sábado, 14 de abril de 2012

Juan Bosch - Cuentos



LOS AMOS

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.

-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.

Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.

-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.

-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.

Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.

-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.

Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.

-Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.

Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.

Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.

Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.

-Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.

-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia -oyó responder.

El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.

-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.

 Don Pío caminó arriba.

-¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.

-Arrímese pa aquel lao y la verá.

Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.

-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó decir a don Pío.

-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.

-¿La calentura?

-Unjú, me ta subiendo.

-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.

Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito...

-¿Va a traérmela? -insistió la voz.

Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.

-¿Va a buscármela, Cristino?

Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.

Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.

-Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me pase el frío.

-Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro.

Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.

-Si: ya voy, don -dijo.

-Cogió ahora por la vuelta del arroyo -explicó desde la galería don Pío.

Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.

-¡Qué día tan bonito, Pío! -comentó con voz cantarina.

El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.

-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino.

Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.

-Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale tratarlos bien.

Ella asintió con la mirada.

-Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.


LA MUJER

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.

La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.

A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda, estropeado por un auto".

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.

-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!

-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.

-¿Que no? ¡Ahora verás!

Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.

Le dijo después que se marchara con su hijo:

-¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.

Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.

-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.

La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.


LA MANCHA INDELEBLE

Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra experiencia.

La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal vez de cuatro.

Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía medirse en términos humanos.

-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.

-¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.

-Claro -¿Cuál va a ser?

A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes, que se cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar que cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor sonido.

Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté.

-¿Y cómo me la quito?

-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la quijada; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.

Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.

-¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.

Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor importancia a lo que decía.

Al fin logré hablar.

-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como así. Deme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar?

La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona.

-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.

-¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? -pregunté.

Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta.

El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un niño perdido en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente.

Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento.

-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.

No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la que todavía no ha cerrado.

En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez pensaron que había robado o había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco.

Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y veía en todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro:

-Ese fue el que huyó después que estaba...

Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia que un poco de la bebida se me derramó en la camisa.

Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos sombríos:

-Después que ya estaba inscrito.

El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo; que lo sentiré ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.

Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado jabón, cepillo y un producto químico especial que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por borrarla se destaca más

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