sábado, 7 de julio de 2012

Saki - Cuentos




LA JAURÍA DEL DESTINO

Bajo la mortecina luz de una tarde de otoño encapotada, Martin Stoner marchaba con paso laborioso por trochas convertidas en pantanos y caminos surcados por carriles que conducían a no sabía exactamente dónde. Más adelante, suponía, estaba el mar; y hacia allí parecían decididas a llevarlo sus pisadas. Le habría costado explicar por qué bregaba hasta el agotamiento por alcanzar aquella meta, a menos que hubiera sido presa del instinto que en último extremo conduce al precipicio al ciervo acorralado. En su caso, la jauría del destino sí que acosaba con porfía implacable. El hambre, el cansancio y la desesperación tenían embotado su cerebro, y a duras penas le alentaban las fuerzas para preguntarse por el oculto impulso que lo hacía avanzar. Stoner era uno de esos infortunados individuos que parecen haberlo intentado todo; la imprevisión y la holgazanería innatas siempre se habían interpuesto para malograr toda posibilidad de éxito, así fuera moderado. Y ahora estaba en las últimas y no había nada más que intentar. La desesperación no había despertado en él ninguna reserva latente de energía; por el contrario, el sopor mental lo había ido invadiendo a medida que declinaba su fortuna. Con la ropa que llevaba puesta, medio penique en el bolsillo y ni un solo amigo o conocido a quien recurrir, sin perspectivas de una cama para esa noche o de una comida para la mañana, Martin Stoner proseguía su penosa marcha, entre setos mojados y bajo las gotas de los árboles, la mente casi en blanco, a no ser por la vaga conciencia de que más adelante estaba el mar. De vez en cuando se entremetía otra certeza: sabía que tenía un hambre atroz. Al cabo se detuvo junto a un portillo abierto que conducía a un huerto espacioso y bastante descuidado. No se notaban muchas señas de vida, y la casa al otro lado del huerto parecía fría e inhospitalaria. Sin embargo, empezaba a lloviznar; y Stoner pensó que allí quizás podría guarecerse un rato y comprar un vaso de leche con la última moneda que le quedaba. Entró con pasos lentos y cansinos al jardín y recorrió el caminito empedrado hasta una puerta lateral. La puerta se abrió antes de que llamara, y un viejo encorvado y de aspecto marchito se hizo a un lado, como dándole paso.

-¿Puedo entrar mientras llueve? -comenzó a decir Stoner, pero el viejo lo interrumpió.

-Pase, amo Tom. Sabía que usted regresaría un día de estos.

Stoner tropezó al cruzar el umbral y se quedó allí, mirando al otro con asombro.

-Tome asiento mientras le preparo algo de comer -dijo el viejo, trémulo y obsequioso.

Las piernas de Stoner se doblaron de puro cansancio, y se derrumbó en el sillón que el otro le arrimara. En un minuto estuvo devorando la carne fría, el pan y el queso puestos en la mesa del lado.

-No ha cambiado mucho en estos cuatro años -prosiguió el viejo, con una voz que a Stoner le pareció salida de un sueño, lejana e inconexa-; pero a nosotros sí nos va a encontrar muy cambiados, ya lo verá. Aquí no queda nadie de los que había cuando usted se marchó; nadie, aparte de mí y de su vieja tía. Iré a decirle que usted vino; no lo va a recibir, pero va a permitirle que se quede, sin problemas. Siempre dijo que si regresaba se podía quedar, pero que nunca volvería a verlo o a dirigirle la palabra.

El viejo puso una jarra de cerveza en la mesa que Stoner tenía al frente y salió rengueando por un largo pasillo. La llovizna se había convertido en una tempestad furiosa que azotaba con violencia puertas y ventanas. El vagabundo se estremeció al pensar en el espectáculo de la costa bajo aquel aluvión y con la noche tragándoselo todo. Remató la comida y la cerveza, y aguardó allí, aturdido, a que volviera su extraño anfitrión. A medida que el reloj de péndulo marcaba los minutos, una nueva esperanza empezó a titilar y a crecer en la mente del joven; se trataba tan sólo de la ampliación de sus saciadas ansias de comida y un rato de descanso, ahora convertidas en el anhelo de pasar la noche bajo el asilo de aquel techo aparentemente hospitalario. El chancleteo de unos pasos por el corredor anunció el regreso del viejo criado de la granja.

-La vieja ama no lo va a recibir, amo Tom, pero manda decir que se quede. Con toda razón, ya que la granja va a ser suya cuando a ella la entierren. La chimenea de su cuarto está prendida, amo Tom, y la criada le tendió la cama con sábanas limpias. Ya verá que nada ha cambiado allá arriba. A lo mejor está cansado y quiera subir ya.

Sin decir palabra, Martin Stoner hizo un esfuerzo para ponerse en pie y seguir a su ángel servidor por el pasillo, por una escalera corta y rechinante y por otro pasillo que daba a una alcoba espaciosa y alegrada por el fuego vivo del hogar. Había pocos muebles, escuetos, anticuados y buenos en su género. Una ardilla disecada en una urna y un almanaque de pared de hacía cuatro años eran casi los únicos indicios de decoración. Pero Stoner tenía ojos para poca cosa fuera de la cama, y le costaba aguantarse las ganas de arrancarse las prendas y arroparse en sus cómodas entrañas con la sensualidad de aquel cansancio. Tal parecía que la jauría del destino le había concedido una corta tregua.

A la fría luz de la mañana, Stoner echó a reír tristemente mientras volvía a caer en cuenta de la situación en que se había metido. Tal vez podría hacerse a un bocado de desayuno en virtud de su parecido con el otro holgazán ausente y ponerse a salvo antes de que alguien descubriera el fraude que se había visto obligado a cometer. En el cuarto de abajo encontró al viejo encorvado, que ya tenía listo un plato de huevos con tocineta para el desayuno del "amo Tom", al tiempo que una criada entrada en años y de rostro adusto traía una tetera y le servía una taza de té. Al sentarse a la mesa, un perrito de aguas se le arrimó con muestras de amistad.

-Es el cachorro de la vieja Bowker -explicó el anciano, a quien la criada adusta había llamado George-. ¡Con el cariño que le tenía a usted! No volvió a ser la misma después de que usted se fue para Australia. Murió hace como un año. Este es el cachorrito.

Stoner encontró difícil lamentar su fallecimiento; la perra habría dejado bastante que desear como testigo de identificación.

-¿Desea dar una vuelta a caballo, amo Tom? -fue la asombrosa propuesta que emitió el viejo a continuación-. Tenemos una fina yegua roana, buena para montar. A la vieja Biddy ya le están pesando los años, aunque todavía anda bien; pero voy a hacer que ensillen a la roana y se la traigan a la puerta.

-No tengo cosas de montar -balbució el tránsfuga, al borde de la risa cuando miró su única muda de ropas desgastadas.

-Amo Tom -dijo el viejo con toda seriedad, casi con cara de ofendido-, todas sus cosas están exactamente como las dejó. Bastará con orearlas un poquito frente al fuego. Le servirá de distracción montar un poco y cazar por ahí de vez en cuando. Ya verá que la gente por acá tiene opiniones duras y resentidas sobre usted. No han olvidado ni menos perdonado. Nadie va a acercársele, así que lo mejor será que usted se las apañe para distraerse como pueda con perros y caballos. Ellos también son buena compañía.

El viejo George salió a impartir sus órdenes, y Stoner, más que nunca sintiéndose en un sueño, subió a inspeccionar el ropero del "amo Tom". Las cabalgatas eran uno de sus placeres más entrañables; y si era cierto que ninguno de los antiguos compañeros de Tom iba a concederle un escrutinio detallado, contaría con alguna protección contra el descubrimiento de su impostura. Mientras el intruso se ponía unos pantalones de montar tolerablemente ajustados, se preguntaba con vaguedad qué clase de fechoría había cometido el verdadero Tom para que toda la campiña se pusiera en su contra. Las sordas pero briosas pisadas de unos cascos en la tierra mojada interrumpieron sus especulaciones. La yegua roana esperaba frente a la puerta lateral.

"¡Hablando de mendigos a caballo...!", pensó Stoner mientras trotaba con rapidez por las empantanadas trochas que la víspera había recorrido en calidad de astroso vagabundo; y, desechando con indolencia estas meditaciones, se entregó al placer de andar a paso largo y sentado por la orilla enyerbada de un trecho plano del camino. Frente a un portillo abierto cedió el paso a dos carretas que entraban a un sembrado. Los muchachos que manejaban las carretas tuvieron tiempo de dirigirle una larga mirada; y al pasar alcanzó a oír una voz excitada que decía: "¡Es Tom Prike! ¡Lo reconocí ahí mismo! Conque otra vez asomando la cara por aquí, ¿no?"

Era evidente que el parecido que había engañado de cerca a un viejo decrépito servía también para confundir desde cierta distancia a dos muchachos.

En el transcurso de la cabalgata recibió abundantes pruebas que confirmaban la afirmación de que los vecinos no habían olvidado ni perdonado el pasado delito que el Tom ausente le había dejado por herencia. Torvas miradas, rezongos y codazos disimulados lo saludaban al toparse con la gente. El cachorro de Bowker, que trotaba feliz al lado suyo, parecía ser la única nota de amistad en ese mundo hostil.

Al desmontar frente a la puerta lateral tuvo un vistazo fugaz de una mujer enjuta y entrada en años que lo espiaba detrás de la cortina de una de las ventanas superiores. Era claro que aquélla era su tía por adopción.

Durante la copiosa comida del mediodía que lo aguardaba lista, Stoner tuvo tiempo para reflexionar sobre las posibilidades de su extraordinaria situación. El verdadero Tom, tras cuatro años de ausencia, podría aparecerse de improviso por la granja, o en cualquier momento podría llegar una carta suya. ¿Además, en su calidad de heredero de la granja, el falso Tom podría ser llamado a firmar algún documento, cosa que lo pondría en un atolladero. O podría llegar algún pariente que no imitara la actitud retraída de la tía. Cualquiera de estas cosas lo desenmascararía ignominiosamente. Por otro lado, la alternativa eran el cielo abierto y las trochas pantanosas que conducían al mar. La granja le ofrecía, en todo caso, un refugio pasajero contra la miseria total; la agricultura era una de las muchas cosas que había "ensayado", así que estaría en capacidad de realizar ciertas faenas a cambio de esa hospitalidad a la que no tenía gran derecho.

-¿Desea pernil frío para la cena -le preguntó la criada de rostro adusto mientras quitaba la mesa-, o prefiere que se lo calienten?

-Caliente y con cebollas -dijo Stoner.

Fue la única vez en su vida que tomó una rápida decisión. Y al dar la orden supo que tenía intenciones de quedarse.

Stoner se circunscribió estrictamente a las partes de la casa que parecían haberle sido asignadas por un tácito tratado de deslinde. Cuando participaba en las tareas de la granja, lo hacía como alguien que recibía órdenes, sin tomar nunca la iniciativa. El viejo George, la yegua roana y el cachorro de Bowker eran sus únicas compañías en un mundo que por lo demás se le mostraba frío, silencioso y hostil. No veía a la dueña de la granja. Cierta vez, al enterarse de que había ido a la iglesia, realizó una visita furtiva a la sala con el objeto de obtener algún conocimiento fragmentario del joven cuyo lugar había usurpado y cuya mala fama se había echado sobre sus espaldas. Había numerosas fotografías colgadas en las paredes o pegadas en marcos austeros, pero la imagen que buscaba no estaba entre ellas. Por fin, en un álbum escondido, encontró lo que buscaba. Había una serie completa bajo el rótulo de "Tom": un niñito regordete de tres años, con una túnica de fantasía; un desgarbado muchacho de unos doce años que sostenía, como si le repugnara, un bate de críquet; un joven de dieciocho, bastante bien parecido, de pelo muy liso y partido a la mitad; y, por último, un hombre joven, de semblante más bien hosco y atrevido. Stoner miró con especial interés este último retrato; el parecido era innegable.

Por boca del viejo George, que era harto parlanchín sobre la mayoría de los temas, trató una y otra vez de enterarse acerca de la naturaleza de la ofensa que lo segregaba como una criatura cuyos semejantes debían odiar y esquivar.

-¿Qué dice de mí la gente de los alrededores? -le preguntó un día mientras marchaban de regreso a casa desde un campo distante.

El viejo sacudió la cabeza.

-Están disgustados con usted; terriblemente disgustados. ¡Ay, es un triste lío, un triste lío!

Y nunca pudo ser inducido a decir nada más esclarecedor.

En una noche despejada y fría, pocos días después de las fiestas de Navidad, Stoner se encontraba en un rincón del huerto que dominaba una espaciosa vista de la campiña. Aquí y allá podía divisar los destellos de lámparas y velas que revelaban la existencia de moradas humanas en las que imperaban la buena voluntad y el regocijo de la época. Tras él estaba la triste y silenciosa casa donde nadie reía, donde hasta una riña habría parecido un acontecimiento alegre. Cuando volvió la cabeza para mirar la larga y gris fachada del edificio envuelto en las penumbras, una puerta se abrió y el viejo George salió precipitadamente. Stoner oyó que llamaba su nombre adoptivo en un tono de urgente ansiedad. Supo al instante que algo adverso había ocurrido, y en una rápida inversión de perspectivas aquel refugio le pareció un lugar de paz y de contento, de donde temía que fueran a expulsarlo.

-Amo Tom -dijo el viejo en un ronco susurro-, tiene que perderse de aquí sin hacer bulla, por unos cuantos días. Michael Ley volvió al pueblo y jura que le va a dar un tiro si puede dar con usted. Y de veras es capaz; tiene mirada de asesino. Lárguese al amparo de la noche. Es sólo por una semana o algo así; el no va a estar más tiempo por acá.

-Pero, ¿adonde voy a ir? -balbució Stoner, que se había contagiado del patente terror del viejo.

-Vaya derecho por la costa hasta Punchford y quédese escondido allá. Cuando Michael ande lejos, yo llevo la roana al Green Dragón en Punchford. Cuando usted la vea en las pesebreras del Green Dragon será la señal de que puede volver.

-Pero... -vaciló Stoner.

-No se preocupe por dinero -dijo el otro-; la señora está de acuerdo en que es mejor que usted haga como le digo y me ha entregado esto.

El viejo sacó tres libras esterlinas de oro y algunas monedas de plata.

Stoner se sintió más tramposo que nunca cuando se escabulló esa noche por la puerta trasera de la granja con el dinero de la anciana en el bolsillo. El viejo George y el cachorro de Bowker se quedaron plantados en el patio, mirándolo en silenciosa despedida. Le costaba imaginarse que regresaría alguna vez y sintió una punzada de remordimiento por esos dos humildes amigos que esperarían con anhelo su regreso. Quizás un día regresaría el verdadero Tom y entre aquellos sencillos campesinos cundiría el asombro respecto a la identidad del oscuro personaje que habían hospedado bajo su techo. En cuanto a su propio destino, no sentía apremio alguno: tres libras duran poco cuando no hay nada que las respalde, pero a un hombre que ha contado en peniques todo su capital le parecen un buen punto de partida. Los caprichos de la fortuna le habían jugado una buena pasada la última vez que recorriera aquellas trochas como un perdido aventurero, y todavía había probabilidades de encontrar trabajo y empezar de nuevo. A medida que se alejaba de la granja su ánimo subía más y más. Había cierta sensación de alivio en recobrar la identidad perdida y dejar de ser el incómodo fantasma de otro hombre. Difícilmente se tomaba la molestia de especular sobre el enemigo implacable que había venido de los quintos infiernos a meterse en su vida. Ya que esa vida había quedado atrás, un detalle irreal de añadidura no importaba mayor cosa. Por primera vez en muchos meses empezó a tararear una melodía frívola y alegre. Y entonces, de la sombra de un roble a la vera del camino, le salió al paso un hombre armado con una escopeta. No había necesidad de preguntarse quién podría ser; la luz de luna que le pegaba en la cara tensa y pálida revelaba una mirada de odio feroz que Stoner no había visto jamás en ninguna de las vicisitudes de su peregrinar. Saltó a un lado, en un desesperado intento de atravesar el seto vivo que bordeaba el camino, pero las fuertes ramas lo sujetaron con firmeza. La jauría del destino lo esperaba por aquellas trochas y esta vez tendría que enfrentarla. 


LA TELARAÑA

La cocina de la granja quizás estaba donde estaba por azar o accidente. Sin embargo, la ubicación bien podía haber sido proyectada por un experto estratega en arquitectura campesina. La lechería, el corral, el huerto y los demás lugares de trajín de la granja parecían tener fácil acceso a aquel refugio con piso de anchas losas, en donde había espacio para todo y en donde un par de botas embarradas dejaban huellas fáciles de barrer. Y aún así, a pesar de lo bien emplazada que estaba en el centro del tráfago humano, su única ventana, larga, enrejada, con un amplio asiento empotrado y enmarcada en un alféizar más allá de la enorme chimenea, dominaba un dilatado paisaje silvestre de colinas, brezales y boscosas cañadas. El hueco de la ventana era casi un cuartito de por sí, en realidad el más agradable de la granja en cuanto a situación y posibilidades. La joven señora Ladbruk, cuyo marido acababa de recibir la granja por herencia, había puesto los ojos en el cálido rinconcito; y los dedos le picaban por volverlo claro y acogedor con cortinas de zaraza, vasos llenos de flores y una repisa o dos con viejos platos de porcelana. La mohosa sala de la casa, que daba a un jardín adusto, melancólico y encerrado por tapias lisas y altas, no era un cuarto que se prestara con facilidad para el confort o la decoración.

-Cuando estemos más instalados voy a hacer maravillas en la cocina para que sea habitable -decía la joven mujer a las contadas visitas.

En aquellas palabras había un deseo callado, un deseo que además de callado era inconfesable. Emma Ladbruk era la señora de la granja. Junto con su marido podía tener derecho a opinar y hasta cierto punto a decidir en la conducción de sus asuntos. Pero no era la señora de la cocina.

En un estante de un viejo aparador, en compañía de salseras desportilladas, jarras de peltre, ralladores de queso y facturas pagadas, descansaba una raída biblia que tenía anotado en la portada el desteñido registro de un bautismo fechado noventa y cuatro años atrás. "Martha Crale" rezaba el nombre escrito en la página amarillenta. Y la amarillenta y arrugada anciana que rengueaba y hablaba entre dientes por toda la cocina, parecida a una hoja marchita que los vientos de invierno siguen soplando de un lado para otro, alguna vez había sido Martha Crale. Durante setenta y pico de años había sido Martha Mountjoy. Nadie podía recordar por cuántos años había andorreado de acá para allá entre el horno, el lavadero y la lechería, o salido al gallinero y al jardín, rezongando, murmurando y riñendo, pero trabajando sin parar. Emma Ladbruk, a cuyo arribo le había prestado tanta atención como a una abeja errante que entrara por la ventana en un día de verano, la miraba al principio con una especie de temerosa curiosidad. Era tan vieja y tanto hacía parte del lugar que costaba decir con precisión que fuera un ser animado. El viejo Shep, un pastor escocés de hocico blanco y miembros entumidos, cuyas horas estaban ya contadas, casi parecía más humano que aquella anciana mustia y seca. Había sido un cachorrito bulloso y juguetón, desbordante de alegría de vivir, cuando ella era ya una anciana de pasos inseguros; y ahora era un cadáver vivo y ciego, nada más, y ella todavía trabajaba con frágil tesón, todavía barría, horneaba y lavaba, traía y llevaba. Si algo había en esos sabios perros viejos que no pereciera del todo con la muerte, solía meditar Emma, cuántas generaciones de perros fantasmas debía de haber afuera en las colinas, criadas, atendidas y despedidas en la hora final por Martha en aquella cocina. Y cuántos recuerdos debía de guardar de las generaciones humanas que habían muerto en sus días. Le resultaba difícil a cualquiera, y mucho más a una extraña como Emma, hacerla hablar de los tiempos pasados. Sus palabras, chillonas y cascadas, se referían a puertas que habían dejado sin seguro, baldes extraviados, terneros a los que ya era hora de alimentar, y a las diversas faltas y omisiones que salpican la rutina de una granja. De cuando en cuando, llegada la fecha de elecciones, desempolvaba los recuerdos de los viejos nombres que libraran antaño esas contiendas. Había habido un Palmerston, muy sonado por los lados de Tiverton. Tiverton no quedaba muy lejos a vuelo de pájaro, pero para Martha era casi otro país. Después vinieron los Northcotes, los Aclands y muchos otros nuevos apellidos que había olvidado ya. Los nombres cambiaban, pero se trató siempre de liberales y conservadores, de amarillos y azules. Y siempre se pelearon a los gritos sobre quién estaba en lo correcto y quién no. Por el que más se pelearon había sido un viejo y distinguido caballero de expresión colérica... recordaba haber visto su retrato en las paredes; y en el piso también, con una manzana podrida y aplastada encima, pues en la granja se cambiaba de política de tiempo en tiempo. Martha nunca había estado de un lado o de otro; ninguno de "ellos" había beneficiado para nada a la granja. Este era su veredicto general, dictado con toda la desconfianza de una campesina por el mundo exterior.

Cuando la medio temerosa curiosidad se hubo desvanecido, Emma Ladbruk se sintió incómoda al descubrir que abrigaba otro sentimiento hacia la vieja. Ésta era una exótica tradición estancada en el lugar, era parte integral de la propia granja, era algo a la vez patético y pintoresco... pero era un soberano estorbo. Emma había llegado a la granja llena de planes de efectuar pequeñas reformas y mejoras, en parte por su adiestramiento en los métodos y procedimientos modernos, en parte por efecto de sus propias ideas y caprichos. Las reformas en la región de la cocina, de haber sido posible hacer que esos oídos sordos se mostraran dispuestos a escuchar, habrían encontrado un rechazo sumario y despectivo; y la región de la cocina abarcaba las zonas del manejo de la leche y las hortalizas, y la mitad de las faenas domésticas. Emma, que se sabía al dedillo lo último en el arte de preparar aves de corral muertas, tomaba asiento a un lado, observadora inadvertida, mientras la vieja Martha espetaba los pollos para el puesto del mercado de la misma manera que los había espetado durante casi ochenta años... por los muslos, sin tocar la pechuga. Y las mil sugerencias sobre la forma más eficaz de hacer el aseo, aligerar el trabajo y demás cosas que contribuyen a una vida sana y que la joven estaba dispuesta a impartir o llevar a la práctica, se perdían en la nada ante aquella presencia mustia, rezongona y desatenta. Sobre todo, el codiciado rinconcito de la ventana, que podía ser un lindo oasis de alegría en la sombría cocina, estaba ahora atestado con un revoltijo de cachivaches que Emma, a pesar de su toda autoridad nominal, no se habría tomado el atrevimiento o la molestia de remover. Parecían revestidos por la protección de algo similar a una telaraña humana. Definitivamente, Martha era un estorbo. Habría sido una canallada desear ver aquella vida añeja y corajuda acortada en unos miserables meses; pero a medida que pasaban los días Emma reconoció que allí estaba el deseo, por más que lo negara, agazapado en el fondo de su mente.

Sintió que la vileza de aquel deseo la invadió, junto con un remordimiento de conciencia, un día en que entró a la cocina y descubrió que las cosas no marchaban como de costumbre en aquel sitio de constante ajetreo. La vieja Martha no estaba trabajando. A sus pies había una canasta de maíz, y en el corral los pollos empezaban a piar en protesta por haberse pasado la hora de la alimentación. Pero Martha estaba acurrucada en el asiento de la ventana, mirando afuera con sus ojos opacos como si divisara algo más raro que el paisaje otoñal.

-¿Pasa algo, Martha? -preguntó la joven esposa.

-Es la muerte, es la muerte que viene -respondió la voz cascada-. Ya sabía que venía, ya lo sabía yo. Por algo el viejo Shep estuvo aullando toda la mañana. Y anoche oí cuando la lechuza cantó el grito de la muerte; y una cosa blanca pasó corriendo por el patio ayer. No era ni un gato ni una comadreja, era una cosa... Las gallinas supieron que era algo y se corrieron todas para un lado. ¡Ay!, esos son avisos. Yo ya sabía que venía.

Los ojos de la joven se empañaron de lástima. El carcamal que estaba ahí sentado, tan encogido y pálido, había sido alguna vez una niñita alegre y bulliciosa que jugara por los senderos, henales y desvanes de una granja. De eso hacía ochenta años largos, y ahora no era más que un viejo y frágil cuerpo que se achicaba ante el cercano frío de la muerte que al fin venía a llevársela. Probablemente no se podía hacer mayor cosa por ella, pero Emma corrió a buscar ayuda y consejo. Sabía que su marido andaba en una tala de árboles a cierta distancia, pero podía encontrar otro ser racional que conociera a la vieja mejor que ella. No tardó en descubrir que la granja tenía la cualidad, común a todos los corrales, de tragarse y desaparecer a sus moradores humanos. Las gallinas la siguieron con interés y los cerdos le gruñeron inquisitivamente tras las rejas de sus porquerizas, pero el granero, el henar, el huerto, los establos y la lechería no premiaron su búsqueda. Entonces, mientras desandaba el camino hacia la cocina, se topó de repente con su primo, conocido por todos como el joven señor Jim, que repartía el tiempo entre la trata aficionada de caballos, la caza de conejos y el flirteo con las criadas del lugar.

-Me temo que la vieja Martha se está muriendo -dijo Emma.

Jim no era una de esas personas a las que hay que darles las noticias con suavidad.

-¡Tonterías! -dijo éste-. La intención de Martha es llegar a los cien años. Así me lo dijo y así lo va a hacer.

-En realidad se puede estar muriendo en este momento, o puede ser que sólo empiece a derrumbarse -insistió Emma, llena de desprecio por la estupidez y lentitud del joven.

Una sonrisa se dibujó en las facciones bonachonas del otro.

-Pues no parece así -dijo, señalando con la cabeza hacia el patio.

Emma se volvió para captar el significado de este comentario. La vieja Martha estaba en el centro de una multitud de aves de corral, esparciendo granos a su alrededor. El pavo con el brillo bronceado de sus plumas y el rojo púrpura de su barba, el gallo de pelea con el radiante lustre metálico de su plumaje oriental, las gallinas con sus ocres, pardos y amarillos y el escarlata de sus crestas, y los patos con sus cabezas color verde botella, componían un revoltijo de intensos colores en el centro del cual la anciana parecía un tallo marchito que se irguiera en medio de un macizo de vistosas flores. Pero arrojaba el grano hábilmente entre la mezcolanza de picos y su cascada voz llegaba a las dos personas que la estaban observando. Seguía machacando sobre el tema de la muerte que venía en camino.

-Yo ya sabía que venía. Ha habido signos y advertencias.

-¿Quién murió, pues, señora? -llamó el joven.

-El joven señor Ladbruk -chilló ella por respuesta-. Acaban de traer su cadáver. Por esquivar un árbol que tumbaban chocó con una estaca de hierro. Estaba muerto cuando lo recogieron. ¡Ay, yo la veía venir!

Y se dio vuelta para arrojar un puñado de cebada a una manada de gallinas de Guinea rezagadas que llegaban corriendo.

La granja era una heredad familiar y pasó a manos del primo cazador de conejos en su calidad de pariente más cercano. Emma Ladbruk salió volando de su cotidianeidad, como una abeja que entrara por la ventana abierta y en su revoloteo volviera a atravesarla. Cierta mañana fría y gris se encontró esperando, sus cajas ya acomodadas en la carreta, a que todos los productos del mercado estuvieran listos, pues el tren que iba a tomar era menos importante que los pollos, la mantequilla y los huevos que iban a ser puestos en venta. Desde donde estaba podía ver una esquina de la larga ventana enrejada que habría quedado tan acogedora con las cortinas y tan alegre con los floreros. Se le ocurrió pensar que durante meses, años quizás, mucho tiempo después de que la hubieran olvidado por completo, se vería asomar una cara pálida y desentendida a través de esos cristales, y que se oiría rezongar una voz débil y trémula por esos corredores enlosados. Se dirigió hasta una ventana batiente de tupidos barrotes que daba a la despensa de la casa. La vieja Martha se encontraba de pie frente a una mesa, espetando un par de pollos para el puesto del mercado de la misma manera que los había espetado desde hacía casi ochenta años. 


LOS INTRUSOS

En medio de un bosque de abigarrada vegetación, situado en un paraje de los confines orientales de los Cárpatos, cierta noche de invierno se hallaba un hombre en atenta observación y a la escucha, como a la espera de que alguna bestia selvática apareciese en su campo de visión y, más tarde, al alcance de su rifle. Pero la pieza que mantenía tan viva su atención no era de las que figuran en los calendarios de los cazadores legales y autorizados; Ulrich von Gradwitz patrullaba por el tenebroso bosque en busca de un enemigo humano.

Las tierras boscosas de Gradwitz eran de considerable extensión y estaban bien provistas de caza; la estrecha franja de abrupto y frondoso bosque que constituía una de sus lindes no se distinguía por la abundancia de caza que albergaba ni por las monterías que proporcionaba; sin embargo, de todas las posesiones territoriales de su propietario, era la más celosamente guardada. Un famoso pleito, en los días de su abuelo, lo había rescatado de la posesión ilegal de una vecina familia de pequeños terratenientes; la parte desposeída nunca había acatado la sentencia del tribunal y una larga serie de disputas por caza furtiva y escándalos similares habían agriado las relaciones entre las familias durante generaciones.

La rivalidad vecinal se había tornado personal desde que Ulrich se convirtiera en cabeza de familia; si había en el mundo un hombre al que detestaba y deseaba todo mal, ese era Georg Znaeym, el heredero de la querella, infatigable cazador furtivo e invasor de la arbolada frontera. La disensión podía, tal vez, haberse extinguido y haber sido objeto de un acuerdo, de no haber mediado la malquerencia personal de los dos hombres. De muchachos, ambos ansiaban la sangre, el uno del otro. De adultos, cada uno imploraba que la desdicha cayera sobre el otro, y este invierno de flagelante viento Ulrich había reunido a sus monteros para batir el tenebroso bosque, no en busca de presas de cuatro patas sino para mantener la vigilancia sobre los furtivos que, sospechaba, andaban por aquellas tierras fronterizas. Los corzos, que normalmente se refugiaban en las cañadas durante las tormentas de viento, aquella noche pasaban a la carrera como saetas y había movimiento e inquietud entre las criaturas que solían dormir durante las horas de oscuridad. A buen seguro, había algún elemento perturbador en el bosque y Ulrich imaginaba su lugar de procedencia.

Ulrich se alejó en solitario de los ojeadores que había emboscado en la cima del cerro y deambuló por las empinadas pendientes en medio de la silvestre y enmarañada maleza, atisbando entre los troncos de los árboles y acechando entre las agudas tonalidades del viento y el incesante batir de la enramada alguna visión o sonido de los merodeadores. ¡Ah!, si en esta noche procelosa, en este tenebroso y solitario lugar, se encontrara con Georg Znaeym, de hombre a hombre, sin testigos..., éste era el deseo que dominaba todos sus pensamientos. Y al rodear el tronco de una enorme haya se encontró frente a frente con el hombre que buscaba.

Los dos hombres quedaron mirándose durante un prolongado y silencioso intervalo. Ambos tenían un rifle en la mano, ambos tenían odio en su corazón y, sobre todo ello, ambos tenían el homicidio en su mente. El azar los había conducido a la posibilidad de dar rienda suelta a las pasiones de toda una vida. Pero un hombre educado en los códigos de una civilización represiva no encuentra fácilmente el ánimo necesario para disparar contra su vecino a sangre fría y sin pronunciar palabra, a no mediar algún agravio contra su linaje y su honor. Y antes de que los instantes de vacilación dieran paso a la acción, un acto de violencia de la propia Naturaleza se abatió sobre ambos. Un restallante alarido de la tormenta había tenido como respuesta un furioso estallido por encima de sus cabezas y, antes de que pudieran apartarse, la masa de un haya abatida se precipitó sobre ellos. Ulrich von Gradwitz se halló tendido sobre el suelo, con un brazo inmovilizado bajo el peso de su propio cuerpo y el otro casi igualmente inutilizado por una espesa maraña de ramas ahorquilladas en tanto que ambas piernas quedaban atrapadas bajo la masa desplomada. Las fuertes botas de caza preservaron a los pies de quedar destrozados, pero, si bien las fracturas no eran tan serias como podrían haberlo sido, resultaba cuando menos evidente que no podría moverse de su actual posición hasta que no llegara alguien a rescatarlo. Las ramas habían azotado la piel de su rostro y había tenido que apartar con el movimiento de los párpados algunas gotas de sangre de sus pestañas antes de estar en condiciones de tener una visión general del desastre. A su lado, tan cerca que en circunstancias normales hubiera podido tocarlo, yacía Georg Znaeym, vivo y forcejeando pero evidentemente tan atrapado como él. Todo en derredor suyo era un nutrido naufragio de ramajes y astillas.

El alivio de estar vivo y la exasperación causada por la forzada cautividad hicieron brotar una extraña mezcla de piadosos votos de gratitud y vehementes imprecaciones en los labios de Ulrich.

Georg, medio ciego por la sangre que corría por sus ojos, detuvo por un instante su forcejeo para escuchar y emitió luego una breve e insidiosa risita.

-Así que no estás muerto, como debieras; pero, en cualquier caso, estás atrapado -exclamó-, bien atrapado. Vaya, esto sí que tiene gracia. Ulrich von Gradwitz cogido en la trampa en el bosque robado. ¡Te ha alcanzado la verdadera justicia!

Y volvió a reír, burlona y ferozmente.

-Estoy atrapado en mi propio bosque -replicó Ulrich-. Cuando mis hombres vengan a rescatarnos quizás preferirás estar en el cepo que no atrapado en flagrante furtivismo en las tierras de tu vecino, ¡afrentado te veas!

Georg guardó silencio unos instantes; luego dijo quedamente:

-¿Estás seguro de que tus hombres encontrarán algo que rescatar? Yo también tengo hombres en el bosque esta noche, siguiéndome de cerca, y llegarán aquí los primeros a liberarnos. Cuando me hayan sacado de debajo de estas malditas ramas no será necesaria demasiada torpeza por su parte para hacer rodar este enorme tronco justamente sobre ti. Tus hombres te encontrarán muerto bajo un haya caída. Por pura fórmula, enviaré mi condolencia a tu familia.

-Es una valiosa sugerencia -replicó Ulrich con fiereza-. Mis hombres tienen orden de seguirme en el plazo de diez minutos, de los que han debido transcurrir siete, y me sacarán de aquí... Recordaré tu sugerencia. Sólo que, como tú habrás hallado la muerte cazando furtivamente en mis tierras, no creo que pueda, sinceramente, enviar ningún mensaje de condolencia a tu familia.

-Bueno -refunfuñó Georg-, bueno. Éste es un duelo a muerte entre tú y yo y nuestros monteros, sin malditos intrusos que se interpongan entre nosotros. ¡Así te mueras y te veas condenado, Ulrich von Gradwitz!

-Lo mismo te deseo, Georg Znaeym, saqueador, cazador furtivo.

Los dos hombres hablaban con el desabrimiento de hallarse ante una posible derrota, ya que ambos sabían que pasaría mucho tiempo antes de que sus hombres se lanzasen en su búsqueda y dieran con ellos: era una pura cuestión de suerte cuál de las dos partidas llegaría la primera al lugar de la escena.

Para entonces, los dos habían abandonado su inútil forcejeo por liberarse de la masa arbórea que les atenazaba; Ulrich limitó su empeño al esfuerzo por dejar parcialmente libre un brazo lo bastante cerca del bolsillo exterior de su capote como para sacar su petaca de vino. Incluso después que hubo realizado esa operación transcurrió aún largo tiempo hasta que pudo desenroscar el tapón y trasegar algo del líquido a su garganta. ¡Pero se lo antojó un sorbo caído de los cielos! Estaban en pleno invierno, aunque había caído poca nieve, gracias a lo cual los cautivos sufrían los rigores del frío menos de lo que cabría esperar para aquella época del año; no obstante, el vino resultó cálido y vivificante para su maltrecha humanidad; echó luego una mirada de soslayo con algo así como un latido de piedad hacia donde su enemigo yacía tratando de impedir que sus quejidos de dolor y extenuación traspasaran el umbral de sus labios.

-¿Podrías hacerte con el frasco si te lo lanzo? -preguntó Ulrich de pronto-. Contiene buen vino y hay que tratar de aguantar lo mejor posible. Bebamos, incluso a pesar de que uno de los dos muera esta noche.

-No, apenas puedo ver; tengo mucha sangre apelmazada encima de los ojos -dijo Georg-; y, en cualquier caso, no bebo vino con un enemigo.

Ulrich permaneció en silencio algunos minutos, escuchando el fatigoso aullido del viento. En su cerebro, lentamente, iba surgiendo y agrandándose una idea que ganaba en pujanza cada vez que miraba de soslayo al hombre que luchaba tan ceñudamente contra el dolor y la fatiga. En medio del dolor y la lasitud que el propio Ulrich sentía, el feroz odio de antaño parecía ir apagándose.

-Vecino -dijo al poco-, haz como te plazca si tus hombres llegan primero. El trato era justo. Por lo que a mí respecta he cambiado de opinión. Si mis hombres llegan antes será a ti a quien primero socorrerán, como huésped mío. Nos hemos peleado como demonios toda nuestra vida por esta estúpida franja de bosque, donde los árboles ni siquiera resisten en pie una ráfaga de viento. Tendido aquí esta noche, pensando, he llegado a la conclusión de que hemos sido unos necios; hay cosas mejores en la vida que ganar una disputa sobre linderos. Vecino, si me ayudas a enterrar nuestra vieja querella, yo... yo te rogaré que seas mi amigo.

Georg Znaeym permaneció en silencio tanto tiempo que Ulrich pensó que acaso había sucumbido al dolor de sus heridas. Al fin, habló lenta y entrecortadamente.

-Qué pasmados se iban a quedar todos y cuánta comidilla habría en toda la región si nos vieran llegar cabalgando juntos a la plaza del mercado. No hay ser viviente que haya visto a un Znaeym y a un Von Gradwitz hablándose amistosamente. Y qué paz reinaría entre las gentes de los bosques si pusiéramos fin a nuestro pleito esta noche. Y si decidimos hacer las paces entre los nuestros no hay nadie que interfiera, no hay intrusos ajenos... Tú vendrías a pasar la noche de San Silvestre bajo mi techo y yo asistiría al festín en algún día señalado a tu castillo... No volvería a disparar un solo tiro en tus tierras excepto cuando me invitaras y tú vendrías a cazar conmigo allá en los marjales, siempre llenos de patos y otras aves. En toda la comarca no hay quien pueda impedirnos, si nosotros lo deseamos, hacer las paces. Nunca pensé que pudiera ambicionar otra cosa que odiarte, en toda mi vida, pero creo que yo también he cambiado de opinión sobre el particular en esta última media hora. Y me ofreciste tu petaca de vino... Ulrich von Gradwitz, seré tu amigo.

Durante un rato los dos hombres permanecieron en silencio, dando vueltas en la cabeza a las maravillosas transformaciones que llevaría consigo esta dramática reconciliación. Yacían en medio de aquel bosque frío y tenebroso, con el viento desgarrándose en rachas espasmódicas por entre las desnudas ramas y silbando en torno a los troncos de los árboles, esperando la ayuda que traería, ahora, rescate y socorro para ambos. Y cada uno de ellos musitaba una íntima oración para que fueran sus hombres los primeros en llegar, de modo que cada uno pudiera ser el primero en mostrar su deferente atención al enemigo que acababa de convertirse en amigo.

Al cabo, cuando el viento amainó por un momento, Ulrich rompió el silencio.

-Vamos a gritar pidiendo ayuda -dijo-. Con esta calma nuestras voces pueden llegar lejos.

-No irán muy lejos entre los troncos y la maleza -dijo Georg-, pero podemos intentarlo. A un tiempo, pues.

Ambos elevaron sus voces en un prolongado grito de caza.

-Otra vez a un tiempo -dijo Ulrich unos minutos más tarde, después de escuchar en vano a la espera de una voz de réplica.

-Creo que esta vez oigo algo -dijo Ulrich.

-Yo no oigo más que este inmundo viento -dijo Georg roncamente. Hubo un nuevo silencio de varios minutos y luego Ulrich emitió un grito de alegría.

-Alcanzo a ver unas formas que se acercan por el bosque. Van siguiendo el camino por el que descendí la ladera.

Los dos hombres alzaron sus voces con todas las fuerzas que fueron capaces de reunir.

-¡Nos oyen! Se han parado. Ahora nos ven. Bajan corriendo por la ladera hacia nosotros -exclamó Ulrich.

-¿Cuántos son? -preguntó Georg.

-No lo distingo bien -dijo Ulrich-. Nueve o diez.

-Entonces son los tuyos -dijo Georg-. Yo sólo tenía conmigo siete.

-Vienen a toda velocidad que les es posible, bravos muchachos -dijo Ulrich jubilosamente.

-¿Son tus hombres? -preguntó Georg-. ¿Son tus hombres? -repitió con impaciencia al no recibir respuesta de Ulrich.

-No -dijo Ulrich con una risotada, la risotada gárrula y estridente de un hombre desencajado a causa de un tremebundo pavor.

-¿Quiénes son? -preguntó Georg rápidamente, haciendo un esfuerzo por ver lo que el otro de buena gana hubiera deseado no haber visto.

-Lobos.

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