pormenores parecen estar ante mis ojos.

No fue un accidente de primera categoría, uno de estos clásicos “acordeones” con “docenas de personas desfiguradas” entre los hierros, etc., etc. No. Sin embargo, fue un accidente ferroviario auténtico, con todos sus requisitos circunstanciales, y, por añadidura, durante la noche. No todos han vivido un suceso como éste, y por esto quiero contarlo lo mejor posible.

Me dirigía, en aquella ocasión, a Dresde, invitado por un grupo de amantes de las buenas letras. Era, pues, un viaje artístico y profesional, uno de estos viajes que no me disgusta emprender de vez en cuando. Al parecer, uno representa algo, ha entrado en la fama, la gente aplaude su presencia; no en vano se es súbdito de Guillermo II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente su fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días en el “ciervo blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de “aplicación” me venía la inspiración, para trabajar también un poco. Con este propósito había puesto mi manuscrito en el fondo de mi maleta, con mis apuntes, un inmenso legajo de cuartillas envuelto en papel de embalar de color parduzco y atado con un fuerte cordel que ostenta los colores bávaros.

Me gusta viajar con comodidad, especialmente cuando me pagan el viaje. Utilizaba, por consiguiente, los coches-camas; el día antes había encargado un departamento de primera clase, y ahora me encontraba instalado en él. Sin embargo, tenía fiebre, fiebre de viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones, pues salir de casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje nunca llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien que el tren de la noche para Dresde sale todas las tardes de la Estación Central de Munich y llega a Dresde por la mañana. Pero, cuando viajo solo en tren y mi suerte está unida a la suya, la cosa se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza la idea de que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error irracional tiene naturalmente como consecuencia, una excitación interna, profunda, que no me abandona hasta que no he dejado tras de mí todas las formalidades del viaje, el trabajo de hacer las maletas, el trayecto de casa a la estación en un taxi cargado de bártulos, la llegada a la estación, la facturación del equipaje, y hasta que no me sé definitivamente bien instalado y en seguida. Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo el cuerpo, el espíritu se interesa por otras cosas, la gran atracción de lo lejano se descubre tras la bóveda de vidrio y el corazón goza de la placentera espera.

Así sucedió también aquella vez. Había dado una buena propina al mozo que trajo mi equipaje de mano, y él había cogido satisfecho las monedas y me había deseado un buen viaje. Estaba yo entonces fumando mi cigarrillo de la tarde en el pasillo del coche-cama, recostado en una ventana y mirando el tráfago del andén. Se oían silbidos y chirridos de ruedas, carreras apresuradas, despedidas y el voceo salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y sobre todo este ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la neblina de aquella tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una carretilla cargada de grandes maletas hacia la parte delantera del tren, donde estaba el furgón del equipaje. Reconocí mi maleta por ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella, una entre tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno, pensé... no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”... Miren a ese revisor con bandolera de piel, frondoso mostacho de sargento de policía y mirada enfurruñada y alerta. Miren con qué brusquedad impone su autoridad a aquella anciana de mantilla negra y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al vagón de segunda clase. Este hombre es el estado -nuestro padre- la autoridad y seguridad. No da gusto tener tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu maleta está tan segura con él como en el seno de Abraham.

Un señor con polainas y gabán de entretiempo se pasea por el andén y lleva un perrito atado con una correa. Nunca vi un perrito tan mono. Es un dogo regordete, brillante, musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado y gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que divierten al público corriendo alrededor de la pista con todas las fuerzas de su pequeño cuerpo. El perro lleva un collar de plata, y la correa de la que es conducido es de piel trenzada y de color. Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor con polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo lleva un monóculo que hace más severo todavía su semblante, y las puntas de su bigote se le levantan tercamente, dando a la comisura de sus labios y a su barbilla una expresión de despecho y firmeza. Dirige una pregunta al revisor de aire marcial, y aquel hombre simplón, que se da perfecta cuenta de con quién tiene que habérselas, le responde saludándolo con la mano en la gorra. Luego el caballero continúa su paseo, satisfecho de la impresión que causa su persona. Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas; su rostro es frío, cáustico, y no se amedrenta ante hombres ni cosas. Es evidente que nunca ha experimentado la fiebre de los viajes; es para él una cosa tan normal y corriente que no le constituye ninguna aventura. Se encuentra como en su casa, tranquilo y sin miedo de las instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica: es un caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada.

Cuando cree que es hora, sube al tren (el revisor acababa de volverse de espaldas). Pasa por detrás de mí en el pasillo y, aunque choca conmigo, no dice “perdón”. ¡Qué caballero! Pero esto no es nada en comparación con lo que sigue. ¡El caballero, sin pestañear siquiera, se introduce en su departamento con el perro! Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de mí, a introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en virtud de sus derechos de caballero en la vida y cierra la puerta tras de sí.

El jefe de estación tocó su silbato, la locomotora respondió con el suyo, y el tren se puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un rato en la ventana. Vi a los que se quedaban en tierra hacer señas con la mano, vi los puentes de hierro, vi las luces que oscilaban y pasaban...

Luego me retiré dentro del vagón. El coche-cama no estaba ocupado del todo; había un departamento vacío junto al mío, y, como no estaba arreglado para dormir, decidí acomodarme en él, para leer un rato con tranquilidad. Así pues, fui por mi libro y me dirigí allí. El sofá estaba forrado de seda color salmón, en una mesita plegable había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara. Yo leía y fumaba cómodamente sentado.

El encargado del coche-cama entra servicial, me pide el billete de coche-cama y yo se lo pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha cortesía -aunque por pura obligación-, omite darme las “buenas noches” -saludo estrictamente personal- y se va para llamar la puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera sido mejor pasar de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y de que el caballero no quería dejar ver a su perro, fuera que ya se había acostado, lo cierto es que se puso terriblemente furioso, porque se atrevían a molestarlo.

Y, a pesar del traqueteo del tren, percibí a través de la delgada pared el estallido irreprimido y elemental de su cólera.

-¿Que pasa ? -gritó-. ¡Déjeme en paz... rabos de mico!

Empleó la expresión “rabos de mico”, una expresión de buena sociedad, de señor y de caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el empleado optó por ir a las buenas, pues, por fas o por nefas, tenía que comprobar el billete del caballero. Salí al pasillo para seguir mejor el incidente, y fui testigo de cómo, al final, la puerta del caballero se abrió un poco de empellón y el billete salió disparado a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y rabia. El empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de que uno de sus bordes se le había metido en el ojo haciéndole saltar las lágrimas, juntó las piernas y saludó militarmente con las manos en la gorra. Algo perturbado, volví con mi libro.

Considero que por unos instantes los inconvenientes y las ventajas de fumarme otro cigarro, y encuentro que no hay nada mejor. Así pues, me fumo otro mientras sigo leyendo entre el traqueteo del tren, y me siento a gusto e inspirado. El tiempo pasa, son las diez o las diez y media o tal vez más. Los pasajeros del coche-cama ya se han ido a descansar, y al final me decido a hacer lo mismo.

Me levanto, pues, y me dirijo a mi departamento. Es una alcoba pequeña, pero perfecta y lujosa, con tapices de piel estampada, perchas y una jofaina niquelada. La cama está arreglada con ropas limpias y blancas, y el cubrecama recogido en forma que convida a echarse.

"Oh, gran era moderna -pienso-. Uno se mete en esta cama como si estuviera en casa, se traquetea un poco durante la noche, y he aquí que por la mañana se encuentra ya en Dresde".

Cojo mi bolsa de mano de la red para sacar mis útiles de aseo. Con los brazos extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese preciso instante ocurrió el accidente. Lo recuerdo como si fuese ahora. Hubo una sacudida... Pero con “sacudida” se dice muy poco. Fue una sacudida que al instante se caracterizó por una manifiesta malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal violencia que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo fui despedido contra la pared, resultando con las espaldas adoloridas. No hubo tiempo para reflexionar, pues a continuación siguió un espantoso vaivén del vagón, que, mientras duró, dio motivo suficiente para amedrentar al más pintado. Un vagón del tren se balancea en los cambios de vía, en las curvas cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén no dejaba a uno tenerse en pie, te lanzaba de una pared a otra y hacía prever que de un momento a otro íbamos a volcarnos. Pensé: "Esto no marcha bien, esto no marcha bien, esto no va bien de ninguna manera". Así, literalmente. Pensé además: "¡Alto! ¡Alto! ¡Alto!" Pues sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y he aquí que a esta ardiente y callada orden mía el tren se paró.

Hasta aquel momento, en el coche-cama había reinado un silencio de muerte. Pero entonces cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres se mezclaron con roncas exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien gritar “socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de la expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, sólo que desfigurada por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí al pasillo, donde se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de su apartamento en pijama de seda y nos miró a todos con ojos extraviados.

-¡Gran Dios! -gritó-. ¡Omnipotente Dios!

Y para anonadarse todavía más -y tal vez para evitar su completa aniquilación- añadió en tono suplicante:

-¡Amantísimo Dios!...

Pero de repente volvió sobre sí y optó por ayudarse a sí mismo. Se precipitó en el armario empotrado en la pared, donde colgaban en previsión un hacha y una sierra, rompió de un puñetazo el cristal del armario, no tocó, sin embargo, los instrumentos -porque no llegó a alcanzarlos en el primer intento-. Se abrió paso a través de los viajeros congregados -con unos empujones tan furiosos que las damas, semivestidas, empezaron a chillar de nuevo- y se arrojó fuera del tren.

Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces experimenté los efectos de mi sobresalto: cierta sensación de flaqueza en las espaldas, una imposibilidad pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado de manos ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos: las damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su alrededor.

Era un descarrilamiento -explicó el empleado- había descarrilado. Esto no era exacto, según se comprobó mas tarde. Pero he aquí que aquel hombre, bajo el efecto de las circunstancias, se sintió comunicativo, olvidó su calidad de funcionario -aquellos incidentes excepcionales le habían soltado la lengua- y nos habló con toda familiaridad de su mujer.

-Yo había dicho a mi mujer: mujer, le dije, tengo el presentimiento de que hoy va a pasar algo.

¡Toma! ¡Ya lo creo que había pasado! Desde luego, todos le dimos la razón.

Dentro del vagón se desprendía humo, una humeada espesa, no se sabía de dónde, y todos preferimos bajar y quedarnos en medio de la noche.

Para poder bajar, había que dar un gran salto desde el estribo de la plataforma, pues allí no había andén alguno y, además, saltaba a una legua que nuestro coche-cama había quedado atravesado e inclinado hacia el lado opuesto. Pero las damas, que se habían apresurado a cubrir sus carnes, saltaron desesperadas, y pronto estuvimos todos entre las vías.

Estaba todo muy oscuro, pero pudimos ver detrás de nosotros que no faltaba ningún vagón, aunque estaban igualmente atravesados en la vía. Pero delante... ¡quince o veinte pasos más adelante! No en vano la sacudida se había producido tan espeluznante. Allí adelante no había más que ruinas y escombros... Al acercarnos, vimos sólo los márgenes del siniestro, y las pequeñas linternas de los revisores de posaban errantes por encima.

Nos llegaron noticias; personas excitadas, de rostros descompuestos. Nos informaron de la situación. Nos encontrábamos muy cerca de una pequeña estación vecinal, próxima a Regensburg: por culpa de una aguja defectuosa nuestro expreso había entrado a una vía muerta, había chocado, lanzado a toda velocidad, con la parte trasera de un mercancías que estaba detenido allí. Lo había arrojado fuera de la vía, había destrozado sus vagones de cola y el mismo había sufrido graves desperfectos. La gran locomotora de nuestro tren (fabricada en la casa Maffei de Munich) estaba hecha un montón de chatarra. Había costado siete mil marcos. Y en los vagones de la cabeza, casi volcados, los asientos estaban en gran parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar desgracias personales. Se hablaba de una anciana que había "salido despedida", pero nadie la había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados entre maletas y bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había quedado reducido a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba destrozado.

En éstas estaba yo....

Un empleado sin gorra corría de una a otra del tren: era el jefe de la estación, quien a gritos y entre lágrimas recomendaba a los pasajeros que guardaran disciplinas, despejaran la vía y entraran en los vagones. Pero nadie le hacía caso, porque no llevaba gorra y su actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre hombre! En él recaía toda la responsabilidad. Tal vez aquel accidente representase el fin de su carrera y la ruina de su vida. No hubiese sido discreto preguntarle sobre los equipajes.

Se acercó otro empleado cojeando. Lo reconocí por su mostacho de sargento de policía. Era el revisor, aquel revisor de mirada enfurruñada y alerta que había conocido aquella misma tarde, el estado, nuestro padre. Cojeaba encorvado, apoyando una mano en la rodilla, y no hacía más que quejarse de su rodilla.

¡Ay, ay! -decía-. ¡Ay!

-Bueno, bueno, ¿qué pasa? ¡Ay señor! Me quedé cogido en medio de todo aquello. No podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!

Aquel “escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa; desde luego, aquel hombre no empleaba con propiedad la palabra "escapar". No pensaba tanto en su accidente como en la reseña periodística de su accidente. Pero, ¿de que me servía esto? Aquel hombre no estaba en condiciones de informarme sobre mi manuscrito. Y me dirigí a un joven que venía sano y salvo del lugar del accidente, aunque muy serio y excitado para preguntarle sobre el equipaje.

-Pues verá, señor, nadie lo sabe...

-¿Cómo está aquello?

Y por su tono comprendí que debía alegrarme de haber salido con todos los miembros ilesos.

-Todo está revuelto. Zapatos de señora... -dijo con un salvaje acento de destrucción y arrugando la nariz-. Los trabajos de descombros nos lo dirán. Zapatos de señora.

En ésta estaba yo. Como un solitario en la noche, entre las vías, examinaba mi corazón. Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi manuscrito tenían que hacer. Probablemente estaría destruido también, despedazado, triturado. Mi colmena, la materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo y mi esfuerzo, lo mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo con aquellas condiciones? No tenía copiado aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba con vida y sonidos propios... Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas y dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y saqué la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí, con la paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le ha destruido la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su propia carne... tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento de confusión y perplejidad, y, quizás esta vez resultará un poco más fácil...

Pero, mientras tanto, habían llegado los bomberos con antorchas que arrojaban una luz rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí hacia la parte delantera del tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que estaba casi intacto y que no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías desparramados por el suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una inmensa cantidad de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra.

Me sentí aliviado y me mezclé con la gente que estacionaba allí charlando, haciendo amistades a propósito de aquel percance sufrido en común, fanfarreando y dándose tono. Parecía ser que nuestro maquinista se había accionado valerosamente y había accionado el freno de alarma en el ultimo instante, evitando así una catástrofe mayor. De no haberlo luchado así -se decía-, todo hubiese quedado irremisiblemente hecho un acordeón y el tren se habría precipitado por la gran pendiente que se abría a la izquierda.

¡Magnífico conductor! No había aparecido por allí, nadie lo había visto; sin embargo, su fama se extendió por todo el tren y a todos lo elogiábamos en su ausencia.

Y todos sentimos.

Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía y, en consecuencia, era preciso asegurar las espaldas, para que otro tren no se le echara encima por detrás. Y así algunos bomberos se colocaron en el último vagón con hachones, e incluso aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus “zapatos de señora”, había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro haciendo señales, por más que no se veía ningún tren por los alrededores.

Poco a poco se fue imponiendo orden en medio de aquel desbarajuste y el estado -nuestro padre- logró hacer valer de nuevo su autoridad y prestigio. Se había telegrafiado y se habían dado todos los pasos oportunos: un tren de socorro procedente de Regensburg entró humeando cautelosamente en la estación, y cerca de los vagones siniestrados se colocaron grandes reflectores de luz de gas. Entonces nos hicieron desalojar las vías y nos indicaron que aguardáramos en el edificio de la estación en espera de ser reexpedidos. Cargados con nuestro equipaje de mano, y algunos con maletas, nos trasladamos, a través de una hilera de vecinos curiosos, a la sala de espera, donde nos apriscamos como pudimos. Y una hora después estábamos todos de nuevo distribuidos y colocados a la buena de Dios en un tren especial.

Yo tenía billete de primera clase (me habían pagado el viaje), pero de nada me sirvió pues todo el mundo prefirió acomodarse en vagones de primera, y estos compartimentos estaban todavía más llenos que los otros. Pero, una vez hube encontrado mi rinconcito, ¿ni más ni menos que el caballero de las polainas, aquel que tenía expresiones como la de “rabos de mico”, mi héroe. Pero no llevaba el perro consigo: se lo habían quitado -en contra de todos sus derechos de caballero- y lo habían metido en un oscuro calabozo situado detrás mismo de la locomotora, desde donde llegaban lastimeros aullidos. El caballero en cuestión poseía también un billete amarillo que no le servía de nada, y se quejaba y murmuraba, intentando provocar un levantamiento en contra del comunismo y en contra de la igualdad absoluta que se había instaurado frente a su majestad el accidente. Pero se levantó un señor y con toda lealtad le respondió:

-¡Déjese de levantamientos y tenga la bondad de sentarse!

Y con una amarga sonrisa el caballero no tuvo más remedio que conformarse con aquella extraña situación.

Pero, ¿quién sube en estos momentos ayudada por dos bomberos? Una anciana, una abuelita con una deshilachada mantilla sobre la cabeza, la misma que en Munich estuvo a punto de subirse a un vagón de segunda clase.

-¿Es de primera este vagón? -pregunta sin cesar-. ¿Es cierto que este vagón es también de primera?

Y después que han confirmado su pregunta y se le ha hecho sitio, se deja caer en el acolchonado asiento de terciopelo con un “¡alabado sea Dios!”, como si por fin se sintiera segura. Al llegar a Hof eran las cinco y ya amanecía. Allí desayuné y tomé un expreso que me trasladó con tres horas de retraso.

Bien, pues este fue el accidente ferroviario que yo viví. Y con una vez me basta. Aunque los lógicos me hagan objeciones, espero, sin embargo, que tendré la buena suerte de no volver a encontrarme en un caso parecido.

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