sábado, 14 de abril de 2012

humberto giannini en la belleza de pensar 1/6

Máximo Gorki - Cuentos


EL KHAN Y SU HIJO

Por aquel tiempo reinaba en Crimea el khan Masolaima al-Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla...»

De este modo comenzó a relatar una leyenda antigua -rica en recuerdos como las que suelen transmitirse en aquella península- un tártaro pobre y ciego, que se apoyaba en el pardo tronco de un árbol. Algunos tártaros -con túnicas de color claro y gorras bordadas de oro- estaban sentados en torno al mendigo sobre las blancas piedras, últimos restos del palacio del khan, destruido por el tiempo. El sol iba, lentamente, hacia su ocaso, sus purpúreos rayos despedían chispas de oro a través del follaje que circundaba las ruinas sobre las piedras cubiertas de hiedra y musgo. Susurraba suavemente la brisa entre las sombras de los viejos plátanos, como si recorriesen el aire unos susurrantes arroyos.

La voz del mendigo era apagada y temblorosa. Su faz parecía de piedra y las pupilas de sus inmóviles ojos nada expresaban; su serena inmovilidad armonizaba muy bien con el semblante marmóreo. Una tras otras se iban deslizando las palabras refiriendo hechos, aprendidos de memoria probablemente, al atento auditorio, y rememorando el panorama conmovedor de tiempos ya idos.

«El khan era anciano, pero en su harén tenía numerosas mujeres que lo amaban por su vigor y sus caricias cariñosas y dulces, aunque apasionadas. Las mujeres aman siempre al hombre que es cariñoso, a pesar de que tenga el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas. La belleza está en la fuerza y en la nobleza; no en una tez lozana, ni en el sonrosado color de las mejillas -siguió diciendo el ciego.

Todas las mujeres del harén amaban al anciano khan; él, a su vez, las quería a todas, pero, en especial, amaba a una prisionera, hija de un cosaco de las estepas del Dniéper. En el harén había más de trescientas mujeres de diferentes países; todas eran bellas como las flores en primavera; todas consentidas y mimadas. Por orden del khan les solían preparar manjares exquisitos en extraordinaria abundancia y les estaba permitido tocar toda una serie de instrumentos musicales y entregarse al voluptuoso placer de la danza.

El khan, sin embargo, prodigaba más caricias a la prisionera, a la hija del cosaco, su favorita, y con frecuencia solía llevarla a una torre desde cuyos ventanales se dominaba la inmensidad del mar y se podían admirar pintorescos montes y valles. Allí servían de un modo espléndido a la hija del cosaco, dedicándole los máximos cuidados; la colmaban de las mayores delicadezas, la alimentaban con sumo refinamiento y la obsequiaban con bordados de oro, ricas telas, piedras preciosas, aves exóticas y desconocidas, y buena música. Y el khan le prodigaba dulces caricias de enamorado.

Días enteros dedicaba el khan a la joven, descansando en la torre de las agotadoras tareas de la vida, y seguro, además, de que su hijo no comprometería el honor del reino. Algalla recorría como un lobo hambriento las estepas rusas y volvía de éstas trayendo siempre un rico botín y hermosas mujeres. Retornaba glorioso, dejando tras de sí, como prueba de su valor y de su fuerza, cadáveres ensangrentados y pueblos enteros destruidos totalmente.

Una vez, al regresar el hijo del khan de una de sus hazañas, se dispusieron grandes fiestas en su honor. Invitaron a todos los príncipes tártaros y organizaron diversos juegos. Con el fin de demostrar la habilidad en el manejo de las armas, se dispararon flechas a los ojos de los prisioneros. Bebieron mucho por la gloria del valeroso Algalla, terror de los enemigos y defensor del reino. El anciano khan sentíase orgulloso de su hijo. Se deleitaba al verlo tan valiente y al tener la certeza de que, cuando él abandonase el mundo, dejaría a su pueblo en manos seguras.

Complacido y deseando probar a su hijo el afecto que le tenía, cuando estaban en pleno banquete y delante de todos los invitados, alzó la copa y dijo:

-Algalla, eres un buen hijo. ¡Gloria a Alá y bendito sea el nombre de su profeta!

Todos los reunidos, haciendo un estentóreo eco con sus voces, glorificaron el nombre del profeta.

El anciano khan prosiguió:

-Alá es grande. Ha hecho renacer mi juventud en la persona de mi hijo, estando yo aún con vida. Mis ojos de anciano advierten que cuando el sol deje de alumbrar para mí y los gusanos devoren mi corazón, mi vida se prolongará en mi hijo... ¡Alá es grande y Mahoma es su profeta...! Tengo un buen hijo; su mano es segura, valeroso su corazón y grande su inteligencia. Algalla, ¿qué quieres que te regale tu padre? Pídeme lo que quieras y te lo concederé.

Tolaik Algalla se levantó y antes de que se hubiese desvanecido el eco de la voz del anciano, avanzó hacia él -con los ojos fosforescentes como el mar en mitad de la noche y brillantes como los de un águila de las montañas- manifestando:

-Padre y soberano: entrégame la prisionera rusa.

Por un breve instante, el khan guardó silencio. Fue para reprimir el estremecimiento de su corazón. Luego respondió en voz alta y firme:

-Cuando acabe el banquete, será tuya.

El semblante de Algalla se encendió y sus ojos de águila brillaron a causa de la inmensa alegría. Se irguió y dijo al khan:

-Padre, comprendo el valor del obsequio que me has hecho. Lo comprendo perfectamente. Soy tu esclavo; ten mi sangre gota a gota y minuto a minuto. Estoy decidido a morir veinte veces por ti.

-No deseo nada -repuso el anciano, inclinando sobre el pecho su blanca cabeza, coronada por tantos años de victoriosas luchas.

Concluido el banquete, padre e hijo salieron juntos y silenciosos del palacio, y se encaminaron al harén.

La noche era oscura; no se veía la luna ni las estrellas por entre las nubes que cubrían el cielo a manera de ancho tapiz.

El khan y su hijo anduvieron durante un largo rato en silencio y rodeados de la más sombría oscuridad. De repente, el khan rompió el silencio, diciendo:

-Día a día se va extinguiendo mi vida. Cada vez late mi corazón más débilmente y el ardor de mi pecho disminuye poco a poco. El único calor, el único consuelo de mi vida, son las apasionadas caricias de esta mujer. Tolaik, coge cien de mis mujeres, cógelas todas si quieres, pero déjame a la prisionera rusa. ¿Te es verdaderamente indispensable? Dímelo en verdad, hijo mío.

Algalla guardó silencio y lanzó un suspiro.

-¿Qué tiempo de vida me queda? Acaso estén contados los días que he de permanecer en la tierra. Y esa mujer, esa mujer que me conoce, que me ama y que alegra el crepúsculo de mi vida, es el último placer, el último goce de mi vida. Si ella me falta, ¿quién me amará? ¿Qué mujer dará su amor a este pobre viejo? De todas mis mujeres, ninguna desde luego, ¡Algalla!

El hijo de khan continuaba callado.

-¿Cómo podré vivir sabiendo que tú la abrazas? Tolaik, las barreras de la sangre desaparecen ante la mujer; no hay padre, ni hijo, todos sólo somos hombres, hijo mío. Mis últimos días serán muy amargos. Mejor hubiera sido que se abrieran todas mis antiguas heridas, convirtiendo mi cuerpo en una úlcera; que se hubieran enconado, que sangrasen... Sí; mejor hubiera sido todo esto, Tolaik, que sobrevivir esta noche tan horrible para mí...

Tampoco ahora quebró el silencio Algalla. El khan y su hijo llegaron a las puertas del harén. Se detuvieron y permanecieron allí, los dos silenciosos, y con la cabeza inclinada sobre el pecho, durante gran rato. En torno a ellos giraban las espesas sombras de la noche. Sobre sus cabezas cruzaban las nubes por el espacio, y el viento, al azotar las hojas de los árboles, hacía llegar a sus oídos el eco triste de lúgubres canciones.

-Padre, hace ya mucho que la amo -dijo Algalla en voz muy baja.

-Lo sé; mas ella no te ama a ti -respondió el khan.

-Al pensar en ella, se desgarra mi corazón.

-¿Sabes el dolor que tengo en este momento?

De nuevo guardaron silencio ambos. El hijo del khan suspiró.

-Es indudable que el sabio sacerdote ha dicho la verdad; la mujer es siempre perjudicial para el hombre. Si es hermosa, el marido padece los celos del tormento, porque despierta el deseo en los demás hombres; si es fea su esposo sufre al ver la belleza de otras mujeres, y si no es hermosa ni fea, el hombre la embellece con su ilusión. Cuando ésta se desvanece y el hombre comprende que ha vivido engañado, padece por la decepción y por la falta de hermosura de su mujer -dijo por último, Algalla.

-La sabiduría no es un remedio para las penas del alma -balbuceó el khan.

-En tal caso, compadezcámonos uno del otro, padre -respondió Algalla.

El khan levantó la cabeza y miró a su hijo con triste expresión.

-Matémosla -propuso Algalla.

-Te estimas más que a ella o a mí -dijo el anciano serenamente y con aire reflexivo.

Y añadió después:

-No obstante, la amas también.

Se produjo un nuevo silencio.

-Sí, sí, también la amas tú -exclamó el khan, que, por su dolor, parecía haberse convertido en un niño.

-Entonces, ¿qué, la mataremos?

-No te la puedo entregar; me resulta imposible -exclamó el khan.

-Y yo no puedo sufrir más; dámela o arráncame el corazón.

El anciano guardó silencio.

-Arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -propuso otra vez Algalla.

-Arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -repitió el khan como si fuese el eco de su hijo.

Penetraron en el harén, pasaron a la estancia donde dormía la prisionera rusa, tendida sobre un precioso tapiz. Se detuvieron ante la mujer y estuvieron largo rato contemplándola.

Por las mejillas del anciano khan resbalaron gruesas lágrimas que, al deslizarse por la barba plateada brillaron como perlas, mas su hijo, tembloroso a causa de la pasión reprimida, rechinando los dientes y con los ojos despidiendo fulgores despertó con brusquedad a la prisionera. Los ojos de la joven se entreabrieron como dos lirios azules en su sereno semblante rosado. No advirtió la presencia de Algalla, extendió sus brazos hacia el khan, le ofreció sus labios rojos como la flor de un granado y le dijo con suave acento:

-Abrázame, vieja águila.

-Prepárate; tienes que acompañarnos -dijo el anciano en voz baja.

Entonces descubrió la muchacha la presencia del hijo del khan y vio que su vieja águila tenía los ojos humedecidos. Como era inteligente y sagaz, lo comprendió todo.

-Ahora voy; ahora voy. Han decidido que ni de uno ni de otro, ¿no es así? Ésta es la única decisión de los hombres que tienen un corazón firme. Ahora voy -dijo.

Los tres se dirigieron en silencio hacia el mar, por unas estrechas veredas. El viento soplaba con furia.

La joven era delicada y no tardó en cansarse; sin embargo, altanera y orgullosa, no se quejó. El hijo del khan advirtió que la muchacha se iba quedando rezagada y le preguntó con delicado acento:

-¿Tienes miedo?

Los ojos de la prisionera centellearon; miró con desprecio al hijo del khan y, sin decirle ni una palabra, le mostró sus pies ensangrentados.

-Te llevaré -dijo Algalla tendiéndole los brazos.

La muchacha, empero, se abrazó al cuello de su águila. El anciano khan la tomó en sus brazos como si se tratase de una pluma y siguió camino adelante, en tanto que la prisionera apartaba, con gran cuidado, las ramas que hubieran podido molestarle, arañarle el rostro o herirle los ojos. Algalla los seguía por la estrecha senda. Al observar la solicitud de la joven, dijo al khan:

-Déjame ir delante, porque siento deseos de atravesarte con mi puñal.

-Pasa, Algalla. Alá te castigará o te perdonará por esto según sea su voluntad. Yo que soy tu padre, te perdono, pues sé lo que es el amor.

Llegaron al monte; a sus pies se extendía el mar, negro, profundo, inmenso. Las olas entonaban lúgubres cánticos cuando se estrellaban, deshaciéndose, contra las rocas. Aquella escena aterrorizaba el corazón y helaba las entrañas.

-Adiós -dijo el khan, abrazando a la joven.

-Adiós -dijo también Algalla, inclinándose ante ella.

La prisionera contempló un momento el mar, donde las olas cantaban lúgubremente y, retrocediendo, cruzó las manos sobre el pecho y exclamó:

-Échenme al fondo.

El hijo del khan lanzó un profundo gemido y le tendió los brazos, pero el viejo cogió a la muchacha entre los suyos y la abrazó, estrechándola con fuerza contra su pecho. Luego, levantándola por encima de su cabeza, la arrojó desde lo alto de las rocas a las profundidades del mar.

Las olas bramaron de un modo tan salvaje y fúnebre que ninguno de ellos percibió el ruido del cuerpo de la prisionera al caer al agua.

No se oyó ni un grito ni un quejido, ni siquiera un suspiro. El khan se inclinó sobre las rocas y, silencioso, miró hacia el horizonte a través de las tinieblas; en ese punto el mar se confundió con las nubes; las olas chocaban unas contra otras, impulsadas por las ráfagas del viento que también azotaban las barbas del anciano. Algalla, de pie al lado de su padre, ocultaba su rostro entre las manos, silencioso e inmóvil como una estatua.

De este modo permanecieron dos horas. En el espacio seguían cruzando las nubes arrastradas por el viento; eran tan sombrías y lúgubres como los pensamientos del viejo khan, que se encontraba sobre aquella roca que dominaba el mar.

-Vámonos, padre -se atrevió a decir Algalla.

-Aguarda -balbució el khan, que parecía oír algo.

Volvió a pasar mucho tiempo. Las olas seguían bramando y el viento ululaba por entre las rocas y los troncos huecos de los árboles.

-Vamos, padre.

-Aguarda un poco.

Tolaik Algalla repitió varias veces estas dos palabras.

El anciano khan, inmóvil, seguía en el sitio donde acababa de perder la última dicha de su vida. Por último, se puso en pie altivo y frunció el ceño y exclamó:

-Vámonos.

Padre e hijo emprendieron el camino de regreso. Pero, a los pocos pasos, el khan se detuvo y dijo:

-Pero, ¿a qué volver? ¿Adónde ir ahora? ¿Cómo viviré a partir de este momento si esa mujer constituía mi vida? Soy viejo; ninguna mujer me amará ya. El hombre que no es amado, no tiene ningún fin en esta vida.

-Padre, tienes gloria; dispones de riquezas.

-¡Por uno de sus besos lo hubiese dado todo! ¡La gloria y las riquezas! ¡Nada hay en el mundo como el amor de una mujer! ¡El hombre que no tiene el amor de una mujer está muerto; es un mendigo que arrastra una vida triste y mísera! ¡Adiós, Tolaik! ¡Que Alá te bendiga! ¡Que su bendición te acompañe durante toda tu vida!

El anciano khan se volvió en dirección al mar.

-¡Padre! ¡Padre! -exclamó Algalla.

No pudo decirle nada más, pues nada se le puede decir a quien la muerte sonríe.

-¡Déjame!

-Pero Alá...

-Ya lo sabe.

El khan corrió hacia el borde de la roca y se lanzó al abismo. Algalla no lo pudo detener; no tuvo tiempo. Tampoco esta vez se oyó nada; ni un grito, ni un quejido, ni siquiera un suspiro, ni el ruido del cuerpo al caer al agua.

Las olas seguían bramando con fúnebre entonación y el viento seguía entonando sus cánticos salvajes. El hijo del khan permaneció mucho rato mirando al mar. Luego exclamó en voz alta:

-¡Oh, Alá, dame un corazón tan grande y tan firme como el de mi padre!

Algalla se alejó envuelto en las espesas sombras de la noche...»

De este modo murió Masolaima-el-Asvab, khan de Crimea, dejando como heredero a su hijo Tolaik Algalla...


LA MADRE DEL MONSTRUO

Día tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila resplandeciente del sol.

El mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso como el cielo... Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.

El horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de Nápoles.

El pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de firmamento sombrío.

El silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.

Entre los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso. Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.

Anda con la cabeza agachada, haciendo calceta; el acero de las agujas brilla entre sus dedos. El ovillo de lana está oculto en una de sus faltriqueras, pero se diría que el hilo rojo sale de su pecho. El camino es sinuoso y los pedruscos crujen y resbalan a su paso. Sin embargo, la vieja sigue bajando con la misma seguridad que si sus pies viesen el sendero.

He aquí la historia de esta mujer.

Poco después de su matrimonio con un pescador, su marido salió un día a la faena y no regresó. La mujer estaba grávida.

Apenas nació el niño, ella procuró mantenerlo siempre oculto de la gente. Nunca la vieron con él en la calle, al sol, para glorificarse con su hijo, como suelen hacer todas las madres; antes al contrario, lo tenía envuelto en harapos, en un rincón de su choza.

Durante mucho tiempo ningún vecino pudo ver del niño más que la cabezota y los inmensos ojos inmóviles en la cara amarillenta. Advirtieron asimismo que la madre, que antaño había luchado a brazo partido contra la miseria, llena de alegría, infatigablemente, que sabía comunicar valor a los demás, se mostraba ahora taciturna y parecía estar siempre meditando, con el ceño fruncido, como si contemplase el mundo a través de un velo de dolor, con mirada extraña e interrogadora.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que todos se enterasen de su desgracia. El niño había nacido contrahecho, y esa era la causa de la pesadumbre de la madre y el motivo de que lo ocultase de la gente.

Entonces los vecinos, condolidos, le dijeron que comprendían el dolor de una madre que da a luz a un hijo anormal, pero que nadie, salvo la Madona, sabía si aquella prueba era un castigo, y que el niño, de todos modos, no debía ser privado de la luz del sol.

Ella prestaba oídos a la gente y les mostraba a su hijo. Tenía éste unas piernas y unos bracitos en extremo cortos, como aletas de pez; la cabeza, hinchada como una bola, se sostenía a duras penas sobre el cuello delgaducho y endeble; el rostro estaba todo surcado de arrugas; tenía los ojos turbios y la boca hendida por una sonrisa inexpresiva.

Al mirarlo, las mujeres lloraban y los hombre se retiraban mohínos, con una mueca de desdén. La madre del monstruo se sentaba en el suelo, y ora bajaba la cabeza, ora la levantaba y miraba a todos, como preguntando algo que nadie podía comprender.

Los vecinos construyeron para el engendro una caja semejante a un ataúd; lo llenaron de vellones de lana, colocaron en ella al pequeño monstruo y los pusieron en un rincón del patio. Tenían la esperanza de que el sol, hacedor de milagros, haría uno más.

Pero fue transcurriendo el tiempo y el monstruo seguía siéndolo: una cabezota enorme, un largo tronco y unos atrofiados muñones. Únicamente su sonrisa iba adquiriendo una expresión más y más definida de insaciable glotonería. En la boca surgieron dos hileras de agudos dientes, y los cortos y deformes brazos se adiestraron en coger los trozos de pan y llevarlos, sin equivocarse nunca, a la ávida bocaza.

Era mudo, pero cuando alguien comía cerca o cuando olía alimento, abría el hocico y empezaba a dar unos mugidos roncos y a menear como un loco la cabezota, mientras el blanco mate de los ojos se le cubría de venillas sanguinolentas.

Comía mucho, cada día más; su mugido se hizo persistente. La madre trabajaba sin cesar, pero su ganancia era exigua y a veces nula. No se quejaba de su suerte, y si aceptaba alguna ayuda, era de mala gana y sin despegar los labios. Cuando estaba fuera, los vecinos, cansados del constante mugir del monstruo, corrían a meterle en la boca mendrugos, frutas, legumbres y cuanto comestible tenían a mano.

-¡Te va a comer viva! -decían a la madre-. ¿Por qué no lo llevas a un asilo?

-No quiero oír hablar de eso -contestaba la pobre mujer-. Soy su madre. Yo lo traje al mundo y yo he de ganar el sustento para él.

Como aún era hermosa, más de uno quiso hacerse amar por la desdichada, pero no obtuvo el menor éxito. A uno, precisamente a aquel hacia quien se sentía más inclinada, le dijo un día:

-No puedo ser tu esposa. Tengo miedo de engendrar otro monstruo. Tú mismo te avergonzarías. ¡No, vete!

El hombre insistió, recordándole que la Madona hacía justicia a las madres y las consideraba como hermanas suyas. Pero ella exclamó:

-¡Ay! No sé de qué puedo ser culpable, pero se me castiga con crueldad.

El pretendiente suplicó, lloró, se enfureció; pero la mujer no cedió.

-Me da miedo -decía-. He perdido la fe en mi destino...

El hombre se marchó muy lejos, y no regresó nunca.

Durante muchos años, la pobre madre estuvo llenando aquella boca sin fondo que engullía sin cesar. El monstruo comía todo el fruto del trabajo materno, la sangre, la vida de la desgraciada mujer. La cabeza, cada vez más desarrollada, era horrible. Semejaba un globo a punto de desprenderse del atrofiado cuello para elevarse por el aire, tras haber topado contra las esquinas de las casas.

Todos los que pasaban por la calle y miraban hacia el patio, se detenían estupefactos, estremecidos, sin atinar a comprender qué era aquello. La caja estaba adosada a un muro por el que se enredaba una parra, y de su interior surgía la cabeza del monstruo.

El amarillento rostro estaba surcado de arrugas; los pómulos eran salientes; los ojos mates, desencajados, casi salían de las órbitas.

Aquella horrenda imagen se quedaba fija largo tiempo en la memoria. La gran nariz, achatada, vibraba y se estremecía; los labios, al moverse, dejaban al descubierto unos dientes carniceros, y a cada lado del globo surgían dos desmesuradas orejas que parecían tener vida propia e independiente... Aquel horripilante mascarón estaba rematado por un manojo de pelos negros y rizados como los de un africano.

Casi siempre se le veía con un pedazo de cualquier cosa comestible en la mano diminuta y breve como la patita de una lagartija.

Entonces inclinaba la cabeza y mascaba con gran ruido, sorbiéndose los mocos, y los ojos se le movían hasta fundirse en una mancha turbia y sin fondo sobre la pálida faz, cuyas contracciones semejaban las de la agonía. Cuando tenía hambre, alargaba el cuello y abría la boca enrojecida, de la que salía una delgada lengua de víbora para mugir con acento imperativo.

La gente se marchaba santiguándose y musitando una oración.

Aquello les recordaba todos los dolores y desgracias que les había deparado la vida.

Un herrero, hombre viejo y de carácter melancólico, repetía a menudo:

-Cuando veo esa bocaza que se lo traga todo, se me ocurre que mi fuerza ha sido también devorada por algo, no sé qué, pero que se le parece mucho. Y pienso que todos nosotros vivimos y morimos para mantener parásitos.

Aquella cara enmudecida suscitaba en todas las conciencias ideas tristes y sentimientos de espanto.

La madre escuchaba los comentarios de sus vecinos sin despegar los labios. Sus cabellos encanecieron prematuramente y las arrugas se fueron extendiendo por su rostro. Hacía ya tiempo que había perdido el hábito de reír. No ignoraban los vecinos que la infeliz se pasaba las noches enteras a la puerta de su casa mirando al cielo, como si esperase que de allí pudiera llegar el socorro. Y se decían unos a otros, encogiéndose de hombros:

-¿Qué debe estar esperando?

Terminaron por aconsejarle:

-¡Llévalo a la plaza, junto a la iglesia! Por allí pasan los extranjeros y le echarán limosna.

-Sería horrible que lo vieran los extranjeros -contestó la madre, horrorizada-. ¿Qué pensarían de nosotros?

-La desgracia existe en todos los países -le contestaron-, cosa que nadie ignora.

La madre negó con un movimiento de cabeza.

Cierto día, ocurrió que unos extranjeros visitaban el pueblo y lo husmeaban todo, entraron en el patio y se fijaron en el monstruo, que estaba metido en su caja. La madre fue testigo de sus gestos de repugnancia y comprendió que hablaban con repulsión de su hijo. Pero lo que más la sorprendió fueron ciertas palabras pronunciadas con acento de desprecio y animosidad y, también, de triunfo.

La desgraciada mujer conservó en la memoria el sonido de aquellas palabras extranjeras, que repetía insistentemente y en las que su corazón de italiana y de madre adivinaba un significado insultante. Aquel mismo día fue a casa de un adivino conocido suyo y le preguntó qué significaban las palabras que había oído.

-Convendría saber quién las ha pronunciado -contestó el hombre, frunciendo el ceño-. Pues significan: "Italia muere antes que las demás naciones italianas". ¿Quién forja semejantes mentiras?

La pobre mujer se marchó silenciosa.

Al día siguiente, a consecuencia de un hartazgo, su hijo murió entre convulsiones.

La madre se sentó en el patio, junto a la caja, con las manos cruzadas sobre aquella cabeza inerte. Permanecía quieta, inmóvil, y parecía más que nunca esperar algo. Fijaba la mirada interrogante en cada uno de los que desfilaban ante el cadáver.

Todos guardaron silencio. Nadie le preguntó nada, aunque muchos se sentían inclinados a felicitarla por haberse liberado de aquella esclavitud, o tal vez hubieran deseado consolarla por haber perdido al que, después de todo, era su hijo. Pero nadie despegó los labios. Hay momentos en que todos comprenden que ciertas cosas no pueden expresarse sin que parezcan reticencias.

Mucho tiempo después de la muerte del monstruo, la madre seguía mirando a la gente a la cara, como si preguntase no se sabe qué. Pero luego, poco a poco, pareció ir olvidándolo todo...

Fontaine: Sobre Dostoievski

Rodríguez: Lecturas de Garcilaso, Góngora, Quevedo, Dante

Juan Bosch - Cuentos



LOS AMOS

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.

-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.

Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.

-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.

-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.

Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.

-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.

Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.

-Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.

Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.

Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.

Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.

-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.

-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder.

El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.

-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.

 Don Pío caminó arriba.

-¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.

-Arrímese pa aquel lao y la verá.

Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.

-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó decir a don Pío.

-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.

-¿La calentura?

-Unjú, me ta subiendo.

-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.

Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito...

-¿Va a traérmela? -insistió la voz.

Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.

-¿Va a buscármela, Cristino?

Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.

Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.

-Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me pase el frío.

-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro.

Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.

-Si: ya voy, don -dijo.

-Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la galería don Pío.

Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.

-¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.

El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.

-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino.

Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.

-Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale tratarlos bien.

Ella asintió con la mirada.

-Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.


LA MUJER

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.

La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.

A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto".

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.

-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!

-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.

-¿Que no? ¡Ahora verás!

Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.

Le dijo después que se marchara con su hijo:

-¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.

Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.

-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.

La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.


LA MANCHA INDELEBLE

Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra experiencia.

La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal vez de cuatro.

Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía medirse en términos humanos.

-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.

-¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.

-Claro -¿Cuál va a ser?

A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes, que se cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar que cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor sonido.

Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté.

-¿Y cómo me la quito?

-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la quijada; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.

Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.

-¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.

Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor importancia a lo que decía.

Al fin logré hablar.

-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como así. Deme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar?

La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona.

-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.

-¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? -pregunté.

Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta.

El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un niño perdido en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente.

Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento.

-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.

No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la que todavía no ha cerrado.

En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez pensaron que había robado o había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco.

Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y veía en todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro:

-Ese fue el que huyó después que estaba...

Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia que un poco de la bebida se me derramó en la camisa.

Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos sombríos:

-Después que ya estaba inscrito.

El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo sentiré ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.

Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado jabón, cepillo y un producto químico especial que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por borrarla se destaca más

Nicolai Gogol - Cuento



LA TERRIBLE VENGANZA

En el oscuro sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas. El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias ortodoxas.

El brujo tiene aspecto sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel.

Estaba huraño y cabizbajo el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!

En lo alto del muro hay una angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se apiade de su padre... Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle al Dnieper! Se ve un bote... Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con angustia su monótono retumbar.

De pronto alguien aparece en el camino: ¡Es un cosaco! Y el preso suspira dolorosamente. De nuevo todo está desierto... Al rato ve que alguien baja a lo lejos... El viento agita su manto verde, una cofia dorada arde en su cabeza... ¡Es ella!

Él se aprieta aún más contra los barrotes de la ventana. Ella, entretanto, ya se acerca...

-Katerina, hija mía, ¡ten piedad! ¡Dame una limosna!

Ella permanece muda, no quiere escucharlo. Tampoco levanta sus ojos hacia la prisión, ya pasa de largo, ya no se la ve. El mundo está vacío; el Dnieper sigue con su melancólica canción y la tristeza vacía el alma. Pero, ¿conocerá el brujo la tristeza?

El día está por terminar. Ya se puso el sol, ya ni se lo ve. Ya llega la noche: está refrescando. En alguna parte muge un buey, llegan voces. Seguramente es la gente que vuelve de sus faenas y está alegre; sobre el Dnieper se ve un bote... Pero, ¿quién se acordará del preso? Brilla en el cielo el cuerpo de plata de la luna nueva. Alguien viene del lado opuesto del camino pero es difícil distinguir las cosas en la penumbra..., ¡pero sí!... Es Katerina que está volviendo.

-¡Hija, por el amor de Cristo! Ni los feroces lobeznos despedazan a su madre. ¡Hija mía!..., ¡mira al menos a este criminal padre tuyo!

Ella no lo escucha y sigue su camino.

-¡Hija!... ¡En el nombre de tu desdichada madre!

Ella se detuvo.

-¡Ven, ven a escuchar mis últimas palabras!

-¿Para qué me llamas, apóstata? ¡No me llames hija! Ningún parentesco puede existir entre nosotros. ¿Qué pretendes de mí en nombre de mi desdichada madre?

-¡Katerina! Se acerca mi fin. Sé que tu marido me atará a la cola de una yegua y luego la hará galopar por el campo... ¡Y quién sabe si no elegirá una ejecución más terrible!

-¿Acaso hay en el mundo una pena que se iguale a tus pecados? Espérala, nadie intercederá por ti.

-¡Hija! No temo el castigo, más temo los suplicios en el otro mundo... Tú eres inocente, Katerina, tu alma volará al paraíso, al reino de Dios. Mientras, el alma de tu sacrílego padre arderá en el fuego eterno, un fuego que nunca se apagará. Arderá cada vez más fuerte; ni una gota de rocío caerá sobre mí, ni soplará la más leve brisa...

-No está en mi poder aplacar aquel castigo -dijo Katerina, volviendo la cabeza.

-¡Katerina! ¡Una palabra más, tú puedes salvar mi alma!. Tú no te imaginas qué bueno y misericordioso es Dios. Habrás oído la historia del apóstol Pablo, un gran pecador que luego se arrepintió y se convirtió en un santo.

-¿Qué puedo hacer yo para salvarte? -respondió Katerina-. ¿Acaso yo, una débil mujer, puede pensar en ello?

-Si pudiese salir de aquí, renunciaría a todo y me arrepentiría. Confesaría mis pecados, me iría a una cueva, aplicaría ásperos cilicios sobre mi cuerpo y, día y noche, rogaría a Dios. No sólo no comería carne, ¡ni siquiera pescado comería! No cubriría con ningún manto la tierra sobre la que me echara a dormir. ¡Y rezaría, rezaría sin descanso! Y si después de todo esto la bondad divina no me perdona aunque sólo sea la décima parte de mis pecados, me enterraría hasta el cuello en la tierra y me amuraría dentro de una muralla de piedra. No tomaría alimento, no bebería agua. Dejaría todos mis bienes a los monjes para que durante cuarenta días con sus noches rezaran por mí...

Katerina se quedó pensativa.

-Aunque yo abriese la puerta -dijo-, no podría quitarte las cadenas...

-No son las cadenas lo que yo temo -dijo él-. ¿Crees que han encadenado mis manos y mis pies? No. Yo eché bruma en sus ojos y en lugar de mis brazos les tendí madera seca. ¡Mírame!... Ninguna cadena hay sobre mis huesos -añadió, surgiendo entre las sombras del sótano-. Tampoco temería estos muros y pasaría a través de ellos, pero tu marido no se imagina qué muros son éstos: los construyó un santo ermitaño y ninguna fuerza impura puede hacer salir a un prisionero, pues la puerta tiene que abrirse con la misma llave con que el santo cerraba su celda. ¡Una celda así cavaré para mí, pecador, el mayor de los pecadores!

-Escucha... yo te pondré en libertad, pero ¿y si me estás engañando? -dijo Katerina, deteniéndose junto a la puerta-. ¿Y si en lugar de arrepentirte sigues hermanado con el diablo?

-No, Katerina, ya me queda poca vida. Ya, aunque no fuera a ser ejecutado, mi fin estaría cerca. ¿Es posible que me creas capaz de exponerme al castigo eterno? -sonaron los candados-. ¡Adiós! ¡Que Dios todo misericordioso te ampare, hija mía! -dijo el hechicero, besándola en la frente.

-¡No me toques, horrendo pecador! ¡Vete, pronto! -decía Katerina.

Pero él ya había desaparecido.

-Lo he puesto en libertad -se dijo ella, asustada y mirando con ojos enloquecidos las paredes-. ¿Qué le diré a mi marido? Estoy perdida. Lo único que me queda es enterrarme viva -y sollozando se dejó caer en el tronco que servía de silla al prisionero-. Pero salvé un alma -dijo ella, quedamente-, hice una obra grata a Dios; ¿y mi marido?... Es la primera vez que lo engaño. ¡Oh, qué horrible! ¿Cómo podré guardar mi mentira? Alguien viene. ¡Y es él, mi marido! !Es él, mi marido! -gritó desesperadamente, y cayó a tierra desvanecida.



-Soy yo, mi niña. ¡Soy yo, mi corazón! -oyó decir Katerina, recobrándose y viendo ante sí a la vieja sirvienta. La mujer, inclinada sobre ella, parecía susurrar ciertas palabras y con su seca mano la salpicaba con gotas de agua fría.

-¿Dónde estoy? -decía Katerina, incorporándose a medias y mirando a su alrededor-. Ante mí se agita el Dnieper, y detrás de mí se alzan las montañas. ¿Adónde me has traído, mujer?

-Te he sacado en brazos de aquel sótano sofocante y luego cerré la puerta con la llave para que el amo Danilo no te castigue.

-¿Y dónde está la llave? -dijo Katerina, mirando su cinturón-. No la veo.

-La desanudó tu marido, hija mía, para ir a ver al brujo.

-¿Para verlo?... ¡Ay, mujer, estoy perdida! -exclamó Katerina.

-Dios nos libre de eso, mi niña. Tú debes permanecer callada, mi niña, nadie sabrá nada.



-¿Has oído, Katerina? -exclamó Danilo, acercándose a su mujer. Sus ojos llameaban, mientras el sable, tintineando, se balanceaba en su cinturón. La mujer quedó muerta de espanto-. ¡Él se escapó, el maldito Anticristo!

-¿Acaso alguien lo ha dejado huir, amado mío? -dijo ella, temblando.

-Seguramente lo dejaron salir, pero fue el diablo. Mira, en su lugar hay un tronco encadenado. ¡Por qué habrá hecho Dios que el diablo no tema las garras cosacas! Si sólo se me cruzara por la cabeza la idea de que alguno de mis muchachos me ha traicionado, y, si llegara a saber... ¡Ah!, no encontraría un castigo digno de su culpa...

-¿Y si hubiera sido yo? -dijo involuntariamente Katerina, pero enseguida se calló.

-Si tal cosa fuese verdad, no serías mi esposa. Te cosería dentro de una bolsa y te arrojaría al Dnieper.

Katerina se sintió desvanecer, le pareció que sus cabellos se separaban de su cabeza.



En la taberna del camino fronterizo se juntaron los polacos y hace dos días están de gran juerga. Hay bastante de toda esta chusma. Se habrán juntado probablemente para una incursión; algunos de ellos hasta llevan mosquete. Se oyen sonar las espuelas y tintinear los sables. Los nobles polacos beben, gritan y se vanaglorian de sus extraordinarias hazañas, se burlan de los cristianos ortodoxos, llaman a los ucranianos sus siervos, retuercen con aire digno sus mostachos y se repantigan en los bancos con las cabezas erguidas. Está con ellos el cura polaco, pero ese cura tiene la misma traza de sus compatriotas; ni por su aspecto perece un sacerdote: bebe y festeja como todos y con su impía lengua pronuncia palabras repugnantes. Tampoco los sirvientes se quedan atrás: arremangándose sus rotas casacas como si fueran hombres de bien, juegan a los naipes y pegan con ellos en las narices de los perdedores... Y se llevan mujeres ajenas... ¡Gritos, peleas!... Los señorones parecen poseídos y hacen bromas pesadas: tiran de la barba al judío tabernero y pintan, sobre su frente impura, una cruz; luego disparan contra las mujeres con balas de fogueo y bailan el krakoviak con su inmundo cura. Nunca se vio tal desvergüenza ni siquiera durante las incursiones tártaras: es posible que Dios haya querido, permitiendo estas atrocidades, castigar los pecados de la tierra rusa... Y entre el endemoniado rumor se oye mencionar la chacra del amo Danilo y de su hermosa mujer, allá, en la otra orilla del Dnieper. Para nada bueno se ha juntado esta pandilla.



El amo Danilo se halla sentado en su habitación, acodado sobre la mesa. Parece meditar. Desde el banco el ama Katerina canta una canción.

-¡Estoy muy triste, querida mía! -dijo el amo Danilo-. Me duele la cabeza, me duele el corazón. Algo me oprime... Se ve que la muerte anda rondando mi alma.

-¡Oh, mi amado Danilo! Apoya tu cabeza en mi pecho. ¿Por qué acaricias en tu corazón pensamientos nefastos? -pensó Katerina, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Se sentía culpable y le resultaba imposible recibir caricias de su esposo.

-Escucha, querida -dijo Danilo-. No abandones jamás a nuestro hijo cuando yo deje esta vida. Dios no te daría felicidad si lo abandonaras, ni en este mundo ni en el otro. ¡Sufrirán mis huesos al pudrirse en la tierra, pero más, mucho más, sufrirá mi alma!

-¿Qué dices, esposo mío? ¿No eras tú quien se burlaba de las débiles mujeres, tú, que ahora hablas como una de ellas? Aún has de vivir mucho tiempo.

-No, Katerina, mi alma presiente su próximo fin. Se vuelve triste la vida en esta tierra; se acercan tiempos aciagos. ¡Ah, cuántos recuerdos! ¡Aquellos años que ya no volverán! Aún vivía Konashevich, gloria y honor de nuestro ejército. Veo pasar ante mis ojos los regimientos cosacos. ¡Aquélla sí fue una época de oro, Katerina! El viejo hetmán montaba en su caballo moro, en sus manos refulgía el bastón, mientras a su alrededor se agitaba la infantería cosaca... ¡Ah, cómo se movía el rojo mar de jinetes de Zaporozhie. El hetmán hablaba y todos quedaban como petrificados. Y el viejo lloraba cuando recordaba nuestras antiguas hazañas, aquellas luchas cuerpo a cuerpo. ¡Ah, Katerina, si supieras cómo peleábamos con los turcos! En mi cabeza conservo una profunda cicatriz. Cuatro balas me han atravesado y ninguna de estas heridas ha terminado de curarse, ¡Cuánto oro arrebatamos entonces! Los cosacos traían sus gorras llenas de piedras preciosas. ¡Y qué caballos, Katerina, si supieras qué caballos apresábamos entonces! No, ya no podré pelear como entonces. Parece que no estoy viejo, mi cuerpo se mantiene ágil; pero la espada cosaca se cae de mis manos, vivo sin hacer nada y yo mismo ya no sé para qué vivo. No hay orden en Ucrania. Los coroneles y los esaúles1 riñen entre sí como los perros; no hay guía que los dirija. Nuestras familias de abolengo adoptaron las costumbres polacas, aprendieron su hipócrita astucia... Vendieron sus almas al aceptar la unia2. Los judíos explotan al pobre. ¡Oh tiempos, tiempos pasados! ¿Dónde han quedado mis años juveniles? ¡Anda, muchacho! Tráeme de la bodega un jarro de hidromiel. Beberé por nuestra suerte de antaño, por los tiempos idos.

-¿Con qué vamos a convidar a las visitas, mi amo? ¡Por el lado de las llanuras se acercan los polacos! -dijo Stetzko, entrando en la jata3.

-¡Sé muy bien a qué vienen! -exclamó Danilo, levantándose de su asiento-. ¡Ensillen los caballos, mis servidores. ¡Colóquenles sus guarniciones! ¡Todos los sables fuera de las vainas! ¡Ah, y a no olvidarse de la avena de plomo: recibiremos con honra a los visitantes!

Los cosacos aún no habían tenido tiempo de montar sus caballos y cargar sus mosquetes cuando los polacos, cuál ocres hojas cayendo de los árboles en otoño, cubrieron totalmente la falda de la montaña.

-¡Bueno, bueno! ¡Aquí hay con quién charlar a gusto! -dijo Danilo, mirando a los gordos señores que muy orondos se balanceaban en sus cabalgaduras con arneses de oro-. ¡Por lo que veo nos está esperando una fiesta hermosa! ¡Goza, pues, tu última hora, alma de cosaco! Ha llegado nuestro día: ¡a festejarlo, pues, muchachos!

Y comenzó la orgía de las montañas. Comenzó el gran festín: ya se pasean las espadas, vuelan los proyectiles, relinchan los corceles. Los gritos enloquecen la mente, el humo enceguece los ojos. Todo se mezcla; pero el cosaco siente dónde está el amigo y dónde el enemigo. Y cuando estalla una bala, cae del caballo un bravo jinete; cuando silba el sable, una cabeza rueda por tierra murmurando palabras confusas.

Pero en medio de la multitud siempre sobresale el rojo tope de un gorro cosaco. Es el amo Danilo: brilla el cinto de oro de su casaca azul, vuela como un torbellino la crin de su caballo moro. Está en todas partes, parece un pájaro. Grita y agita su sable de Damasco y pega golpes a diestra y siniestra...

-¡Pega, asesta tus sablazos, cosaco! ¡Date el gusto, diviértete, cosaco! Goza con tu corazón de valiente!, pero no vayas a distraerte con los arneses de oro y las ricas casacas. ¡Pisa con herraduras de tu corcel el oro y las piedras preciosas! ¡Clava tu lanza, cosaco! Goza, goza, pero mira hacia atrás, los impíos polacos están prendiendo fuego a las viviendas y se llevan el asustado ganado.

Y el amo Danilo, como un torbellino, vuelve grupas, y ya se ve su gorro con el tope rojo cerca de las jatas, y mengua la muchedumbre de los enemigos.

Varias horas duró la pelea entre cosacos y polacos. El número de éstos era cada vez menor, pero el amo Danilo parecía incansable. Con su larga lanza abatía a los jinetes enemigos, y su bravo caballo picoteaba a los que estaban de pie. Ya queda libre de invasores el patio, ya huyen los polacos, ya los cosacos se abalanzan sobre los enemigos muertos para arrancar sus casacas adornada de oro y los ricos arneses. Y el amo Danilo se disponía a reunir a su gente para iniciar la persecución, cuando... de pronto, se estremeció... Creyó ver al padre de Katerina. Estaba ahí, sobre la loma, apuntándole con un mosquete. Danilo fustigó su caballo hacia donde se hallaba el otro...

-¡Cosaco, estás ideando tu perdición!

Retumba el mosquete y el brujo desaparece detrás de la loma. Sólo el fiel Stetzko ve cómo desaparece la vestidura roja y el extraño gorro. Pero el cosaco vacila, cae a tierra. Ya se lanza el fiel Stetzko, para ayudar a su amo, tendido en tierra, cerrados sus claros ojos. Pero ya Danilo ha percibido la presencia de su fiel servidor. ¡Adiós, Stetzko! Dile a Katerina que no abandone a su hijo y no lo abandonen ustedes, mis fieles servidores -dijo, y luego calló.

Ya vuela el alma del cosaco de su cuerpo, morados están sus labios... Duerme el cosaco y ya nadie podrá despertarlo. 

Gandolfo: Chéjov, "El jardín de los cerezos"

Cordua: Melville, "Moby Dick"

Xiu Xiu "He Needs Me" (Hannelore Elsner)

jueves, 5 de abril de 2012

Carlos Mondaca - Poesía




EL RELOJ

Corazón del tiempo. Víctima que cuenta
sus penas, y tiene la voz de una gota,
monótana y fría, monótona y lenta:
vida que fluyera de una arteria rota...

Corazón-misterio. Como el alma nuestra.
Como nuestra vida. Corazón-misterio...
Pupila insondable, pálida y siniestra.
Claror de luna sobre un cementerio...

Corazón-misterio. Golpea, resuena
sordamente, como la caja postrera
con la mano trémula, como la cadena
de un desesperado que se enloqueciera...

Latido, sollozo, queja de la hora.
Rabia de la ola que se yergue y muere.
Lamento de un río que la mar devora.
Puñal implacable que en el alma hiera.

Pájaro fatídico de rígidas alas.
Fantasma de brazos grotescos e inertes.
Sombría sibila que muda señala
todos los caminos que van a la muerte.


LOS RECUERDOS

Son aves que se alejan en un vuelo
sin vuelta, los recuerdos... Y un momento,
queda en el corazón, como un lamento,
su aleteo de seda por el cielo.

Cuando tiende la noche el primer velo,
un recuerdo se va, pálido y lento...
-Hay aroma de flores en el viento.-
Y lo vemos partir sin desconsuelo.

Alguna vez se piensa en los ausentes:
y una vaga inquietud llora su queja,
y hay un leve temblor sobre la fuente.

Y apagado el temblor nada se siente:
pero en cada recuerdo que se aleja
vamos agonizando lentamente.


LAS CANTINAS

Me causan las cantinas una extraña impresión.
Pesan enormemente sobre mi corazón.

Yo no sé lo que siento. -Atracción; repugnancia.-
No lo sé; pero siento que se llena de un ansia
grande mi corazón.

-Yo vine a la cantina,
como han venido todos: porque una voz divina,
como una mar profunda, promete paz y olvido!

Yo tengo el alma triste porque me la han herido;
los ojos, dolorosos y oscuros, porque en ellos
se han reflejado todos los lívidos destellos
de la Ciudad.-Soy triste porque aquel viento amable,
que surgió del Oriente, me bañó en su incurable
tristeza, y desde entonces no supe amar la Vida!-

Y porque está la Vida despreciada y herida,
proque nosotros todos, los hijos de la tierra,
como hijos descastados, noa alzamos en guerra:
por eso la alegría se sumergió en su ocaso,
y en ansia la buscamos en el fondo del vaso!

Porque es nuestro verdugo mortal el pensamiento!
Porue tiene caricias de garra el sentimiento!
La vida está preñada de dolor: y por eso
nos hieren nuestras madres con su leche y su beso!
Llevamos el estigma de hielo en las arterias,
y en nuestra pobre carne se encarnan las miserias
de cien generaciones!

Por eso a la cantina
vamos buscando el fuego remoto en la divina
sangre de la vid; vamos buscando la energía
para ahogar la hidra de la melancolía!

Porque el hogar es triste, y en el hogar hay frío!
Porque anidó en las almas el reptil del hastío!
Y porque en la conquista del pan hemos vertido
lo mejor de nosotros: por eso hemos venido!...

Ya sé que en esos ojos, donde una llama brilla,
pondrá después su hielo de muerte la cuchilla;
pero sé que en la espuma que tiembla sobre el vaso
flota una augusta célula, y están en ella acaso
los gérmenes de un alma que brotará de un beso!

¿A qué venís a hablarme de crímenes y excesos?
¿A qué venís a hablarme de muertes y dolores,
si yo sé que, lo mismo que en la lluvia las flores,
en esa copa laten el héroe y el bandido?

¿A qué venís a hablarme de echarlas al olvido,
si son la nota blanca que alegra nuestro luto?
¿A qué venía a hablarme de echarlas al olvido,
si son la nota blanca que alegra nuestro luto?
¿A que atacáis el fruto,
si no arrancáis el árbol?

¡Haced la vida buena!

Y pueda ser que un día se rompa la cadena...
Se anunciará en oriente su claridad difusa;
será una luz muy blanca, blanca como una musa.
Y cuando al fin estalle con explosión de aurora,
y el sol germine nuevas vidas sobre el planeta,
ya no darán su sombra los árboles de ahora!

Y en el fondo del vaso lo contempló el poeta...


LA MUERTE DE D. QUIJOTE

A Enrique Álvarez A.

Se moría el heroico caballero;
le abrasaba la fiebre las entrañas:
volcán en que fundieran las montañas
la vida secular del ventisquero.

Rocinante soñaba con los viajes,
cuando al claror del sol o las estrellas,
fulguraba la gloria de sus huellas,
bajo la santidad de los ultrajes.

Y Rucio era feliz... Tranquilo y grave
bajo el inmenso dombo de los cielos,
pacía sin visiones, sin anhelos,
como el que todo ha visto y todo sabe...

Todos eran felices... Solamente
Don Quijote en su cruel melancolía,
más implacable cada vez sentía
la corona de angustia de su frente.

Y vió las grandes aspas del molino,
estremecidas en su alegre giro,
bajo un gran viento, como un gran suspiro,
por todas las crueldades del destino.

Sintió todo el dolor de las pedradas,
que lloviera sobre él el galeote,
el infame librado del garrote
con esfuerzos del alma y de la espada.

Y anegado en un piélago de pena,
comprendió que hasta Sancho lo engañaba,
que hasta esa alma sencilla era una esclava
de la humana maldad en la cadena.

Y entonces solamente brotó un largo
arroyo de sus ojos ya vidriosos,
un infinito llanto silencioso,
cuanto más silencioso más amargo.

Y al frío de la alcoba solitaria,
en el tedio infinito de sus horas,
ante la santa imagen seductora
arrodilló la mente visionaria.

Y en el silencio augusto de la noche,
vió sus dos ojos, como dos estrellas
y oyó la dulce voz de la doncella

con las melancolías del reproche.
Y fué un licor celeste su amargura,
y se olvidaron todos sus agravios;
y una santa sonrisa entre los labios,
entregó al Caballero su alma pura.

Pero no... Tú no has muerto, ¡oh Don Quijote!
Tú no puedes morir!... Es necesario
que otra vez ensagrientes tu calvario,
que otra vez te apedree el galeote.

Tú no puedes morir!... Ciñe tu espada,
cabalga el Rocinante de tu idea;
y otra vez a luchar por Dulcinea,
de cobardes y viles ultrajada.

Vuelve otra vez al mundo, ¡Caballero!
Llénanos con tu espíritu las almas,
y haz perecer las miserables calmas,
al homérico golpe de tu acero.

Dale a mi corazón tu santo ensueño,
tu infinita pasión, tu fe creadora,
tu sublime locura redentora...
¡Oh Don Quijote, venga a nos tu reino!


LA CIUDAD DE LA LUJURIA

Desde lejos la ví, como si ardiera
la Gran Ciudad en una inmensa hoguera.

Y oí tronar entre el incendio un canto,
que estremeció mi corazón de espanto,

que agudo y loco, en espantoso grito,
llenaba con sus ansias lo infinito;

y agonizaba el lúgubre alarido,
como el aullido de un león herido.

Atrajo la Ciudad mi tardo paso,
bajo el dolor sangriento del ocaso.

Entonces se abrasaron mis arterias
y me helaron los huesos sus miserias.

Y en el cielo, en la tierra, en toda cosa,
sentí la fiebre de una sed rabiosa;

Y una llama violenta en las entrañas
de las mujeres al amor extrañas.

Florecían sus senos como rosas,
de sutiles esencias venenosas,

E hinchábanse en estéril primavera,
como frutos maduros sus caderas.

El deseo en sus carnes opulentas,
como una garra de pantera hambrienta,

Yo las ví retorcerse como furias
bajo el beso mortal de la lujuria;

Y abrasadas de un vértigo implacable,
morir en un espasmo inacabable!...

Entrevista a Carl Jung Completa By Luis Vallester