domingo, 5 de agosto de 2012

La Conjuración Sagrada - Georges Bataille



ACÉPHALE

La Conjuración Sagrada
(Georges Bataille)

Una nación ya vieja y corrompida que sacudiera con coraje el yugo de su gobierno monárquico para adoptar uno republicano, no podría sostenerse sino por medio de crímenes, porque está ya en el crimen, y si quisiera pasar del crimen a la virtud, es decir, de un estado violento a un estado apacible, caería en una inercia cuyo inmediato resultado sería la ruina certera.
Marqués de Sade

La que tenía rostro político, se desenmascarará, un día, como movimiento religioso.
Kierkegaard

Hoy solitarios, ustedes, que viven separados, serán algún día un pueblo. Los que se han designados a sí mismos formarán un día un pueblo designado, y de este pueblo nacerá la existencia que supera al hombre.
Nietzsche

Lo que hemos emprendido no debe ser confundido con ninguna otra cosa, no puede ser limitado a la expresión de un pensamiento, y todavía menos a lo que justamente es considerado como arte.

Es necesario producir y comer: muchas cosas son necesarias y no por ello son algo, y lo mismo ocurre con la agitación política.

¿Quién sueña, antes de haber luchado hasta el final, con dejar el lugar a los hombres que es imposible contemplar sin experimentar la necesidad de destruirlos? Pero si nada pudiera encontrarse más allá de la actividad política, la avidez humana solamente se enfrentaría con el vacío.

SOMOS FEROZMENTE RELIGIOSOS y, en la medida en que nuestra existencia es la condena de todo lo que hoy se reconoce, una exigencia interior reclama que seamos igualmente imperiosos.

Lo que emprendemos es una guerra.

Es tiempo de abandonar el mundo de los civilizados y su luz. Es demasiado tarde para pretender ser razonable e instruido, pues esto condujo a una vida sin atractivos. Secretamente o no, es necesario convertirnos en otros o dejar de ser.

El mundo al que hemos pertenecido no propone nada para amar más allá de cada insuficiencia individual: su existencia se limita a su comodidad. Un mundo que no puede ser amado hasta morir –de la misma manera que un hombre ama a una mujer- representa solamente el interés y la obligación hacia el trabajo. Si se compara con los mundos desaparecidos, es odioso y aparece como el más fallido de todos.

En los mundos desaparecidos fue posible perderse en el éxtasis, lo que es imposible en el mundo de la vulgaridad instruida. Las ventajas de la civilización son compensadas por la manera en que los hombres las aprovechan: los hombres actuales las aprovechan para convertirse en los más degradantes de todos los seres que han existido.

La vida tiene siempre lugar en un tumulto sin cohesión aparente, pero no encuentra su grandeza y su realidad más que en el éxtasis y en el amor extático. Quien se obstina en ignorar o en desconocer el éxtasis es un ser incompleto cuyo pensamiento se reduce ala análisis. La existencia no es solamente un vacío agitado, es una danza que obliga a bailar con fanatismo. El pensamiento que no tiene por objeto un fragmento muerto existe interiormente de la misma manera que las llamas.

Es preciso volverse lo bastante firme e inquebrantable como para que la existencia del mundo de la civilización parezca finalmente incierta. Es inútil responder a aquellos que pueden creer en la existencia de ese mundo y lo toman como pretexto: si hablan, es posible mirarlos sin escucharlos e, incluso cuando se los mira, no “ver” sino lo que existe lejos detrás de ellos. Es preciso rechazar el aburrimiento y vivir solamente de lo que fascina.

En ese camino sería vano agitarse y buscar atraer a aquellos que tienen  veleidades tales como pasar el tiempo, reír o convertirse individualmente en raros. Es preciso aventurarse en él sin mirar hacia atrás y sin tener en cuenta a aquellos que no tienen la fuerza para olvidar la realidad inmediata.

La vida humana está exedida por servir de cabeza y de razón al universo. En la medida en que se convierte en esa cabeza y en esa razón, en la medida en que se convierte en necesaria para el universo, acepta una servidumbre. Si no es libre, la existencia se convierte en vacía o neutra, y si es librees un juego. La Tierra, mientras engendraba solamente cataclismos, árboles o pájaros, era un universo libre: la fascinación de la libertad se empañó cuando la Tierra produjo un ser que exigía la necesidad como ley por encima del universo. El hombre siguió siendo sin embargo libre de no responder a ninguna necesidad: es libre de parecerse a todo lo que no es él mismo en el universo. Puede apartar el pensamiento de que él o Dios impide al resto de las cosas ser absurdas.

El hombre escapó de su cabeza como el condenado de la prisión.

Encontró más allá de sí mismo no a Dios, que es la prohibición del crimen, sino a un ser que ignora la prohibición. Más allá de lo que soy, reencuentro un ser que me hace reír porque no tiene cabeza, que me llena de angustia porque está hecho de inocencia y de crimen: tiene un arma de hierro en su mano izquierda, llamas que parecen un corazón de sacrificio en su mano derecha. Reúne en una misma erupción el Nacimiento y la Muerte. No es un hombre. Tampoco es un dios. No es yo, pero es más yo que yo: su vientre es el dédalo en el que se perdió a sí mismo, en el que me pierdo con él y en el cual me vuelvo a encontrar siendo él, es decir, monstruo.

Lo que pienso y lo que imagino no lo pensé ni lo imaginé solo. Escribo en una pequeña casa fría de un pueblo de pescadores, y un perro acaba de aullar en la noche. Mi habitación está cerca de la cocina donde André Masson se mueve felizmente, y canta: en el mismo momento en el que estoy escribiendo, caba de poner en el fonógrafo el disco de la obertura de Don Juan: Más que cualquier otra cosa, la obertura de Don Juan vincula lo que me tocó en suerte de la existencia con un desafío que me abre al arrebato fuera de mí. En ese instante incluso contemplo a ese ser acéfalo, el intruso compuesto por dos intenciones, igualmente desbocadas, convertirse en la “Tumba de Don Juan”. Cuando hace unos días estaba con Masson en esta cocina, sentado con un vaso de vino en la mano, mientras que él, imaginándose de repente su propia muerte y la muerte de los suyos, con los ojos fijos, sufriendo, casi gritaba que era preciso que la muerte se convirtiera en una muerte afectuosa y pasionada, gritaba su odio hacia un mundo que impone, hasta sobre la muerte, su pata de empleado, yo no podía dudar de que la suerte y el tumulto infinito de la vida humana estuvieran abiertos para aquellos que no podían ya existir como ojos reventados, sino como videntes arrebatados por un sueño estremecedor que no puede pertenecerles.

Tossa, 29 de abril de 1936

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