sábado, 14 de abril de 2012

Máximo Gorki - Cuentos


EL KHAN Y SU HIJO

Por aquel tiempo reinaba en Crimea el khan Masolaima al-Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla...»

De este modo comenzó a relatar una leyenda antigua -rica en recuerdos como las que suelen transmitirse en aquella península- un tártaro pobre y ciego, que se apoyaba en el pardo tronco de un árbol. Algunos tártaros -con túnicas de color claro y gorras bordadas de oro- estaban sentados en torno al mendigo sobre las blancas piedras, últimos restos del palacio del khan, destruido por el tiempo. El sol iba, lentamente, hacia su ocaso, sus purpúreos rayos despedían chispas de oro a través del follaje que circundaba las ruinas sobre las piedras cubiertas de hiedra y musgo. Susurraba suavemente la brisa entre las sombras de los viejos plátanos, como si recorriesen el aire unos susurrantes arroyos.

La voz del mendigo era apagada y temblorosa. Su faz parecía de piedra y las pupilas de sus inmóviles ojos nada expresaban; su serena inmovilidad armonizaba muy bien con el semblante marmóreo. Una tras otras se iban deslizando las palabras refiriendo hechos, aprendidos de memoria probablemente, al atento auditorio, y rememorando el panorama conmovedor de tiempos ya idos.

«El khan era anciano, pero en su harén tenía numerosas mujeres que lo amaban por su vigor y sus caricias cariñosas y dulces, aunque apasionadas. Las mujeres aman siempre al hombre que es cariñoso, a pesar de que tenga el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas. La belleza está en la fuerza y en la nobleza; no en una tez lozana, ni en el sonrosado color de las mejillas -siguió diciendo el ciego.

Todas las mujeres del harén amaban al anciano khan; él, a su vez, las quería a todas, pero, en especial, amaba a una prisionera, hija de un cosaco de las estepas del Dniéper. En el harén había más de trescientas mujeres de diferentes países; todas eran bellas como las flores en primavera; todas consentidas y mimadas. Por orden del khan les solían preparar manjares exquisitos en extraordinaria abundancia y les estaba permitido tocar toda una serie de instrumentos musicales y entregarse al voluptuoso placer de la danza.

El khan, sin embargo, prodigaba más caricias a la prisionera, a la hija del cosaco, su favorita, y con frecuencia solía llevarla a una torre desde cuyos ventanales se dominaba la inmensidad del mar y se podían admirar pintorescos montes y valles. Allí servían de un modo espléndido a la hija del cosaco, dedicándole los máximos cuidados; la colmaban de las mayores delicadezas, la alimentaban con sumo refinamiento y la obsequiaban con bordados de oro, ricas telas, piedras preciosas, aves exóticas y desconocidas, y buena música. Y el khan le prodigaba dulces caricias de enamorado.

Días enteros dedicaba el khan a la joven, descansando en la torre de las agotadoras tareas de la vida, y seguro, además, de que su hijo no comprometería el honor del reino. Algalla recorría como un lobo hambriento las estepas rusas y volvía de éstas trayendo siempre un rico botín y hermosas mujeres. Retornaba glorioso, dejando tras de sí, como prueba de su valor y de su fuerza, cadáveres ensangrentados y pueblos enteros destruidos totalmente.

Una vez, al regresar el hijo del khan de una de sus hazañas, se dispusieron grandes fiestas en su honor. Invitaron a todos los príncipes tártaros y organizaron diversos juegos. Con el fin de demostrar la habilidad en el manejo de las armas, se dispararon flechas a los ojos de los prisioneros. Bebieron mucho por la gloria del valeroso Algalla, terror de los enemigos y defensor del reino. El anciano khan sentíase orgulloso de su hijo. Se deleitaba al verlo tan valiente y al tener la certeza de que, cuando él abandonase el mundo, dejaría a su pueblo en manos seguras.

Complacido y deseando probar a su hijo el afecto que le tenía, cuando estaban en pleno banquete y delante de todos los invitados, alzó la copa y dijo:

-Algalla, eres un buen hijo. ¡Gloria a Alá y bendito sea el nombre de su profeta!

Todos los reunidos, haciendo un estentóreo eco con sus voces, glorificaron el nombre del profeta.

El anciano khan prosiguió:

-Alá es grande. Ha hecho renacer mi juventud en la persona de mi hijo, estando yo aún con vida. Mis ojos de anciano advierten que cuando el sol deje de alumbrar para mí y los gusanos devoren mi corazón, mi vida se prolongará en mi hijo... ¡Alá es grande y Mahoma es su profeta...! Tengo un buen hijo; su mano es segura, valeroso su corazón y grande su inteligencia. Algalla, ¿qué quieres que te regale tu padre? Pídeme lo que quieras y te lo concederé.

Tolaik Algalla se levantó y antes de que se hubiese desvanecido el eco de la voz del anciano, avanzó hacia él -con los ojos fosforescentes como el mar en mitad de la noche y brillantes como los de un águila de las montañas- manifestando:

-Padre y soberano: entrégame la prisionera rusa.

Por un breve instante, el khan guardó silencio. Fue para reprimir el estremecimiento de su corazón. Luego respondió en voz alta y firme:

-Cuando acabe el banquete, será tuya.

El semblante de Algalla se encendió y sus ojos de águila brillaron a causa de la inmensa alegría. Se irguió y dijo al khan:

-Padre, comprendo el valor del obsequio que me has hecho. Lo comprendo perfectamente. Soy tu esclavo; ten mi sangre gota a gota y minuto a minuto. Estoy decidido a morir veinte veces por ti.

-No deseo nada -repuso el anciano, inclinando sobre el pecho su blanca cabeza, coronada por tantos años de victoriosas luchas.

Concluido el banquete, padre e hijo salieron juntos y silenciosos del palacio, y se encaminaron al harén.

La noche era oscura; no se veía la luna ni las estrellas por entre las nubes que cubrían el cielo a manera de ancho tapiz.

El khan y su hijo anduvieron durante un largo rato en silencio y rodeados de la más sombría oscuridad. De repente, el khan rompió el silencio, diciendo:

-Día a día se va extinguiendo mi vida. Cada vez late mi corazón más débilmente y el ardor de mi pecho disminuye poco a poco. El único calor, el único consuelo de mi vida, son las apasionadas caricias de esta mujer. Tolaik, coge cien de mis mujeres, cógelas todas si quieres, pero déjame a la prisionera rusa. ¿Te es verdaderamente indispensable? Dímelo en verdad, hijo mío.

Algalla guardó silencio y lanzó un suspiro.

-¿Qué tiempo de vida me queda? Acaso estén contados los días que he de permanecer en la tierra. Y esa mujer, esa mujer que me conoce, que me ama y que alegra el crepúsculo de mi vida, es el último placer, el último goce de mi vida. Si ella me falta, ¿quién me amará? ¿Qué mujer dará su amor a este pobre viejo? De todas mis mujeres, ninguna desde luego, ¡Algalla!

El hijo de khan continuaba callado.

-¿Cómo podré vivir sabiendo que tú la abrazas? Tolaik, las barreras de la sangre desaparecen ante la mujer; no hay padre, ni hijo, todos sólo somos hombres, hijo mío. Mis últimos días serán muy amargos. Mejor hubiera sido que se abrieran todas mis antiguas heridas, convirtiendo mi cuerpo en una úlcera; que se hubieran enconado, que sangrasen... Sí; mejor hubiera sido todo esto, Tolaik, que sobrevivir esta noche tan horrible para mí...

Tampoco ahora quebró el silencio Algalla. El khan y su hijo llegaron a las puertas del harén. Se detuvieron y permanecieron allí, los dos silenciosos, y con la cabeza inclinada sobre el pecho, durante gran rato. En torno a ellos giraban las espesas sombras de la noche. Sobre sus cabezas cruzaban las nubes por el espacio, y el viento, al azotar las hojas de los árboles, hacía llegar a sus oídos el eco triste de lúgubres canciones.

-Padre, hace ya mucho que la amo -dijo Algalla en voz muy baja.

-Lo sé; mas ella no te ama a ti -respondió el khan.

-Al pensar en ella, se desgarra mi corazón.

-¿Sabes el dolor que tengo en este momento?

De nuevo guardaron silencio ambos. El hijo del khan suspiró.

-Es indudable que el sabio sacerdote ha dicho la verdad; la mujer es siempre perjudicial para el hombre. Si es hermosa, el marido padece los celos del tormento, porque despierta el deseo en los demás hombres; si es fea su esposo sufre al ver la belleza de otras mujeres, y si no es hermosa ni fea, el hombre la embellece con su ilusión. Cuando ésta se desvanece y el hombre comprende que ha vivido engañado, padece por la decepción y por la falta de hermosura de su mujer -dijo por último, Algalla.

-La sabiduría no es un remedio para las penas del alma -balbuceó el khan.

-En tal caso, compadezcámonos uno del otro, padre -respondió Algalla.

El khan levantó la cabeza y miró a su hijo con triste expresión.

-Matémosla -propuso Algalla.

-Te estimas más que a ella o a mí -dijo el anciano serenamente y con aire reflexivo.

Y añadió después:

-No obstante, la amas también.

Se produjo un nuevo silencio.

-Sí, sí, también la amas tú -exclamó el khan, que, por su dolor, parecía haberse convertido en un niño.

-Entonces, ¿qué, la mataremos?

-No te la puedo entregar; me resulta imposible -exclamó el khan.

-Y yo no puedo sufrir más; dámela o arráncame el corazón.

El anciano guardó silencio.

-Arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -propuso otra vez Algalla.

-Arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -repitió el khan como si fuese el eco de su hijo.

Penetraron en el harén, pasaron a la estancia donde dormía la prisionera rusa, tendida sobre un precioso tapiz. Se detuvieron ante la mujer y estuvieron largo rato contemplándola.

Por las mejillas del anciano khan resbalaron gruesas lágrimas que, al deslizarse por la barba plateada brillaron como perlas, mas su hijo, tembloroso a causa de la pasión reprimida, rechinando los dientes y con los ojos despidiendo fulgores despertó con brusquedad a la prisionera. Los ojos de la joven se entreabrieron como dos lirios azules en su sereno semblante rosado. No advirtió la presencia de Algalla, extendió sus brazos hacia el khan, le ofreció sus labios rojos como la flor de un granado y le dijo con suave acento:

-Abrázame, vieja águila.

-Prepárate; tienes que acompañarnos -dijo el anciano en voz baja.

Entonces descubrió la muchacha la presencia del hijo del khan y vio que su vieja águila tenía los ojos humedecidos. Como era inteligente y sagaz, lo comprendió todo.

-Ahora voy; ahora voy. Han decidido que ni de uno ni de otro, ¿no es así? Ésta es la única decisión de los hombres que tienen un corazón firme. Ahora voy -dijo.

Los tres se dirigieron en silencio hacia el mar, por unas estrechas veredas. El viento soplaba con furia.

La joven era delicada y no tardó en cansarse; sin embargo, altanera y orgullosa, no se quejó. El hijo del khan advirtió que la muchacha se iba quedando rezagada y le preguntó con delicado acento:

-¿Tienes miedo?

Los ojos de la prisionera centellearon; miró con desprecio al hijo del khan y, sin decirle ni una palabra, le mostró sus pies ensangrentados.

-Te llevaré -dijo Algalla tendiéndole los brazos.

La muchacha, empero, se abrazó al cuello de su águila. El anciano khan la tomó en sus brazos como si se tratase de una pluma y siguió camino adelante, en tanto que la prisionera apartaba, con gran cuidado, las ramas que hubieran podido molestarle, arañarle el rostro o herirle los ojos. Algalla los seguía por la estrecha senda. Al observar la solicitud de la joven, dijo al khan:

-Déjame ir delante, porque siento deseos de atravesarte con mi puñal.

-Pasa, Algalla. Alá te castigará o te perdonará por esto según sea su voluntad. Yo que soy tu padre, te perdono, pues sé lo que es el amor.

Llegaron al monte; a sus pies se extendía el mar, negro, profundo, inmenso. Las olas entonaban lúgubres cánticos cuando se estrellaban, deshaciéndose, contra las rocas. Aquella escena aterrorizaba el corazón y helaba las entrañas.

-Adiós -dijo el khan, abrazando a la joven.

-Adiós -dijo también Algalla, inclinándose ante ella.

La prisionera contempló un momento el mar, donde las olas cantaban lúgubremente y, retrocediendo, cruzó las manos sobre el pecho y exclamó:

-Échenme al fondo.

El hijo del khan lanzó un profundo gemido y le tendió los brazos, pero el viejo cogió a la muchacha entre los suyos y la abrazó, estrechándola con fuerza contra su pecho. Luego, levantándola por encima de su cabeza, la arrojó desde lo alto de las rocas a las profundidades del mar.

Las olas bramaron de un modo tan salvaje y fúnebre que ninguno de ellos percibió el ruido del cuerpo de la prisionera al caer al agua.

No se oyó ni un grito ni un quejido, ni siquiera un suspiro. El khan se inclinó sobre las rocas y, silencioso, miró hacia el horizonte a través de las tinieblas; en ese punto el mar se confundió con las nubes; las olas chocaban unas contra otras, impulsadas por las ráfagas del viento que también azotaban las barbas del anciano. Algalla, de pie al lado de su padre, ocultaba su rostro entre las manos, silencioso e inmóvil como una estatua.

De este modo permanecieron dos horas. En el espacio seguían cruzando las nubes arrastradas por el viento; eran tan sombrías y lúgubres como los pensamientos del viejo khan, que se encontraba sobre aquella roca que dominaba el mar.

-Vámonos, padre -se atrevió a decir Algalla.

-Aguarda -balbució el khan, que parecía oír algo.

Volvió a pasar mucho tiempo. Las olas seguían bramando y el viento ululaba por entre las rocas y los troncos huecos de los árboles.

-Vamos, padre.

-Aguarda un poco.

Tolaik Algalla repitió varias veces estas dos palabras.

El anciano khan, inmóvil, seguía en el sitio donde acababa de perder la última dicha de su vida. Por último, se puso en pie altivo y frunció el ceño y exclamó:

-Vámonos.

Padre e hijo emprendieron el camino de regreso. Pero, a los pocos pasos, el khan se detuvo y dijo:

-Pero, ¿a qué volver? ¿Adónde ir ahora? ¿Cómo viviré a partir de este momento si esa mujer constituía mi vida? Soy viejo; ninguna mujer me amará ya. El hombre que no es amado, no tiene ningún fin en esta vida.

-Padre, tienes gloria; dispones de riquezas.

-¡Por uno de sus besos lo hubiese dado todo! ¡La gloria y las riquezas! ¡Nada hay en el mundo como el amor de una mujer! ¡El hombre que no tiene el amor de una mujer está muerto; es un mendigo que arrastra una vida triste y mísera! ¡Adiós, Tolaik! ¡Que Alá te bendiga! ¡Que su bendición te acompañe durante toda tu vida!

El anciano khan se volvió en dirección al mar.

-¡Padre! ¡Padre! -exclamó Algalla.

No pudo decirle nada más, pues nada se le puede decir a quien la muerte sonríe.

-¡Déjame!

-Pero Alá...

-Ya lo sabe.

El khan corrió hacia el borde de la roca y se lanzó al abismo. Algalla no lo pudo detener; no tuvo tiempo. Tampoco esta vez se oyó nada; ni un grito, ni un quejido, ni siquiera un suspiro, ni el ruido del cuerpo al caer al agua.

Las olas seguían bramando con fúnebre entonación y el viento seguía entonando sus cánticos salvajes. El hijo del khan permaneció mucho rato mirando al mar. Luego exclamó en voz alta:

-¡Oh, Alá, dame un corazón tan grande y tan firme como el de mi padre!

Algalla se alejó envuelto en las espesas sombras de la noche...»

De este modo murió Masolaima-el-Asvab, khan de Crimea, dejando como heredero a su hijo Tolaik Algalla...


LA MADRE DEL MONSTRUO

Día tórrido. Silencio. La vida está como cristalizada en un luminoso remanso. El cielo contempla a la tierra con mirada límpida y azul por la pupila resplandeciente del sol.

El mar se diría forjado en metal liso y azuloso. En su inmovilidad, las barcas policromas de los pescadores parecen soldadas al hemiciclo tan esplendoroso como el cielo... Moviendo apenas las alas, pasa una gaviota, y en el agua palpita otra más blanca y más bella que la que hiende al aire.

El horizonte aparece confuso. Entre la bruma, se vislumbra un islote violáceo, del que no se sabe si flota dulcemente o si se derrite bajo el calor. Es una roca solitaria en medio del mar, espléndida gema del collar que forma la bahía de Nápoles.

El pétreo islote, erizado de cresta y aristas, va descendiendo hasta el agua. Su aspecto es imponente, y tiene la cima coronada por la marca verdeoscura de un viñedo, de los naranjos, de los limoneros y de las higueras, y por las menudas hojas de color de plata oxidada de los olivos. Entre este torrente de verdor que se desborda hacia el mar sonríen unas flores blancas, áureas y rojas, y los frutos anaranjados y amarillos hacen pensar en las noches sin luna y de firmamento sombrío.

El silencio reina en el cielo, en el mar y en el alma.

Entre los jardines serpentea un angosto sendero, por el que una mujer se dirige hacia la orilla. Es alta. Su vestido negro y remendado está descolorido por el uso. Su pelo brillante forma como una diadema de ricitos sobre la frente y las sienes, y es tan encrespado que no es posible alisarlo. De su rostro enjuto impresiona la mezcla de rudeza y austeridad. Hay en estas facciones algo profundamente arcaico; al tropezar con la mirada fija y sombría de sus ojos, se piensa sin querer en los ardientes orientales, en Débora y en Judit.

Anda con la cabeza agachada, haciendo calceta; el acero de las agujas brilla entre sus dedos. El ovillo de lana está oculto en una de sus faltriqueras, pero se diría que el hilo rojo sale de su pecho. El camino es sinuoso y los pedruscos crujen y resbalan a su paso. Sin embargo, la vieja sigue bajando con la misma seguridad que si sus pies viesen el sendero.

He aquí la historia de esta mujer.

Poco después de su matrimonio con un pescador, su marido salió un día a la faena y no regresó. La mujer estaba grávida.

Apenas nació el niño, ella procuró mantenerlo siempre oculto de la gente. Nunca la vieron con él en la calle, al sol, para glorificarse con su hijo, como suelen hacer todas las madres; antes al contrario, lo tenía envuelto en harapos, en un rincón de su choza.

Durante mucho tiempo ningún vecino pudo ver del niño más que la cabezota y los inmensos ojos inmóviles en la cara amarillenta. Advirtieron asimismo que la madre, que antaño había luchado a brazo partido contra la miseria, llena de alegría, infatigablemente, que sabía comunicar valor a los demás, se mostraba ahora taciturna y parecía estar siempre meditando, con el ceño fruncido, como si contemplase el mundo a través de un velo de dolor, con mirada extraña e interrogadora.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo sin que todos se enterasen de su desgracia. El niño había nacido contrahecho, y esa era la causa de la pesadumbre de la madre y el motivo de que lo ocultase de la gente.

Entonces los vecinos, condolidos, le dijeron que comprendían el dolor de una madre que da a luz a un hijo anormal, pero que nadie, salvo la Madona, sabía si aquella prueba era un castigo, y que el niño, de todos modos, no debía ser privado de la luz del sol.

Ella prestaba oídos a la gente y les mostraba a su hijo. Tenía éste unas piernas y unos bracitos en extremo cortos, como aletas de pez; la cabeza, hinchada como una bola, se sostenía a duras penas sobre el cuello delgaducho y endeble; el rostro estaba todo surcado de arrugas; tenía los ojos turbios y la boca hendida por una sonrisa inexpresiva.

Al mirarlo, las mujeres lloraban y los hombre se retiraban mohínos, con una mueca de desdén. La madre del monstruo se sentaba en el suelo, y ora bajaba la cabeza, ora la levantaba y miraba a todos, como preguntando algo que nadie podía comprender.

Los vecinos construyeron para el engendro una caja semejante a un ataúd; lo llenaron de vellones de lana, colocaron en ella al pequeño monstruo y los pusieron en un rincón del patio. Tenían la esperanza de que el sol, hacedor de milagros, haría uno más.

Pero fue transcurriendo el tiempo y el monstruo seguía siéndolo: una cabezota enorme, un largo tronco y unos atrofiados muñones. Únicamente su sonrisa iba adquiriendo una expresión más y más definida de insaciable glotonería. En la boca surgieron dos hileras de agudos dientes, y los cortos y deformes brazos se adiestraron en coger los trozos de pan y llevarlos, sin equivocarse nunca, a la ávida bocaza.

Era mudo, pero cuando alguien comía cerca o cuando olía alimento, abría el hocico y empezaba a dar unos mugidos roncos y a menear como un loco la cabezota, mientras el blanco mate de los ojos se le cubría de venillas sanguinolentas.

Comía mucho, cada día más; su mugido se hizo persistente. La madre trabajaba sin cesar, pero su ganancia era exigua y a veces nula. No se quejaba de su suerte, y si aceptaba alguna ayuda, era de mala gana y sin despegar los labios. Cuando estaba fuera, los vecinos, cansados del constante mugir del monstruo, corrían a meterle en la boca mendrugos, frutas, legumbres y cuanto comestible tenían a mano.

-¡Te va a comer viva! -decían a la madre-. ¿Por qué no lo llevas a un asilo?

-No quiero oír hablar de eso -contestaba la pobre mujer-. Soy su madre. Yo lo traje al mundo y yo he de ganar el sustento para él.

Como aún era hermosa, más de uno quiso hacerse amar por la desdichada, pero no obtuvo el menor éxito. A uno, precisamente a aquel hacia quien se sentía más inclinada, le dijo un día:

-No puedo ser tu esposa. Tengo miedo de engendrar otro monstruo. Tú mismo te avergonzarías. ¡No, vete!

El hombre insistió, recordándole que la Madona hacía justicia a las madres y las consideraba como hermanas suyas. Pero ella exclamó:

-¡Ay! No sé de qué puedo ser culpable, pero se me castiga con crueldad.

El pretendiente suplicó, lloró, se enfureció; pero la mujer no cedió.

-Me da miedo -decía-. He perdido la fe en mi destino...

El hombre se marchó muy lejos, y no regresó nunca.

Durante muchos años, la pobre madre estuvo llenando aquella boca sin fondo que engullía sin cesar. El monstruo comía todo el fruto del trabajo materno, la sangre, la vida de la desgraciada mujer. La cabeza, cada vez más desarrollada, era horrible. Semejaba un globo a punto de desprenderse del atrofiado cuello para elevarse por el aire, tras haber topado contra las esquinas de las casas.

Todos los que pasaban por la calle y miraban hacia el patio, se detenían estupefactos, estremecidos, sin atinar a comprender qué era aquello. La caja estaba adosada a un muro por el que se enredaba una parra, y de su interior surgía la cabeza del monstruo.

El amarillento rostro estaba surcado de arrugas; los pómulos eran salientes; los ojos mates, desencajados, casi salían de las órbitas.

Aquella horrenda imagen se quedaba fija largo tiempo en la memoria. La gran nariz, achatada, vibraba y se estremecía; los labios, al moverse, dejaban al descubierto unos dientes carniceros, y a cada lado del globo surgían dos desmesuradas orejas que parecían tener vida propia e independiente... Aquel horripilante mascarón estaba rematado por un manojo de pelos negros y rizados como los de un africano.

Casi siempre se le veía con un pedazo de cualquier cosa comestible en la mano diminuta y breve como la patita de una lagartija.

Entonces inclinaba la cabeza y mascaba con gran ruido, sorbiéndose los mocos, y los ojos se le movían hasta fundirse en una mancha turbia y sin fondo sobre la pálida faz, cuyas contracciones semejaban las de la agonía. Cuando tenía hambre, alargaba el cuello y abría la boca enrojecida, de la que salía una delgada lengua de víbora para mugir con acento imperativo.

La gente se marchaba santiguándose y musitando una oración.

Aquello les recordaba todos los dolores y desgracias que les había deparado la vida.

Un herrero, hombre viejo y de carácter melancólico, repetía a menudo:

-Cuando veo esa bocaza que se lo traga todo, se me ocurre que mi fuerza ha sido también devorada por algo, no sé qué, pero que se le parece mucho. Y pienso que todos nosotros vivimos y morimos para mantener parásitos.

Aquella cara enmudecida suscitaba en todas las conciencias ideas tristes y sentimientos de espanto.

La madre escuchaba los comentarios de sus vecinos sin despegar los labios. Sus cabellos encanecieron prematuramente y las arrugas se fueron extendiendo por su rostro. Hacía ya tiempo que había perdido el hábito de reír. No ignoraban los vecinos que la infeliz se pasaba las noches enteras a la puerta de su casa mirando al cielo, como si esperase que de allí pudiera llegar el socorro. Y se decían unos a otros, encogiéndose de hombros:

-¿Qué debe estar esperando?

Terminaron por aconsejarle:

-¡Llévalo a la plaza, junto a la iglesia! Por allí pasan los extranjeros y le echarán limosna.

-Sería horrible que lo vieran los extranjeros -contestó la madre, horrorizada-. ¿Qué pensarían de nosotros?

-La desgracia existe en todos los países -le contestaron-, cosa que nadie ignora.

La madre negó con un movimiento de cabeza.

Cierto día, ocurrió que unos extranjeros visitaban el pueblo y lo husmeaban todo, entraron en el patio y se fijaron en el monstruo, que estaba metido en su caja. La madre fue testigo de sus gestos de repugnancia y comprendió que hablaban con repulsión de su hijo. Pero lo que más la sorprendió fueron ciertas palabras pronunciadas con acento de desprecio y animosidad y, también, de triunfo.

La desgraciada mujer conservó en la memoria el sonido de aquellas palabras extranjeras, que repetía insistentemente y en las que su corazón de italiana y de madre adivinaba un significado insultante. Aquel mismo día fue a casa de un adivino conocido suyo y le preguntó qué significaban las palabras que había oído.

-Convendría saber quién las ha pronunciado -contestó el hombre, frunciendo el ceño-. Pues significan: "Italia muere antes que las demás naciones italianas". ¿Quién forja semejantes mentiras?

La pobre mujer se marchó silenciosa.

Al día siguiente, a consecuencia de un hartazgo, su hijo murió entre convulsiones.

La madre se sentó en el patio, junto a la caja, con las manos cruzadas sobre aquella cabeza inerte. Permanecía quieta, inmóvil, y parecía más que nunca esperar algo. Fijaba la mirada interrogante en cada uno de los que desfilaban ante el cadáver.

Todos guardaron silencio. Nadie le preguntó nada, aunque muchos se sentían inclinados a felicitarla por haberse liberado de aquella esclavitud, o tal vez hubieran deseado consolarla por haber perdido al que, después de todo, era su hijo. Pero nadie despegó los labios. Hay momentos en que todos comprenden que ciertas cosas no pueden expresarse sin que parezcan reticencias.

Mucho tiempo después de la muerte del monstruo, la madre seguía mirando a la gente a la cara, como si preguntase no se sabe qué. Pero luego, poco a poco, pareció ir olvidándolo todo...

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